VERANO12 • SUBNOTA
› Por Juan José de Soiza Reilly
(fragmento)
¡La cultura “chic”!
¿Es posible? ¡Claro que sí...! En Mar del Plata existe la cultura general y la cultura “chic”... La primera es practicada por las personas decentes. Es la cultura respetuosa de los que dignifican con su bondad las cosas de la vida. Cultura que se encuentra en todas las esferas sociales. Ricos. No ricos. Y pobres...
En cambio, la cultura “chic”... ¡Oh, la cultura “chic”! ¿Cómo podré definirla? Es la cultura de algunas gentes que atribuyen a su dinero o a su apellido el valor que tienen las multas en las comisarías. (Pagando multas o teniendo apellido ilustrado por otros, el código nos permite todas las insolencias). Para ejercer en Mar del Plata la cultura “chic” se necesita estar bien vestido o estar bien desnudo. Y, sobre todo, tener “apellido”...
Las chicas de cultura “chic” han impuesto la moda de emborracharse. En épocas más nobles que la nuestra las niñas no tomaban alcohol. Tomaban chocolate. Helados. Masitas... (Ahora las masitas, los helados y el chocolate, son remedios o golosinas cursis.)
El alcoholismo distinguido comenzó por el inocente copetín de las doce del día. Un copetín. Dos copetines. Tres copetines...
Pero, actualmente, en los bailes nocturnos de las niñas que aspiran a ser espirituales, se embriagan con champagne. Y no se embriagan sólo con el vino de Francia... Se ha inventado el “cocktail” de la madrugada. Mezcla diabólica de kummel, whisky, cognac, “triple sec”, “oíd tom”, y agua... (El agua no siempre se utiliza).
Hombres y mujeres bailan sin cesar. Bailan horas enteras, sin siquiera sentarse un minuto. Si dejan de bailar es para aproximarse a las mesitas y atenuar su fatiga con los tragos del cocktail. ¡Dinamita! Los ojos arden en alcohol. La sangre va y viene, como boca loca por el cuerpo. La música de negros de zumba-catumba que toca la orquesta, excita los nervios... El “shimmy”, por ejemplo, es un cocktail bailado... La cara, el pelo y las piernas de la señorita se friegan y refriegan contra el cuerpo del hombre...
El hombre es fuego. La mujer estopa. No hay luna. Todo está en su punto. ¡Sopla!
–¡Qué calor! ¿No?
–¡Cierto, Cochocha. ¿Quiere que vayamos a la arena? ¡Debe estar tan fresquita! Al amanecer la arena es deliciosa.
–¡Bueno! Pero, antes tomemos otro cocktail...
Y cuando las parejas de niñas de cultura “chic” llegan a la arena –después de medianoche– es cuando comienzan las observaciones de mi amigo el sereno.
Las mujeres y los hombres bajan borrachos. Se tiran en la frescura de la playa, riéndose a carcajadas. Allí pierden sus collares, sus perlas, sus brillantes. Las perlas, especialmente, se desgranan. Algunos, no se acuestan en parejas, sino en montón. La noche es oscura debajo de la Rambla... Se pellizcan. Se besan. ¡Uffa!
En Playa Grande hay un hotel donde viven muchas familias decentes. Pero, a menudo, frecuentan el restaurant personas de cultura “chic”. Son gentes de la Loma...
Con el pretexto de que el restaurant está en la playa, los hombres y las mujeres de cultura “chic”, van al comedor en traje de baño. Es la última moda. Es el “último grito”. Comer en perfecto traje de relieve...
Hoy sentáronse frente a mi mesa varios matrimonios y niñas aristocráticas, vestidas de desnudo... Comenzaron las mujeres por emborracharse antes que los hombres. Tomaban anís puro en copas grandes con hielo. Podría citar nombres. Parecían indios. Un charrúa dirigía la escena...
Las damas, con sus trajes de baño escotados hasta las proximidades del crepúsculo y mostrando las gracias de Dios, se levantaban de la mesa, tambaleándose. Iban a la cocina a gritar a los cocineros y traerse los bifes en las manos... Apostrofaban a los mozos...
Una de las damas –cuyo apellido figura diariamente en la crónica social, casada con...– llamó al camarero y le gritó:
–¡Traeme el bife que te pedí o si no te c... a patadas!
–Che, no hables así –le dijo su marido, borracho también–. ¡Qué modo de hablar!
Ella lo contuvo gritándole en la cara:
–¡Callate, c...! (La frase que se dice a todos los maridos en los vodeviles franceses).
Y todos –incluso el marido– celebraron el chiste con risa intestinal
Después, pasaron a la playa. Hombres y mujeres –casadas y solteras–, pero todos de “apellidos conocidos”, durmieron la mona bajo la carpa. Como changadores.
Una de las señoras, joven y bella, no podía dormir de borracha. Quitóse el traje de baño y, desnuda, gritaba: –¡Que me traigan un hombre!
Los tres hombres dormían. (Los tres eran hombres de cultura “chic”. Ni para eso servían los tres.)
¡Morfina! ¡Cocaína! ¡Opio!
Son los tres paraísos del cielo artificial. Tres embriagueces diferentes, cuya enorme difusión en el mundo se atribuye, por error, a la literatura. Ni Tomás de Quincey con su libro admirable, ni Charles Baudelaire, con su elogio a ese libro –elogio más admirable aún que el mismo libro–, tienen la culpa de que las almas enfermizas busquen en los venenos terribles un poquito de ensueño... ¿La prueba? Pocos jóvenes conocen el libro de De Quincey. Hoy nadie lee a Baudelaire. Y sin embargo, los paraísos de humo están en su apogeo. Los viciosos no se concretan a darse inyecciones con misterio, en sus casas o en los gabinetes de toilette de las tiendas lujosas. Ahora existen nidos de aristocracia donde los devotos de ambos sexos se reúnen en torno de las drogas fatales, como las abejas alrededor de los jardines. Toman morfina con agujas de Pravaz engarzadas en oro. Aspiran cocaína, cual rapé de arzobispo, en estuches de nácar. Y fuman opio en narguiles de cristal de Venecia. Esas casas de ensoñación existen no sólo en Buenos Aires. Las hay en Mar del Plata.
Los sociólogos se asustan:
–¡Qué crimen! ¿Cómo se permite ese envenenamiento de la raza? ¿Cómo se consiente que hombres y mujeres se aniquilen por el capricho literario de soñar con los ojos abiertos?
La policía contesta:
–Nada puede hacer la policía. Se trata de vicios secretos para los cuales no se han dictado leyes coercitivas. Se practican en domicilios de personajes famosos por su dinero, o por el prestigio social de sus nombres. No siendo casas públicas, en las que se haga industria de esos vicios, escapan, sin remedio, a la acción policial.
Así es, en efecto. Los paraísos artificiales son accesibles únicamente a la gente muy rica o a las personas refinadas que viven en contacto habitual con los ricos. Es placer de sibaritas que no necesitan ganarse la vida. Son vicios de lujo.
No son embriagueces vulgares que estén a la mano del pobre. En los hospitales son raros entre los enfermos los casos crónicos de morfinomanía. En cambio, abundan entre los mismos médicos. Es la profesión que da, entre las profesiones cerebrales, un mayor porcentaje de cultores de los vicios celestes.
Siendo vicios caros y prohibidos, que se practican amistosamente, su explotación, como negocio público, no tienta a ningún empresario. Sería aventurarse demasiado en especulaciones que terminarían en multas o en prisiones...
Los sagrarios del vicio aristocrático son casitas armoniosas y líricas. El dueño de casa invita a los estetas a una sesión de ensueño, como se invita a una taza de té... ¿Quién podrá prohibir una reunión social donde se juegue al bridge? Del mismo modo, no hay autoridad que impida a caballeros cultos y a señoritas elegantes que se congreguen socialmente para soñar, bajo el sueño venenosos de los alcaloides, en las delicias de los cielos ficticios...
–¿Quiere usted venir esta noche? Reunimos en nuestra “garçonniere” a varias amigas y amigos. ¡Mar del Plata es muy triste!
¡Claro! Fui...
Una casita bonita. Silenciosa. Está ubicada en una calle triste de la lomita marplatense, donde los chalets se esconden bajo el verde silencioso de las enredaderas... Un lacayo de librea abre la puerta. Sin formular una sola pregunta, extiende la mano en una reverencia, indicándome el rumbo. No se oye ni un ruido ¡Nada!... El lacayo me toma el sombrero. Tengo ganas de darle mi nombre para que lo transmita a los dueños de casa. No me atrevo. Una sola palabra rompería la paz del ambiente.
En las salitas, hermosas mujeres y señores de todas edades, conversan en voz baja. Veo a un ex ministro. Un militar. Un cómico. Dos músicos. Un... Todas las habitaciones centrales de la casa parecen dormitorios convertidos en salas o salas-dormitorio. La culpa es de los muebles... ¡Qué exquisita elección de morbideces! Camas de novela con encajes de espuma. Grandes butacas hondas que se distienden a voluntad, como muebles esclavos... Almohadones de aire comprimido y de plumas de pájaros. Poltronas amplias sobre cuya ternura todo el cuerpo descansa. Canapés que se adaptan, automáticamente a los caprichos del reposo...
¿Y las luces? En cada saloncito la luz varía de tono. Son matices de luces que se esfuman en el aire como el polvo de luz de la vía láctea, no es luz, ciertamente.
–¿Le agrada esta manera de alumbrar nuestros vicios? –me pregunta al oído un músico que tengo a mi lado–. Yo lo llamo perfume de luz...
–¡Como Wagner!
Contribuyen a la delicadeza del templo, las tonalidades armoniosas de las alfombras que prolongan en los tapices la ilusión de las nubes.
En los canapés, en las butacas, en las poltronas, en las grandes almohadas, se instalan los invitados. Y todos en silencio. Un silencio sagrado. El silencio que debe reinar en los campos vacíos de la luna. Sin embargo, aunque los contertulios estén en silencio, conversan. Hablan de asuntos inactuales. De cosas eternas: de amor y de arte. Son palabras sin ruido. Palabras sin eco... Los muros acolchados, al impedir que lleguen los murmullos de afuera, apagan la resonancia de las voces humanas...
El aire comienza lentamente a vibrar con dulzura. Ondas acariciantes de música sutil, llegan de no sé dónde. Se goza la sensación de oír una música de violines sin la presencia material de la orquesta. Sin la materialidad de los instrumentos visibles entre los brazos de los hombres que serruchan las cuerdas. La orquesta no se ve. Se ignora... Se duda de que exista... Parece la música de un viento finísimo como el que se oye en los montes de bambú del Japón. Música de los tiempos futuros que las ondas hertzianas transmiten a nuestros espíritus a semejanza de la gracia de Dios que nos llega del cielo...
En medio de la armonía del ambiente, una silueta de mujer –larga, fina grácil, gris– avanza entre los invitados con una bandeja llena de bandejitas. En cada bandejita hay jeringuillas de Pravaz y ampollas de morfina... Detrás de la mujer gris viene otra más delgada y más frágil vestida de blanco, como una enfermera... Es la encargada de suministrar las inyecciones. No todos aceptan la morfina.
Tengo al alcance de mis ojos una dama, cuyas manos, consteladas de piedras, se mueven a cada instante para ocultar su tos en el pañuelo. Se apresura a aceptar la bandejita de morfina. Leve sonrisa le alumbra los ojos... La mujer vestida de blanco se le acerca. Esgrime la jeringuilla y se dispone a darle la inyección en un brazo. Ella hace un gesto:
–¡No!
Entonces la hierofante se arrodilla a sus pies. Le alza un poquito la pollera. Le desprende una liga color rosa y le baja la media... La dama echa la cabeza hacia atrás, en el respaldo, como para dormir... El pinchazo vuelve a dibujar en sus labios una sonrisa de felicidad.
–¿Quién es? –pregunto al oído de mi vecino, el místico.
–¡Qué sé yo! Una tuberculosa. Es el único consuelo que la pobre tiene en este mundo...
Por las venas me corre mucho frío.
–¿Y aquel caballero que se recuesta en su sillón, tan pálido, tan sombrío?
–Tiene cáncer.
–¿Y ése?...
–¿Cuál?
Se interrumpe. La mujer flaca aparece de nuevo, recorriendo las salas, con otras bandejas. Ahora trae estuches. El músico se transforma, restregándose las manos jovialmente.
–¿Qué tienen esos estuches? –le pregunto.
–¡Polvo de cocaína! ¡Es un encanto! Un fluido de divinidad se expande por el cuerpo cuando la cocaína se mezcla a nuestra vida. Todos los nervios, todos los músculos, toda la piel se nos hacen alma...
El músico huele con fruición el polvo trágico. Toma dos o tres narigadas, como rapé y espera... Está en actitud de escuchar. Espera el efecto del tósigo.
–¡Ah!
Suspira y se tiende sobre los almohadones. Es inútil que yo intente formularle preguntas. No me oye. Sueña... La atmósfera saturada de música –música lejana de violines y flautas–, comienza a impregnarse del olor a farmacia. Apenas he formulado esa observación interiormente, llega a mi olfato un perfume de esencias extrañas. Miro hacia la salita contigua. Un humo de ámbar flota en circulillos que parecen anillos de Saturno o pompas de jabón.
–¡Opio!
Varios caballeros y una señora se llevan, con lentitud, a la boca, los tubos de los narguiles. A sus pies, la mujer gris coloca, sobre sillitas de muñecas, los aparatos de cristal con agua cristalina, a través de cuya agua el perfume del opio pasa, refrescándose, con la misma dulzura traidora de la muerte que se lleva a los niños...
–¿Y usted, señor?
–Yo...
(¡Ah, qué hermoso es el barro de la calle y la miserable vida de los pobres!.)
–¿Y usted, señor?
El lacayo me trae el sombrero. Me mira con lástima. Cree, sin duda, que yo soy lo que soy, ¡un salvaje!
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