› Por Vlady Kociancich
Qué raro, pensó Irene, esas ráfagas de verse bruscamente y no reconocerse. Porque se estaba viendo en el reflejo de una ventana sucia, en el atardecer de este lunes de octubre, en un bazar de El Cairo, delante de una tienda, la mano derecha levantada y cerrada en el instante de golpear la puerta.
Vio una mujer de pelo corto, madura y corpulenta, en un vestido suelto y sin gracia, cuando ella era –había sido hasta este minuto– una joven delgada, de pelo largo, de movimientos leves. Tampoco la cara de la mujer era la suya. No del todo, pensó. Más ancha y con un sesgo de tensión, de incipiente amargura, la primera marca del cansancio que acumulan los años. Solía ocurrir a gente de su edad esta experiencia de desdoblamiento, pero la hirió como un zarpazo. Se vio mayor, pasada del tiempo de ser madre. Se vio, nítidamente, horriblemente, sin su hijo al lado.
Inspiró hondo y razonó, todavía estremeciéndose, que la visión nacía de una borrachera de calor. Cuarenta grados a la sombra zarandeaban un cuerpo acostumbrado al frío de los acondicionadores de aire del hotel, removían del fondo esas piedras mohosas. Porque el hijo –su hijo– estaba ahí, fuera de cualquier espejismo. Pero tuvo que bajar la cabeza y nombrarlo para tranquilizarse.
–Gus.
El chico se apretó contra los pliegues del vestido y la miró en silencio. A Irene no le gustaba traducir a miedo la seriedad atenta de los ojos negros, una expresión que repetía como una palabra favorita desde que llegaron a El Cairo.
Está confundido, se dijo. Era natural. Tenía tres años y venía del orden europeo a este laberinto de colores y de gente desconocida, demasiada gente para el estrecho cauce de las calles tapiadas por el amontonamiento de edificios modernos sobre la negra filigrana de los palacios medievales y las mezquitas del Islam. Sin contar el otro laberinto, el de las voces que zumbaban una lengua extranjera, acompañando la monótona, imparable orquesta de la bocina de los autos.
Curiosamente, ella también estaba un poco confundida, aunque había cumplido los cuarenta, aunque no era su primer concierto en Egipto y llevaban casi quince días en la ciudad. Debía ser el verano que todavía reptaba en la estación más fresca como una serpiente del desierto en busca de una roca. Por momentos la desesperaba la falta de aire, la desagradable sensación de que una mano inmensa le tapaba la cara. Pero el calor egipcio no había afectado al chico. Le hace bien, pensó con alivio, orgullosa.
La piel blanca de Gus, piel de encierro en un departamento de Londres, de cielos exangües, siempre grises, se había puesto más oscura, más áspera. Hasta parecía haber crecido rápidamente al sol, estirándose fuera de su tamaño, igualándose en la robusta delgadez a esos chiquitos del bazar que iban de la mano de mujeres veladas, reflejos árabes de su propia maternidad en estado de alerta.
“Los chicos siempre de la mano en Aljalil”, le había recomendado Anna, la cellista. “Y los grandes también, en lo posible.” Era fácil perderse en esos patios sin salida, con tantas escaleras truncas y falsos muros de ropa y de alfombras colgando delante de las tiendas.
Siempre de la mano, se repitió, mientras acariciaba esa mano tan chica que cabía entera adentro de la suya. Así lo llevaba, de concierto en concierto, de país en país, madre e hijo inseparables como la música y el instrumento, la música y el niño que viajaban con ella. Siempre de la mano, desde que el hijo había aprendido a caminar, antes en brazos, cargando el cochecito a los aviones, pagando una niñera para que cuidara de él mientras tocaba, siempre vigilante y experta en no alejarse más de lo necesario del bebé que dormía, del violín ya guardado en su estuche.
Golpeó la puerta nuevamente, esperó. La puerta de la tienda no se abría.
Por primera vez lamentó el impulso de quebrar la rutina de su estadía con una tarde de compras. Había cedido a la insistencia de la cellista italiana, la única del grupo de músicos con quien se sentía cómoda. Anna también era soltera, también había adoptado y conocía las dificultades. Pero Chiara, su hija, estaba en casa. Ahora recordó, con algo de resentimiento, una conversación de las dos en la confitería del hotel.
–Puedo dejar a Chiara en Roma. No hace falta un padre mientras tengas una mamma, y la mía es enorme. La pasta –dijo Anna, y se echó a reír. Tenía una risa fácil, simpática, de dientes grandes y separados–. ¿Y tu familia? Claro que la Argentina está muy lejos.
–Vivo en Londres. Pero da igual, no tengo familia en Buenos Aires. Mis padres murieron en un accidente cuando era muy chica. Me crió una tía, que hace tres años...
–Hoy nadie tiene familia –interrumpió Anna con naturalidad, como si perder padre y madre en la niñez fuera un mero dato de estadística–. Todos somos uno más uno. Chiara y yo, Gustavo y tú. Y basta. ¿Te casaste? ¿No? Yo traté. Dos veces, de más joven, cuando creía que esta vida de locos podía compartirse. Vete con la música, me dijeron. Y me fui. ¿Por qué no? Pero quería tener hijos. ¿Por qué no? Ahora tengo a Chiara. Y basta.
Y basta. Impaciente, empujó la puerta de madera despintada, que no cedió. ¿Pero y si esa no fuera la tienda que Anna había marcado con una cruz en el tosco planito de Aljalil dibujado en una servilleta? No tenía nombre ni cartel, como no lo tenían ninguno de los innumerables negocios del bazar. Y no hubiera sido tan secreta sin esa puerta lisa, de un blanco turbio que la asimilaba al muro, parte de una antigua casa deshabitada, porque las telas que ahí se vendían llamaban estrepitosamente la atención.
Eran telas beduinas que hacían un largo camino zigzagueante antes de llegar a esta tienda escondida en la hojarasca de Aljalil. Sedosas, irisadas, el color ondulaba en la trama como la arena de un desierto fantástico, azul, rojo, violeta, con dunas y hondonadas que cambiaban de tono bajo la simple vista. Extraordinariamente bellas, eran también misteriosamente baratas. “Cuestan tres golpes y esperar que te abran la puerta”, le había dicho Anna, exagerando.
De pronto sintió que debía irse, que se le daba la oportunidad de resistir a una codicia inútil. Ni siquiera se había preguntado, al ver la tela que su amiga desplegaba sobre una silla, para qué la querría, justamente ella, ignorante de costuras y de modistas, compradora de confecciones, habituada a tomar lo necesario de los estantes y las perchas que daban la vuelta al mundo. Solamente miró y quedó atrapada en la telaraña de colores, en un vértigo de deseo.
–Welcome to Egypt –dijo una voz de hombre, ronca y plana.
El hombre estaba de pie, atrás de un mostrador. La tienda era tan chica que parecía circular. No había un solo blanco entre las telas impecablemente dobladas y apiladas en los estantes que cubrían las paredes. El brillo multicolor, a rayas, en esa diminuta pieza oscura, la deslumbró un segundo. Parpadeó. Antes de darse vuelta, oyó el ruido seco de la puerta que se cerraba. Sobresaltada, ¿por qué se imaginaba afuera?, se acercó al hombre que la saludaba con esa frase convencional de bienvenida al extranjero.
Era bajo y gordo, de pelo negro y con bigotes, y hablaba por teléfono, el tubo sostenido en el hueco del hombro, mientras sin preguntarle nada tomaba los cortes chatos, apretados como las páginas de un libro y los desplegaba sobre un mostrador tan angosto y endeble que Irene no se atrevía a apoyarse. Las manos hábiles desenrollaban velozmente las telas, que fluían sobre el mostrador, desbordándolo. Ella se apartó un poco –-caían ya sobre la falda del vestido, deslizándose al piso– y sonrió. Por favor, está bien, dijo en inglés, pero el hombre no la miró siquiera y siguió hablando y bajando más cortes de aquel inagotable arco iris.
Con intenso disgusto, Irene comprendió que la conversación telefónica, iracunda y en árabe, tampoco cesaría. Debía elegir, pagar e irse. No pudo. Esa voz asida tenazmente a una disputa como un hueso entre los dientes de un perro, la acorralaba en su urbanidad y en su ignorancia del idioma. Tal vez hubiera un código de gestos y unas pocas palabras en inglés, imperativos, terminantes, pero ella no los conocía. Resistiéndose a una inquietud que empezaba a envolverla como una aureola dolorosa, Irene tocó ese río de seda. El placer la estremeció. Con las dos manos tomó un montón de género. Sólo quería sentir el roce contra la mejilla pero hundió en él toda la cara y cerró los ojos.
Era increíblemente suave. Olía bien. No tenía perfume. No tenía el áspero olor de los telares. Huele a nada, pensó. Huele al desierto, a la arena seca. Al silencio más puro...
Antes de abrir los ojos, de soltar la tela, el terrible silencio estalló en la oscuridad, ensordeciéndola. Se miró las manos vacías. Gus no estaba en la tienda. La conciencia de la falta del niño fue inmediata y violenta. Se vio sola en esa pieza circular que giraba y giraba. Lentamente, como si un paso mal dado pudiera separarla aún más del niño invisible, se dirigió a la puerta. Gus, por Dios, Gus.
La calle, llena de gente, le pareció infinitamente desolada. Se quedó ahí, en el umbral de piedra de la tienda, temblando. Gus no podía estar lejos. Era tranquilo, tímido, quieto para su edad. Miró el largo de la calle a izquierda y a derecha, cada uno de los puestos, cada una de las vidrieras que hubieran podido atraerlo. Un chico de tres años caminando perdido, llorando, nada más fácil de distinguir, pensó desesperada, nada más fácil. Y esa ilusión le dio coraje para arrancarse del umbral y salir en su busca.
La primera vuelta la hizo con suficiente calma. Doscientos metros de cacharros de bronce, túnicas de lino, collares de plata, perfumeros de cristal, escarabajos de piedra verde y gatos de ámbar, un velo oriental de fruslerías que fue apartando con cuidado de los minúsculos negocios, de los pasadizos, de las escaleras derruidas y de los patios laterales donde el niño hubiera podido internarse. No sabía la hora, no había mirado el reloj. De pronto, una luz se encendió. La de un café empotrado en ese único muro que sólo arriba, contra un poco de cielo, en el perfil irregular de techos, torres, balcones, mostraba las casas originales sobre las que se levantaba el bazar. Oscurecía. ¿Cómo encontrar a su hijo en la noche de Aljalil?
Delante del café iluminado había tres hombres en tres sillas. La miraron con sonriente curiosidad. Fumaban de esas inmensas pipas orientales, el narguile de bronce con su tubo de seda entre cada uno de los hombres. Bajo el alero, sobre un saliente de madera, colgaba un cocodrilo barnizado, brillante y escamoso.
–¿Han visto un niño solo, aquí?
Preguntó aturdida, en castellano. Los hombres contestaron en árabe. Sabía que era inútil y sin embargo insistió en inglés, escuchando su voz como un eco mientras se alejaba del café, una voz que rebotaba contra las puertas infranqueables de gente que no la comprendía, de vendedores que le ofrecían baratijas, de un mísero segundo de atención prestada sobre la gritería con que tentaban a los turistas, de una sonriente, empalagosa indiferencia. Welcome to Egypt. Y cuando ya había perdido toda esperanza de encontrarlo, lo vio.
Estaba ahí, en una curva de la calle empedrada, de la mano de una mujer vestida de negro que cargaba otro niño en los brazos.
–¡Gus!
La mujer se dio vuelta. Los ojos oscuros, enormes en la cara cortada a la mitad por el velo, la miraron inexpresivamente. Gus no había oído el grito porque no se movió. De espaldas, se apretaba contra el cuerpo de la mujer, bien agarrado de la mano, como si temiera que lo separasen de ella. Había apenas unos treinta metros entre Irene y su hijo, pero corrió hacia la curva de la calle con la sensación de que nadaba en un mar tormentoso, dando largas brazadas, conteniendo la respiración, luchando para no perderlos de vista en el oleaje de caminantes que rompía contra una escollera de tiendas, de alfombras, de cacharros.
–¡Gus!
Los alcanzó cuando la figura de negro se escurría en un pasadizo lateral, en la noche profunda. Tomó a su hijo de los hombros, lo arrancó de la mano de la mujer, repitiendo el nombre, llorando. Y simultáneamente oyó el grito de la mujer, un grito de sorpresa y de alarma. Había una luz de farol, muy arriba. El débil haz amarillento iluminó la cara del niño, que la miraba con tranquila inocencia.
–Oh, Dios.
Retrocedió como si la luz la hubiera golpeado. No era su hijo. Bajo el impacto de la vergüenza entendía algo peor. Que Gus, crecido, adelgazado, oscurecido por efecto del sol, con sus ojos latinos, en la remera de algodón egipcio más común, ahora se parecía a todos los chicos del bazar, ya era como una uva en un racimo, indistinguible.
Fuera de Aljalil, en la gran playa de estacionamiento, el atardecer persistía, suspendido de una línea violeta sobre el contorno de edificios modernos. Un policía de uniforme blanco anotaba en un papel el número del celular que Irene le dictaba y que él cuidadosamente repetía. Ahmed. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Llamar a Ahmed, el organizador, el intérprete. Pedir auxilio a quien correspondía, al hombre del lugar, el eficaz enlace entre recién llegados y anfitriones, un mundo dividido por el idioma y las costumbres, amalgamado provisoriamente en el lenguaje de la música pero que volvía a desgranarse cuando entraba en contacto con la vida cotidiana.
Llegó, ese muchacho bien vestido, de perfectos modales, que hablaba un castellano con acento español, y la encontró sentada en el borde de concreto que protegía el tronco de una palmera polvorienta. Era de noche, definitivamente. Hacía frío también. Irene sintió la noche y el frío en todo el cuerpo. Gus sólo llevaba puesta esa remera de algodón.
–Una remera de algodón, pantalones cortos, zapatillas.
No, no recordaba si había un dibujo en la remera, los pantalones eran nuevos, beige o grises, las zapatillas las había comprado en una tienda del hotel, unas zapatillas baratas, de género, por el calor. La voz de Ahmed al traducir la descripción del niño perdido al policía sonaba lejos, a destiempo, cortada y retomando una elusiva melodía, un ensayo de orquesta donde a ella sólo le quedaba esperar una señal, las cuerdas mudas, el arco del violín en el aire.
La señal no se dio. Ahora estaba segura de que el momento de resolución, la noticia de que su hijo había sido entregado a los policías que custodiaban las calles circundantes del bazar, que se encontraba en uno de los patrulleros estacionados en esa misma plaza, se salía del tiempo, fuera de la noche, del ya inconcebible día siguiente.
Helada, silenciosa, escuchó las instrucciones de Ahmed, que proponía rehacer el camino, interrogar al vendedor de telas. Quizás el niño hubiera regresado, quizá, seguramente, alguien, a esa misma hora, recorría el bazar en busca de la madre. Irene sacó del bolso la servilleta con el dibujo de las calles cruzadas donde estaba la tienda y fueron juntos.
Tardaban en llegar. Aunque Ahmed sonreía para no preocuparla, caminaba indeciso, como si la noche hubiera volcado las piezas de ese tablero de ajedrez, los puestos del bazar en su orden diurno, obligándolo a retroceder de un callejón sin salida, de una inesperada plazoleta, y a mirar, con creciente inquietud, el plano manoseado de Anna. A ella no le importó. Sabía que sólo un milagro le devolvería a su hijo. El azar, pensó. Y los ojos se le llenaron de lágrimas.
De algún modo, durante los últimos tres años, había esperado este cruce de la fatalidad, una sombra que la seguía desde el primer abrazo a la criatura envuelta en una manta azul, que le trajeron a la habitación de un hotel en Buenos Aires.
Nunca olvidaría la felicidad de aquel momento de la entrega y sin embargo la sombra estaba ahí. Una silueta informe, proyectada por el sórdido trato con la enfermera, la intermediaria de esa mujer de la que quiso no saber el nombre, el dinero corriendo en cuentas que se apuraba a cancelar, pagos por comunicaciones, por traslados, por medicinas, por documentos obtenidos de un registro civil en una provincia lejana.
–¿Qué venden en la tienda? –preguntó Ahmed.
–Telas –dijo y la sola palabra le dolió.
¿Acaso no había mirado a Gus recién nacido con el mismo deslumbramiento? Era singularmente bello. Irene no esperaba belleza, apenas buscaba una ternura en que anidar la suya, y tuvo miedo. En esos rasgos delicados creyó adivinar, como la marca de agua en un papel, los de la madre joven, hermosa, miserable, reclamando desde el grabado de su cara a trasluz la posesión del hijo que vendía.
–Ahmed.
Le señaló el cocodrilo sobre la cornisa del café. El muchacho asintió. A la izquierda, se alargaba el muro de puertas cerradas, de vitrinas desnudas y toldos a medio recoger, entre los que estaría el hueco de telas maravillosas donde Irene había soltado al niño. Lo vio mirar el muro y detenerse, con abatimiento, ante la larga pared ciega, desprovista de vida, y comprendió que eso era todo.
–Por el momento –dijo Ahmed–. Hay que tener paciencia. Alá es compasivo.
Oyó la última frase como una última cuerda que se rompía. Alá es compasivo. Aquí no había otro Dios que ese Dios. Llegaba del desierto para mostrarle en el bazar, esta noche, el silencioso infierno de los niños robados. Niños de toda edad, absortos en los juegos monstruosos de un prostíbulo, mutilados en un quirófano, devueltos con una cicatriz, niños esclavos de la codicia más aterradora, llenando el blanco sacrificial del mundo con cuerpos inocentes, apilados en los estantes de una oculta tienda circular, su belleza en oferta, siempre nueva, deseable y sin origen.
El grito la puso de rodillas. Doblada en dos, gritó el nombre de su hijo perdido, gritó de dolor y de rabia, clamando justicia a ese Dios injusto que se vengaba de la flaqueza de una mujer en una criatura de tres años, gritó con la frente apoyada sobre las piedras de la calle, suplicando el regreso del niño a sus brazos, prometiendo todo lo que el destino le exigiera con tal de verlo, de tocarlo, de estrecharlo contra ella una vez más.
–Señora...
El día era gris. Sin una nube, amanecía de gris. Polvo, humo y concreto, la mañana de El Cairo al otro lado del vidrio, en su habitación del séptimo piso del hotel. El gran río era gris, entre las avenidas y su correntada de autos.
–Sí –dijo, pero no se apartó del ventanal.
También ella era gris, como un hilo de esa telaraña de esperas que había tejido durante una semana, que se doraba con falsas noticias para arder y desintegrarse en un minuto, para segregar la punta de otra ilusión inútil. Se había despertado mil veces de la visión aterradora en el bazar, del sueño frágil en la cama, y había respondido a llamados como el de este momento con un salto de animal salvaje. Ya no. Tampoco dejaba de tocar, encerrada en su cuarto, la música que había tomado el espacio del grito, las cuerdas que llamaban a la piedad, humildemente, desde el desierto de su cuerpo.
Se echó un sweater sobre los hombros, guardó el violín en el estuche, siguió al empleado del hotel por el corredor, dócilmente, insensible al voluntarioso entusiasmo del hombre, como lo hacía cada vez que la venían a buscar, a mostrarle una foto, a tomar datos, a consolarla con probables hallazgos de una pista.
La gente en la sala era mucha. Fugazmente, reconoció la cara de Ahmed entre los otros, iluminada de ansiedad, y la de Anna, seria, pálida. En el centro del círculo que se abrió para dejarle paso, había una figura diminuta.
No lo creyó. Tendió una mano a ciegas hacia él antes de adelantarse, sin voz, sin aire, ahogada por el estupor y el pánico de perderlo nuevamente en la distancia que los separaba. Parecía más alto, más moreno, extrañamente endurecido en la túnica azul, gastada, de otro niño, que traía del mundo de su ausencia. Quieto, la miraba con una expresión de solemne tristeza, de infinito reproche.
–Gus...
La hermosa cara se arrugó bruscamente al oír el nombre, luego se echó a llorar, la boca abierta y mojada contra el cuello de Irene, el olor inconfundible de la piel del niño, de la piel de la madre, envolviendo a los dos en el milagro del reconocimiento, finalmente a salvo.
En algún momento de ese último día, a Irene le informaron cómo, dónde y con quiénes –una buena familia de Giza– había estado su hijo. Irene agradeció, recompensó, se mostró amable y conmovida por todos los esfuerzos de la gente que le habían restituido al niño.
Pero nunca creyó, ni creería jamás, en la casualidad de la pérdida, en la simpleza de una tienda que vendía telas maravillosas en el bazar de Aljalil, en el fuego sin intención de una tarde de otoño, en el gesto común, difícilmente condenable, de levantar la mano y golpear una puerta.
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