› Por Vicente Battista
Atendí sin ganas. Preguntó por mí. No quiso decir quién era y dijo que me iba a costar descubrirlo. Parecía la voz de Jorge, pero Jorge no hace esas bromas y menos en mitad de una tarde de diciembre, con el termómetro marcando casi cuarenta grados. Arriesgué.
–Sos Jorge.
Oí una risa fuerte. No era la risa de Jorge.
–Frío, frío –dijo, sin dejar de reír.
Dije que no estaba para juegos y que iba a cortar. Dejó de reír.
–Pará, pará –dijo–. Habla El Ruso.
–El Ruso –repetí.
–Sí, El Ruso. No me digás que te olvidaste –reprochó.
–No, cómo me voy a olvidar –mentí.
–¡Grande Tete! –gritó, feliz–. Sabía que te ibas a acordar.
Hacía más de treinta y cinco años que no me llamaban así. Era un apodo que había quedado enterrado, junto a mi infancia, en el viejo barrio. El Ruso tendría que ser alguien de aquella época.
–¡Qué sorpresa! –dije.
–Me lo imagino, pasó mucho tiempo. Contame, contame qué hacés.
Otra vez quise colgar, es imposible resumir treinta y cinco años en una ridícula charla telefónica.
–Nada, nada importante –dije.
–¿Y tus poemas? –preguntó.
–Eso era antes –dije.
–Encontré versos tuyos en una revista, El Grillo. Qué lindos, todavía los guardo.
Lo imaginé conservando la revista durante veinte años, yo no había tenido tanta paciencia.
–¡Qué loco! Eso pasó hace mucho tiempo. ¿Todavía los guardás?
–Sí, qué tiene.
–No, nada, no tiene nada.
Un nuevo silencio. Era claro que no llamaba para hablar de poesía.
–¿Y a qué se debe? –pregunté.
–¿No te das una idea?
Le dije que no, que no me daba ninguna idea.
–Hace una pila de tiempo que lo vengo pensando, y al fin me decidí. Sería bueno reunir otra vez a la barra, dije, y empecé a buscar direcciones y teléfonos. Fue difícil, pero ya hablé con Cacho Escala, con el gallego Quique, con el otro Cacho, Zacarías, con el gordo Pichi.
Los iba enumerando y yo, vanamente, trataba de recomponerlos, se mezclaban con otros nombres y otros barrios. Había pasado mucho tiempo. Se lo dije.
–Pasó mucho tiempo –dije.
–¡Uf! –dijo y siguió nombrando–: Izaguirre y el negro Malfitano. Todos se comprometieron.
–Izaguirre –dije y de golpe recordé una casa con una parra en el patio, bajo la sombra de la parra había gente tomando mate. En una de las piezas, la más chica y con menos luz, estaba el aparato de radio y frente al aparato el padre de Izaguirre. Sólo recordaba la parra y el aparato de radioaficionado; no recordé a la gente que estaba debajo de la parra; tampoco al padre–. El gordo Izaguirre –repetí.
–No, el Gordo no –dijo–. El Gordo hace muchos años que está en Neuquén. Viene el hermano del Gordo.
–¿Adónde?
–Claro, todavía no te lo conté: decidimos reencontrarnos, viste, para recordar viejos tiempos. El viernes, en la pizzería de Suárez y Montes de Oca.
–Suárez y Montes de Oca, la pizzería –repetí.
–¿Te acordás?... Si esas mesas hablaran... Pensé que tenía que ser ahí, como un pequeño homenaje, viste, y de ahí decidimos adónde vamos.
No recordaba esa pizzería, nunca había ido. Si sus mesas hablaran, no iban a decir una sola palabra de mí.
–Fugazza y fainá –evoqué, nostálgico.
–¡Te acordás, eh! Bueno, en la pizzería, el viernes, de nueve a nueve y media. No podés faltar.
–No voy a faltar –dije.
Corté y me eché a reír: parecía el tema de una película norteamericana de los años ‘50, con guión de Paddy Chayefsky. Hasta en eso estaba fuera de época. Debía olvidar la llamada y el encuentro. Sin embargo, el viernes a las nueve salí de casa rumbo a la pizzería. Llegué a las diez y cinco. Con la vista recorrí las pocas mesas ocupadas: no había ningún amigo de la infancia. Pensé que todo había sido una broma de pésimo gusto y entré dispuesto a tomar un moscato y a comer fugazza y fainá, al menos ahora las mesas hablarían de mí. Iba a sentarme cuando se acercó un mozo.
–¿Usted es el señor Tete? –preguntó.
Asentí con la cabeza. No sabía si llorar o reír.
–Sus amigos lo estuvieron esperando hasta recién. Fueron al Centro Asturiano. Me dijeron que le dijera que lo esperaban ahí. Si es que venía, claro.
Y aquí estoy.
–¿Dónde queda el Centro Asturiano? –pregunté.
–Ni idea –dijo–, pero van a estar ahí.
Le agradecí la gentileza y dejé la fugazza, la fainá y el moscato para otra ocasión. El círculo se cerraba: yo había cumplido, ellos no me habían esperado, señalaron el nuevo sitio, pero yo no sabía cómo llegar. Todos en paz. Paré un taxi.
–¿Sabe dónde queda el Centro Asturiano?
Dijo que sí.
–Lléveme ahí –ordené y subí.
Pregunté por el restaurant, me dijeron que estaba en el tercer piso. Había gente esperando el ascensor. Decidí que tenía que llegar cuanto antes y fui por la escalera. El ímpetu inicial lo abandoné en el rellano del primero al segundo piso, me pesaron los otros escalones. Recuperé el aliento antes de entrar. Es un salón inmenso, y estaba repleto. Tuve la extraña sensación de haberme metido en un cuadro de El Bosco. Pensé que todo era ridículo y que sería imposible encontrarlos: no tenía idea de cómo eran ahora mis amigos de entonces. Comprendí que estaba en el final de la aventura y caminé hacia la salida. Un grito a mis espaldas me detuvo.
–¡Tete! –oí y supe que ya no tendría forma de huir.
–¡Ruso! –aventuré y nos estrechamos en un abrazo. Sólo recordaba un mechón de pelo rubio que le cubría la frente. Persistía el mechón, pero ahora era blanco.
–Vení, vení –dijo–, ahí están los muchachos esperando mesa –y me arrastró hacia ellos.
Los vi a todos de pie, en línea, como exhibiéndose para mi memoria. No recordé a ninguno. Di abrazos, apretones de manos, hice simpáticos amagos de golpe con el puño. Dije el nombre de cada uno, no acerté con nadie: al Negro Malfitano lo confundí con Cacho Zacarías, a Cacho Zacarías con Cacho Escala, y al gordo Pichi con el hermano del gordo Izaguirre.
–Pasó mucho tiempo –dije, para disculparme.
–¡Estás pelado! Miren, El Tete está pelado –dijo Cacho Zacarías y me señaló, como si los otros no hubieran advertido mi calvicie.
–Pero te mantenés joven, con algo más de panza –dijo el gordo Pichi y me dio palmaditas en la barriga.
–¿Y quién no a esta edad? –dijo el negro Malfitano.
Todos aprobaron. Los miré a uno por uno, sólo vi canas, arrugas y espaldas encorvadas. Me sentí profundamente viejo. “Qué carajo estoy haciendo acá”, pensé, y pensé que tenía que irme.
–Creíamos que ya no venías –dijo el gordo Pichi–. Pedí mesa para seis.
Era mi oportunidad. Sin embargo, dije:
–Bueno, nos apretamos un poco y listo.
Una cabecera la ocupó El Ruso; la otra, el gordo Pichi. Tuve que ubicarme entre Cacho Zacarías y el Negro Malfitano. Enfrente estaban Cacho Escala y el hermano del gordo Izaguirre.
–Me acuerdo de tu casa –dije.
–Sigo viviendo ahí –dijo el hermano del gordo Izaguirre.
–La parra en el patio y tu padre frente al aparato de radioaficionado.
–En mi casa nunca hubo parra y el viejo jamás fue radioaficionado –dijo el hermano del gordo Izaguirre, mientras intentaba pinchar un trozo de queso.
–Pero si me acuerdo que... –comencé a decir.
–Te confundís –me interrumpió El Ruso y con el índice señaló al hermano del gordo Izaguirre. ¡Tu viejo radioaficionado!
Todos se echaron a reír. Me indigné.
–Pero tu viejo...
–Pobre viejo, no podía hablar –dijo el hermano del gordo Izaguirre–. Estaba operado de un cáncer en la garganta. Pero no murió de eso, murió de un ataque al corazón.
Se hizo un silencio pesado. El Ruso dijo:
–Pidamos paella y vino blanco.
El primer brindis fue por el reencuentro y por el año que se acababa. Todos hablaban a la vez, descubrí que el gordo Pichi y Cacho Zacarías decían algo en voz baja y me señalaban.
–Nos acordábamos de aquella bruta pelea en la puerta del Güemes –dijo el gordo Pichi.
Iba al cine Güemes una o dos veces por semana. Recordé “Tres películas por 75 centavos”, pero no recordé ninguna bruta pelea.
–Nos molimos a golpes –dije.
–Cacho y yo pasamos en tranvía –dijo el gordo Pichi– y vemos que te estás agarrando con cuatro al mismo tiempo. Ahí nomás bajamos y se armó el quilombo.
–Terminamos en la Veintiséis ––dijo Cacho Zacarías y señaló mi hombro–. Vos tenías la clavícula rota.
Asentí sonriendo. Nunca me he roto un solo hueso.
–Estuve casi un mes enyesado –dije.
–¡Qué tiempos! –dijo el gordo Pichi, melancólico.
–¡Qué tiempos! –repetí y supe que no aguantaría un minuto más. Iba a levantarme cuando habló El Ruso.
–Traje las fotos –dijo y abrió un pequeño paquete de papel madera.
Las hicieron circular de izquierda a derecha. Hubo risas y comentarios hasta que llegó mi turno. Me sobresalté, por fin comenzaba a ver caras conocidas.
–Este es el turco Asbani y éste es Humberto y éste es Marquitos.
Levanté la vista, me miraban en silencio.
–¿Verdad que son ellos?
Asintieron, todos al mismo tiempo.
–¿Y dónde están? –dije y miré al Ruso– ¿Cómo no los invitaste?
Estaba mortificado y no sabía por qué. Sentí náuseas. El Ruso fue enumerando fríamente, como quien rinde un examen:
–Marquitos viajó a los Estados Unidos, creo que cuando el golpe de Onganía. Dicen que está muy bien ahí, es médico o químico o algo por el estilo. Humberto murió joven, parece que de una embolia. Al turco Asbani se lo chuparon durante el Proceso, una noche lo fueron a buscar a la casa, pero nadie vio nada ni escuchó nada.
–En algo andaría –dijo el Negro Malfitano.
–No creas –dijo Cacho Escala–, hay gente que cayó sin cortarla ni pincharla.
–Esa gente... –comenzaba a decir Cacho Zacarías, pero El Ruso golpeó con fuerza sobre la mesa.
–Prohibido hablar de política –ordenó.
Hubo algunos murmullos críticos, como de chicos sorprendidos en una travesura, pero nadie lo contradijo. Sentí rabia, recogí todas las fotos y las puse frente al Ruso. Iba a decir que estaba podrido de censores, que ahora podíamos hablar de política o de lo que se nos cantase. Dije:
–No estoy en ninguna. ¿Por qué no estoy en ninguna foto?
–Qué raro –se sorprendió–, tendrías que estar.
–No estoy –repetí.
–La de la fiesta en lo de Norma –recordó el gordo Pichi–. En esa estamos todos.
Se disputaron la búsqueda. La encontró El Ruso.
–Aquí está –dijo y me la dio.
Vi a un grupo de jóvenes, vestidos de fiesta, unos en cuclillas, los otros de pie, alineados en dos filas, como posan los equipos de fútbol. La foto había sido rectangular, ahora estaba prolijamente recortada en uno de sus lados.
–No estoy –insistí.
–Tenés razón, no estás. Qué cosa, ¿no? Alguien la cortó. A lo mejor fue mi hermana, para llevarte en la cartera. Mi hermana tenía un fuerte metejón con vos.
No recordaba a la hermana del Ruso.
–Tu hermana –dije–. Era muy linda, ¿por dónde anda?
–Se casó bien, con un ingeniero agrónomo. Sé que está en el interior del país. Hace tiempo que no nos escribimos, cuando la vea le pido que me devuelva la foto.
–No creo que todavía la tenga –dije.
–¿Por qué no? Yo tengo la revista con tu poema –dijo y golpeó la mesa–. Atención, señores, lo que les había prometido.
En las manos del Ruso apareció un ejemplar de El Grillo, se veía arrugado y amarillento; era lo más parecido a nosotros. Lo levantó, como quien alza una pancarta.
–¿Te acordás? –dijo.
–Fue hace mucho –dije y con un gesto le pedí la revista.
–Leelo –dijo–. Leelo para todos.
Me bastó mirar la tapa para descubrir que en esa revista no había ningún poema mío.
–Es largo –dije–, y se van a aburrir.
–Vamos, Tete –dijo–, igual que en los viejos tiempos.
Dejé correr las páginas y me detuve en los versos póstumos de un poeta cordobés. Iba a leerlos cuando advertí el silencio. Tenía forma, se podía ver y tocar: no sólo estaba en nuestra mesa, estaba en el resto del salón y, pensé, en el resto del universo. Era algo más espantoso que el olvido: era una cruel imagen fija, eternizada.
–Como en los viejos tiempos –dije.
Leí el poema lentamente, verso a verso, hasta recuperar el alboroto de todos los días. Levanté la cabeza y los miré.
–¿Cómo te sentís? –preguntaron.
Pensé: “Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo”.
–Bien –dije, saludé y me fui.
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