› Por Tununa Mercado
Sus cabellos dorados emitían destellos al sol. Ni cabellos, ni destellos y menos dorados. Sería simplificar el esplendor, que no encontraba depósito en palabra alguna. Sus rizos caían sobre sus hombros y se abrían hacia la espalda en cascada y él con sus manos los abría con los dedos como buscando airearlos. Se inclinaba y su hombro los llevaba hacia atrás y cuando sacudía su cabeza volvían a su lugar lentamente, como río a su cauce. Era hijo de rey y se decía que su cabeza había nacido para la corona, que siendo de oro su cabellera y el oro el metal más regio, ninguna otra como la suya podría portarla.
No había peine para esa mata. Desde la raya en el centro hasta las puntas que caían a ambos lados de la cabeza, el trayecto era un camino de martirio y los dientes se detenían en trabazones rebeldes como nudos borromeos múltiples, amarrados acaso para siempre. Los sobaban con aceite para ablandar la maraña formada en su interior, pero ésta permanecía en su racimo, apretada, inviolable. Y, sin embargo, los tramos destrabados, los que lograban expandirse como bucles, sostenían el movimiento de vaivén que se soltaba cuando el niño corría por los campos y, es justo decirlo, confundidos con los trigales, eran menos rígidos que las espigas.
No había tampoco madre que apartara las guedejas para liberar su frente. En esa corte que rodeaba al soberano había traidores, obsecuentes, enemigos, mujeres que por turno eran madres con la misma simiente y podía haber hijos que nacieran el mismo día y con la misma aspiración de ser reyes. Pero no una madre que se detuviera a mirar a un hijo singular en medio de la prole. Y si alguna vez había querido peinar los malos sueños de ese hijo, los que al despertar retenía en su pelo, la maraña inextricable frustraba sus buenos deseos y las pesadillas permanecían apresadas. Una nodriza, o un aya, seres providenciales para el desdichado, solían cumplir esa tarea, laboriosamente desenredaban, liberando al perseguido al borde del precipicio, al despojado de su nombre y de sus bienes en un recinto sin salida, al empequeñecido miembro de la especie en medio de gigantes, y así siguiendo con todas las figuras del desamparo que traen consigo los que despiertan.
Entre los hijos nacidos de distintas madres y la misma simiente había una hija mujer con la que compartía madre y padre. Los otros eran medios hermanos, vínculo cuya opacidad suele perturbar el rigor de las genealogías. Ella sí recibía en su cabeza el peine cotidiano de su madre, aunque no para espantar las sombras de la noche sino para refinar su aspecto. Estaba destinada quizás a ser tan bella como complaciente ante la mirada rigurosa del padre, hombre que pese a su poder arrastraba contradicciones respecto de sus mujeres, sus hijos y su Estado. En la pieza de costura, donde las mujeres del padre se hermanaban, por así decirlo, para elaborar el complejo vestuario de una prole de diverso sexo y edad, la niña sólo escuchaba. Poco a poco, su silencio se volvió una condición para emprender las labores más difíciles y sólo se quebró cuando aprendió a cantar acompañada de un instrumento, llegando a componer algunos “vaivenes”, nombre que ella misma dio a un género que interpretaba el ritmo de los pasos de su hermano. Mientras permanecía en el cuarto de las mujeres bordaba exhaustivamente, hasta la perfección, y tejía filigranas mínimas con un huso que enlazaba, apretaba y soltaba los hilos, tan pequeño que sólo sus dedos de niña podían sostener.
El era tan hermoso que conmovía a quienes lo veían pasar, adelantando un pie tras otro como un antílope en cámara lenta. Una trenza retuvo su pelo cuando dejó de ser niño. Hacérsela requería de dos personas. La principal, su hermana; la otra, una voluntaria cuya destreza hubiera sido probada. Las tres ramas rizadas, estiradas con óleos, tenían que ser iguales; se cruzaban una sobre la otra y al mismo tiempo eran retenidas y apretadas por esas manos hábiles, conscientes de la perfección que debían lograr. Se iniciaba en el punto último de una raya al medio. En el tramo final la pelambre se adelgazaba hasta llegar a la cintura, para terminar en una larga V. Gruesa, mullida, elástica, la trenza acompañaba el vaivén de la marcha y el vaivén que la niña, ya una joven, entonaba con su instrumento, fuera éste una lira o una guitarra. En esos años de infancia ella había perfeccionado otras formas de trenza, más complejas, de cuatro haces y hasta de seis, pero cuando empezaba a hacerlas, él se impacientaba. No había pues en quién probar estas creaciones de verdadero estilista.
¿Qué hacía esta joven industriosa con las hebras doradas que el peine arrastraba y que caían sobre el piso o sobre los hombros del hermano? Las había más rubias, más rojizas y hasta casi blancas. El efecto del sol creaba esos tonos, ya fuera más o menos intenso durante los desplazamientos del joven. Porque no se crea que sólo el vaivén regulaba sus movimientos... No era un hombre inerte, sin ocupaciones. En ese reino que para serlo exige ser remoto en el tiempo, él se ocupaba de una orquesta de cámara que había formado su padre, y que reunía a varios músicos, la enumeración de cuyos instrumentos sería extensa, como contar cabellos. Pero sí, se trataba de eso, de juntar los cabellos para bordar sobre la estofa más tenue que se produjera en el mercado, entre la batista, el hilo y la gasa. Como no pretendía integrar la orquesta, ni tampoco componer, la joven tenía otros espacios para imaginar y había encontrado en las labores de aguja una fuente de aislamiento que se parecía a la enajenación. Tomaba un pelo, lo planchaba con sus dedos con fuerza, enhebraba –encabellaba– la aguja e iba radialmente desde un centro hasta la periferia de un círculo, luego se apartaba, siempre ciñendo el cabello en la tela, hacia los trazos laterales que componían una flor, la letra de un nombre, las alas de un pájaro.
No todo el mundo tenía esas prendas delicadas. El padre, por cierto, el hermano, desde luego, su madre. Pero también había bordado un pañuelo para su medio hermano, hombre asténico, de melancolía intempestiva, que pasaba las horas concentrado en ideas peregrinas como entrenar un halcón. Precisamente ese pájaro, con las alas desplegadas y el pico amenazante fue el motivo que bordó en la esquina del cuadrado de hilo finísimo. Para esa obra no podía valerse sólo de los cabellos dorados de su hermano y tuvo que cortar unas guedejas negras del destinatario para armar la figura del ave. Su medio hermano quedó sorprendido cuando ella le entregó el pañuelo con el bordado. Las puntadas apenas se veían, pero la forma era completa y discernible la figura. Ella había mezclado los cabellos de sus hermanos con inocencia.
Cuando alguna vez su hermano decidió cortarse la trenza, alguien tuvo la idea de pesarla. Treinta onzas, exclamaron, obligando a los que no seguían ese sistema de pesas y medidas a buscar el equivalente en gramos: ochocientos cuarenta y nueve gramos, volvieron a exclamar. La bordadora de ilusión –bordado de ilusión se llama en Oriente la manualidad citada y bordar de ilusión el acto de ejecutarla– exigió que le entregaran un manojo de pelo en pago por su dedicación. el consintió en darle la mitad de la trenza, para lo cual hubo que entresacar de manera uniforme, de cada uno de los manojos, y sin desarmarla, un haz de cuatrocientos veinte gramos aproximadamente.
Ella apartó lo que necesitaría para un año de labor y el resto lo fue esparciendo, unas hebras cada día, para los nidos de los pájaros. Este aprovechamiento, vale decirlo, era una práctica “ambientalista” que todos los habitantes de la casa hacían: salían afuera cada vez que se peinaban o se secaban la cabeza. Y cuando entraban a sus aposentos los pájaros se llevaban su botín.
Un medio hermano es igual hijo para un padre. Este lo elegía para sus salidas nocturnas o para sus giras políticas, en las que congraciarse era la moneda de la seducción. El joven sabía que no era su medio hermano, el de los rizos, quien heredaría ese capital humano de adeptos. Podía muy bien contar con la confianza del padre en la administración de su orquesta. Pero los bienes reales, ya fueran propiedades o poder, estaban destinados a él por su prudencia, su silenciosa discreción, su falta de altanería. No caminaba como príncipe, no balanceaba su cuerpo al caminar ni soltaba sus cabellos renegridos puesto que los mantenía trasquilados hasta el comienzo de la nuca.
En una ocasión, el padre hizo un acopio generoso de alimentos y reunió a sus músicos para un viaje que llamó de cooptación de fieles. Su hija preparó las viandas que serían ofrecidas a la gente en los pueblos que atravesaría el séquito. El padre le presentó en la cocina un novillo de buen porte y un cordero a punto de ser carnero. Ella los maceró con especias, vinagre, sal gruesa y hierbas –una maleza o mala hierba, zatar, que crecía ahí nomás en el jardín–, y les destinó distintos rellenos. Al hijo del buey le metió varios pajaritos bien sazonados que debían cocerse hasta que la carne se separara de los huesos, unos higos verdes picados con una aguja para que absorbieran los jugos de la carne; al cordero o carnero joven lo reblandeció con vino y lo rellenó con las vísceras nobles de ambos animales, mezcladas con hogazas de pan remojadas en leche. Varias horas se asaron en el horno y ella permaneció todo ese tiempo en la cocina, vigilando los jugos.
Mientras ella terminaba de asar las viandas, su medio hermano ataba los caballos a los carros y las volantas. Los olores aromaban, embalsamaban, hacían perder la razón. Pero él permanecía a una distancia prudente de esa lujuria del sabor. Cuando todo estaba listo para cargar ella apareció con las mejillas rojas, el sudor que le caía por la frente, las manos todavía con la harina de los panes, y con una excusa para no saludar con un beso a su medio hermano. El insistió y ella entonces le puso sus labios y su olor en la frente. La fajina había terminado. Los hombres se despidieron.
Debió suceder en el viaje algo que perturbó al hijo heredero. Dicen que se comió y se bebió brutalmente en el primer pueblo al que llegaron, el que habría de ser el único. El desenfreno fue también contagiado por los músicos que tocaron y cantaron irreverencias y aquí sí cabe mencionar algunos de los instrumentos, para regocijo del oído, que ya hubo suficiente goce con los aromas de la carne al asarse. La gente bailaba al son de instrumentos de madera de haya –que es roble y encina– con arpas, salterios adufes, flautas y címbalos. El padre perdió toda compostura. Bailaba a los saltos, se meneaba, batía las palmas causando irrisión en algunos y en otros complacencia. El hijo se avergonzó al verlo desastrado, su camisa de puro hilo manchada con vino, sudor y salsas, sus greñas espantadas. Quedaron por los suelos, ayudantes, primeros y segundos músicos, sirvientes y toda suerte de lacayos que se habían acoplado para una gira que no habría de cumplirse. El joven regresó torvo y se encerró en su cuarto.
Al día siguiente de la orgía en la que no había participado, a través de los visillos de su ventana, vio a su media hermana en la galería junto a la cocina cernir la harina sobre una mesa de roble. El aire se sentía fresco, acogedor para esos hombros descubiertos, complacientes para los brazos y las manos que desparramaban la harina. El cedazo apenas sacudido dejaba pasar un polvo ligero y volátil. El se recluyó nuevamente al fondo de su habitación y escuchó la voz. No entonaba esos “vaivenes” tan repetitivos, sino unos cánticos profundos –en este caso sí corresponde el adjetivo–, porque parecían reproducir un canto hondo, para voz despojada, con palabras de amores perdidos. Se echó a llorar de dolor, lloró primero con lágrimas lentas, luego con sollozos, atacado por una opresión indefinible. Se acercó de nuevo a la ventana y vio el cuerpo y el rostro acalorados de su media hermana. Estaba en silencio y se inclinaba para moldear la masa con un ritmo regular y convencido. De tanto en tanto esparcía la harina y volvía a colocar la bola tersa del pan para seguir buscando el temple necesario, el que sólo se modela cuando las manos han alcanzado el mejor calor y la mayor pericia. Así inclinada, dejaba ver el nacimiento de sus pechos y adivinar su volumen y textura. Volvió a sollozar. Se había enamorado de su media hermana.
Permaneció encerrado días y días, en la oscuridad, sin comer y apenas aceptaba beber agua. Cuando su padre quiso hacerle entrar en razón, lo echó, espetándole con ese desprecio el disgusto que le había causado su danza. Sin embargo, decidió valerse de él.
Sólo comería si su hermana amasaba unas tortillas de trigo y las cocía delante de él. Al padre le extrañó el requisito, pero no dudó en ordenarle a su hija que fuera a atender, a su postrado heredero, cuyo mal desconocido podía llegar a detener su linaje y su fortuna. Las tortillas se doraron en la sartén, despidieron su aroma; con esas mismas manos ella acarició las del enfermo. El no comió. Abrazó, inmovilizó y violó a su hermana. Horror de ella, horror de él. Ella salió despavorida con las ropas desgarradas. El hubiera querido lapidarla. La tragedia se consumaba.
El hermano, el de los cabellos cuyo resplandor enceguecía, cuyas hebras habían sido urdidas en trenzas, en labores de ilusión y en nidos de pájaros vengó el honor de su hermana, como suele decirse en los libros sagrados de la historia humana. Mató, así, sin más, al medio hermano y huyó a los bosques montado en su caballo. No tanto por culpable, ni por temor a la justicia del padre, sino por un dolor sin nombre y un amor también sin nombre por su hermana. Enloquecidos ambos, caballo y hombre, erraron sin destino, las crines y los cabellos al viento. Al pasar entre dos encinas, los cabellos del hermano se enredaron en sus ramas y lo apresaron, mientras el caballo seguía su carrera desenfrenada abandonando al jinete. La cabellera de Absalón fue como el echarpe de Isadora Duncan, una suave y violenta cuerda ceñida al cuello de manera radical.
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