› Por Rodolfo Rabanal
María, la chica del kiosco, me ha dicho que ella no puede imaginarse cómo era el mundo antes del shopping ni antes del supermercado ni antes, por cierto, de la televisión, la Internet, los teléfonos celulares de uso múltiple, los juegos electrónicos y las diversiones eróticas en la red. María está convencida de que las cosas siempre fueron como son hoy. Cabe creer que su noción del tiempo consiste en un eterno presente de juventud perdurable donde el pasado no importa y el futuro tampoco. Por eso, cree que las cosas siempre fueron “así”. O que, en todo caso, nunca fueron mejores de lo que son hoy. Aunque en realidad, como dije, no le importa demasiado pensar en lo que no conoce. Me figuro, dice refiriéndose a la era pre-shopping, que ha de haber sido un mundo bastante aburrido. Tal vez por eso, sospecha, la gente mayor presenta un aire gris y carente de todo encanto, ¿no es cierto? Para ella el pasado, la era pre-shopping, es exactamente tan atractiva como una foto en blanco y negro medio borrosa.
A María le “encanta” la música, o sea el rock, la bailanta, la cumbia villera, la tecno. Ella dice pertenecer a una “generación musical”. María y sus amigos se calan en invierno unas gorras de lana oscura que les cubren prácticamente toda la cara, y embozados andan por ahí como si fuesen combatientes palestinos o brigadas de choque de algún cuerpo especial de la policía. También se cubren la boca con bufandas o chales, como si vivieran al norte de Noruega. Al principio sospeché que le temían al frío, pero después caí en la cuenta de que se trata de una jactancia y de una moda. Presumiblemente se ven a sí mismos muy interesantes y, sobre todo, mucho más interesantes que los mayores, hazaña, por otra parte, no muy difícil de lograr. Ni ella ni su grupo, insisto, parecen preocupados por el mañana, tampoco por el ayer.
Son divertidos (quizá la diversión sea todo lo que tienen), hermosos, alegres e intelectualmente planos, o sea sin ningún espesor por ninguna parte. Por lo regular, y sobre todo en invierno, pasan la mayor parte del tiempo en el shopping. Los más obstinados se van a la playa y hacen surf, aun en invierno.
El shopping es La Meca, el Hall de la fama, la Plaza de citas, el Agora (sin atenienses) y el Foro (sin romanos). La gente del pueblo hace su paseo vespertino por el shopping como antes lo hacía alrededor de la plaza. En términos coloquiales, la “vuelta del perro” se ha trasladado a las instalaciones monumentales del shopping. Y allí se los ve comprando alguna bagatela o soñando con lo que podrían comprar si tuvieran dinero para hacerlo. Como bien se sabe, el dinero y el trabajo nunca abundan de la manera deseada, a pesar de lo cual, inexplicablemente, el shopping prospera.
En el shopping hay siete salas de cine y varias docenas de televisores dispuestos en repisas de mampostería situadas a media altura y apoyadas por lo regular en las columnas que sostienen el edificio. Además de las salas de juegos electrónicos y del pequeño casino tragamonedas, que siempre convoca a una buena clientela. Pero también abundan los comederos diversos y los cafés al paso y desde ya no falta un McDonald’s. Nadie se atrevería a concebir un shopping sin un respetable McDonald’s. El shopping trata en lo posible de que nadie salga de allí sin haber gastado algo y, en efecto, es altamente improbable que uno salga de allí sin haberse librado de algunos pesos.
Cualquier persona que disponga de algún dinero puede vestirse enteramente comprando la ropa en las tiendas del shopping, ropa convencional y ropa de vestir, desde los rudimentarios equipos de gimnasia, mayormente informes, a los trajes de calle con camisas y corbatas al tono. Puede también adquirir una entera batería de cocina, un juego de living, una cama y sábanas, almohadas, frazadas y colchas para la cama. Ni qué hablar de televisores, equipos de música y computadoras: todo eso es mercadería corriente.
De hecho, quien quiera puede asimismo comer sin salir a la calle nunca, puede higienizarse en los baños, leer los diarios y hasta comprar algún libro si es que tiene la suficiente capacidad de concentración que requiere la lectura en un lugar donde, precisamente, uno se distrae con enorme facilidad. Pero –aunque parezca curioso– nunca vi que nadie leyera un libro en el shopping.
El shopping es un lugar agradable donde todo se simplifica: hay un banco y una casa de cambio, hay locutorios de Internet, cibercafés, peluquería de señoras y cabinas telefónicas, además de kioscos donde es posible encontrar todo tipo de chuchería. El shopping es un “fenómeno reduccionista”.
Los televisores –es preciso señalarlo– funcionan desde la mañana hasta la medianoche y prácticamente todos difunden el mismo programa, o programas distintos pero del mismo tipo. Los géneros dominantes son dos: novelas de amor y traición mechadas con escenas de sexo –a veces incestuoso– y violencia, y juegos de adivinanzas con premios o vociferantes concursos de danza, o bien los espacios de música de MTV. Por lo demás, siempre se oyen personajes que hablan con gran entusiasmo aunque no se entiende muy bien lo que dicen debido sobre todo a la resonancia ambiental, pero aun en el caso de que se les entendiera, nadie les prestaría atención alguna porque, en rigor, sus voces forman parte del “sonido de fondo”.
La gente, por lo que parece, está ocupada en distraerse. En alguna medida, si uno desea olvidarse por completo del mundo, lo mejor es ir a pasear al shopping.
En las siete salas de cine se ven películas de acción o comedias. Generalmente se trata de producciones para adolescentes como Canguro Jack, El Núcleo, Matrix recargado, Buscando a Nemo, Hulk, X-Men 2 y cosas por el estilo. Rara vez se ven películas “serias”. Rara vez se ven películas europeas o nacionales, y cuando se las ve no duran en cartel una semana. Han cambiado los gustos. Por lo regular, con el cine europeo o nacional la gente no se divierte. Lo cual es imperdonable. Más aún: los deprime. María y sus amigos ignoran que hubo una vez hombres como Fellini, Bergman, Antonioni o Visconti. Tampoco les preocupa ignorarlo.
La librería del shopping ha intentado poner de relieve su propia presencia comercial montando algunos pequeños actos culturales. La semana pasada invitó a un profesor que acababa de publicar un libro sobre los errores de la educación moderna. Unas chicas muy bonitas, vestidas con exiguas minifaldas y camisas abiertas y ceñidas recibían al público y le entregaban un folleto donde se reseñaba la biografía y bibliografía del autor que hablaría esa tarde. Las sonrisas y las lindas piernas desnudas de las chicas bonitas hicieron posible que algunas personas, sobre todo varones, dejaran las máquinas de juego y se fueran acercando al estrado junto a la librería hasta conseguir el discreto milagro de una pequeña multitud. Entonces, la dueña del negocio habló al público y presentó al profesor. El profesor era un hombre mayor, de pelo gris y traje color pizarra. Estaba resfriado o parecía resfriado. La expresión de su cara dejaba entrever cierto disgusto, cierto encono, si bien era visible que hacía esfuerzos mundanos por evitar tales denuncias. Tímidamente hizo un par de chistes poco exitosos y entró ciegamente en materia.
Su tema era la educación estandarizada contra la educación específica, y señaló la presencia predominante de la información sobre el conocimiento, aclaró que formar “personas hábiles” no es formar personas sabias. Atacó la uniformidad de los gustos medios y penalizó a la docencia profesional sindicalizada y a los profesores que no profesan. Denunció la inexistencia de vocaciones auténticas y el desapego creciente a las buenas lecturas por parte del gran público.
En algún tramo de su charla recayó en el lugar común de “los valores perdidos y los valores cambiantes”, mencionó la palabra ética seis veces y cuatro la palabra compromiso. El hombre hablaba con calma pero se advertía que por debajo de la calma bullía una cierta indignación, una cierta tristeza y una cierta desazón. En el fondo, era un hombre que estaba irritado con las cosas de este mundo. Acaso también disgustado con su propia edad.
Muy pronto se oyeron murmullos y sonrisas; muy pronto de las veinte personas iniciales quedaron diez, diez que empezaron a distraerse y a hablar entre ellas de las cosas que verdaderamente les interesaban, como los precios de los artículos de limpieza, los mejores servicios de Internet, las enfermedades de la familia, las alternativas del Tour de Francia, las secuencias del campeonato internacional de tenis y la última versión de Terminator. María y sus amigos habían conseguido distraer a las chicas de piernas bonitas y el grupo hacía chistes y se divertía a lo grande.
El profesor fue cerrando su presentación con alguna premura y sólo había dos personas que parecían escucharlo. Una de ellas aplaudió tibiamente y la otra lo miraba dubitativo con los brazos cruzados sobre el pecho. Una mujer mayor que usaba gruesos anteojos compró el libro del profesor y se adelantó a felicitarlo: “Es usted muy exigente”, le dijo la mujer a modo de simpática advertencia. El profesor, a esas alturas, había enmudecido. Estaba realmente resfriado y quería huir lo antes posible del shopping, pero la junta de libreros departamental lo invitó a tomar una copa a una de las confiterías interiores y el hombre allí fue con los miembros de la junta, que se mostraron muy entusiasmados discutiendo los precios actuales de los libros y los problemas que enfrentaban con las casas distribuidoras. En el aire se oían voces de anuncios de publicidad y música rítmica. El profesor se había puesto pálido y sus ojos lucían enrojecidos pero, afortunadamente, nadie lo miraba. Tampoco le hablaban. Para la totalidad de los comensales era como si el profesor no existiera. El hombre no podía moverse, ni pensar, ni hacer nada en ningún sentido. Hasta que, no sabemos cómo, de pronto se deslizó de la silla en que lo habían sentado como si fuera una mancha de gel derramándose, y empezó a reptar hacia las góndolas del supermercado bien pegado a las baldosas del piso y rápido como una cucaracha. Así, sin advertencias, ruidos o demandas de ayuda, se perdió en la nada. Pero nadie se dio cuenta. Todos estaban muy alegres y bastante felices al cabo de un día agradable, y cultural, en el shopping.
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