Mié 24.02.2010

VERANO12  › LA OBRA OLVIDADA DE JUAN JOSé DE SOIZA REILLY

Arriba los corazones

› Por María Moreno

En El cuerpo del delito, Josefina Ludmer convierte a Juan José de Soiza Reilly en su Virgilio. Lo inventa como precursor de Arlt o le da a Arlt un padre para que él lo elogie pero luego de dejarlo atrás (en su pasado de escritor), para que lo copie mientras le tapa el nombre con el propio. El número 4 de la revista 3 galgos –brillante, laburado, con varias perlas arqueológicas como el reportaje a Emma Soiza, hija del escritor–, se dedica a extrañarlo por olvidado bajo la sombra de ese Arlt ungido por una operación conjunta, renovada y que todavía crece. Allí Juan Terranova explicaba el silenciamiento del escritor por la impotencia crítica para leer, de espaldas a la cultura de masas, por fuera de las premisas románticas, elitistas y vanguardistas, y perseguía la sistemática omisión de su nombre en las series de las que formó parte y que hoy son recuperadas con categorías que revisan su valor. Y el resto de los colaboradores de la revista se explayaba: que el desprecio de la elite por lo popular, que el mito del artista romántico en donde las musas no cobran salario, que Soiza era peronista o que no era peronista, que se autorrecopilaba en libros para kioscos y llenos de erratas, que hacía obras puercas en un país pacato, que terminó en la radio fuera del cartoné sagrado de los libros...

Vanina Escales ha realizado para la colección Los Raros de la Biblioteca Nacional una selección de los textos de Soiza (Crónicas del Centenario) sumándose al rescate pero sobre todo mostrando que es una heredera de su estilo: ¡el de tener un estilo! y Gabriela Mizraje sitúa críticamente La ciudad de los locos (Adriana Hidalgo, 2006), deslizando a su autor en un catálogo sofisticado, en el que se roza con Giorgo Agambem y Copi. Pero...

Durante la década del ‘50 primaba en la APA (Asociación Psicoanalítica Argentina) un modo de interpretación en que el reconstruir hacia atrás los avatares de un síntoma suponía su desaparición. “Saber” era curarse pero sólo porque toda la comunidad psi sostenía esta creencia. (Un analista simpático contaba que un paciente en su primera entrevista le confesó que se sentía muy angustiado. El analista le preguntó la edad. 55, dijo el paciente. Al cabo de unos diez minutos le preguntó qué edad tenía el padre al morir. 55, dijo el paciente y luego, con expresión maravillada, musitó “gracias” y apretando con calor la mano del psicoanalista, pagó y dio por terminada su terapia.) Por eso, desmontar la Operación Arlt, dar las mil y una razones del borramiento de Soiza no ha generado ningún interés significativo sobre su obra ni alienta siquiera a los arrojados y gourmets literarios que cada tanto hacen la Feria del Libro Independiente.

Pero se puede, modestamente, dar una muestra de Soiza Reilly, el hombre que conducía un exitoso programa de radio en el que saludaba “¡Arriba los corazones!” y había pensado (mucho antes) la misma cifra para la fama que Andy Warhol: “Se me acabó el cuarto de hora. Soiza Reilly les dice Buenas noches”.

Soiza, como Arlt, fue periodista tuti fruti: trabajó en Caras y Caretas, La Nación, El Mundo. Para los dos la crónica no era el cuento (alindamiento) de la noticia sino un laboratorio de estilo, en donde no se renunciaba en nombre de l’arte eleva –ésta es una expresión de Fogwill– a que se pagara por gozar. También para los dos, la crónica fue el espacio para socializar ciencia y teoría y no el mero sometimiento a los saberes atribuidos a un público no especializado (hoy la crónica se inclina más del lado del neocostumbrismo que del lado del ensayo literario o la tesis laica: en buen cayetano, si los de Comunicación leyeran aunque fuera rajando teoría literaria y la usaran en objetos no textuales y los de Letras les perdieran el miedo a la investigación en cuerpo presente, tal vez comenzaría a haber un verdadero renacimiento de la crónica). Pero mientras Arlt se ponía entre el cable y el lector como un intérprete laico garantizado en su propio nombre como marca y patente, Soiza se proyectaba, aun cuando escribía, como un locutor que quiere generar en el público la alucinación de lo que cuenta. En ese sentido su “nosotros” es menos el cortés plural mayestático que el efecto para el lector de estar caminando con el cronista, de que no hay distancia entre el momento de la experiencia, la escritura y la lectura: cuando va a hacer una entrevista al Rey de España, Soiza describe cómo consiguió la tarjetita de autorización, la puerta de entrada de palacio con su infantería, caballería, policía, luego un salón, otro, una escalera, lacayos, guardias, mayordomos, otro salón, un patio, nuevos lacayos, guardias, mayordomos, otra escalera, un salón y luego la sorpresa (el lector suda): el rey es flaco y tiene mucho ¡olé!.

Mientras Arlt se comía con su mirada los testimonios, Soiza fue pionero de la interview y se preocupó por el pasaje a la escritura del relato oral; si Arlt se ponía en escena como el tipo que conoce el código del fuera del hogar, una suerte de ermitaño en acción, un solitario taciturno aunque se lo sospeche en una redacción llena de “dateros” que gritan y teléfonos que suenan todo el tiempo, Soiza trabajaba mucho en casa y viajaba con la familia; fue el primer periodista que llegó a las islas Horcadas en donde la hija de doce años consiguió, sin hacer nada, que se le ponga su nombre a un glaciar: “Porota”.

No voy a sumar interpretaciones del borramiento de Soiza Reilly (“Si no vino es porque no vino”, decía Alejandra Pizarnik), sólo contar que escribió cosas como No leas este libro (el amor, las mujeres y otros venenos), Cerebros de París, Las timberas, bajos fondos de la aristocracia, Mujeres de América y El alma de los perros que quizás se puedan conseguir si se tiene el olfato de un Cristian Ferrer o un Horacio Tarcus.

La tradición impone linajes que transmiten o la imaginación desproporcionada de un hombre raptado que no fue feliz o la política del resentimiento metabolizada en invención, Borges y Arlt. Entre el hijo de las enciclopedias y el hijo de la traducción (entre paréntesis, los dos con bastante ¡aj! a la carne) lo que sigue impugnada es la alegría, esa onda pecadito modernista de Soiza Reilly. Encima, en el siglo de los grandes interrogantes trágicos formulados por autores como Sartre, Benjamin o Heidegger no sienta la ausencia de dimensión trágica, el haber dicho, en lugar de “Qué vale La Náusea ante un niño que tiene hambre” o “No puede haber poesía después de Auschwitz”: “Arriba los corazones”. ¡Arriba los corazones!

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