› Por Ariel Magnus
Dos palabras sobre mi pasado antes de referirme al descubrimiento, lo único que importará de mí en el futuro. El descubrimiento al que he de referirme escapa naturalmente a esas limitaciones temporales, su validez desconoce intervalo o edad, pero no así el proceso que me llevó hasta él. Que este proceso, en sí contingente y hasta olvidable, adquiera hoy cierta relevancia, no debe ser atribuido a mi inmodestia o a mi afán de publicidad; es el tabú del tiempo presente y no yo el que ha querido poner al proceso por encima de todo lo demás, incluso de lo que se encuentra a años luz de cualquier vicisitud mundana y sólo es contemporáneo de lo eterno. La historia de un hallazgo atemporal no nos sirve a la hora de aprovecharlo, lo mismo que la etimología de una palabra en nada nos ayuda al momento de su utilización. Insisto en ello para que se sepa que son otros los que me llevan a hablar de lo que, si por mí fuera, callaría.
Nací en la ciudad de Frankfurt, en la otra Frankfurt, la que está a orillas del Oder, diez años antes de que estallara la guerra, la primera, la otra. Mi padre era menos un médico que un hombre de ciencia, un Wissenschaftler, y su esposa, hasta donde yo sé, fue eso y luego viuda; mi infancia no registra hermanos ni ninguna otra enfermedad congénita. Me eduqué en casa, bajo la tutoría de un pedagogo amable y de ciertas luces pero negligente en el peinado y en el vestir, como todos los alemanes que aún no han sido corregidos por el servicio militar. Con él aprendí a leer y a escribir y a hacer cuentas, básicas civilidades que nuestros románticos y nuestros grandes filósofos lo estimulaban a llamar, con pompa un tanto castrense, Literatur und Mathematik. Partió al frente cuando yo tenía doce años, junto con mi padre, ambos arrastrados por un entusiasmo que ahora se me ocurre comparar con el que yo sentía cuando por las tardes salía a viviseccionar insectos en el jardín. Su pasajera ausencia fue lo suficientemente prolongada como para dejar de ser un hecho y convertirse en un mero ejercicio intelectual; si al principio los extrañaba, con el pasar de los años debía primero recordarlos para luego recordar que estaban ausentes y recién entonces poder extrañarlos; meses después de terminada la guerra, cuando ya era definitiva, su ausencia volvió a ser un hecho. De esta época, lo recuerdo, data esa estrofa popular que habla de la otra Frankfurt, la que pueblan en el cielo nuestro héroes caídos en la lucha, una canción cuya autoría se disputaron durante años los habitantes de mi ciudad con los habitantes de la Frankfurt am Main y que probablemente vuelvan a cobrar vigencia (Lied y disputa) ahora que hemos alcanzado la misma orilla en otra guerra.
Con veinte años me mudé a Berlín, la gran Berlín, ese espacioso y respirable triunfo edilicio que el mundo recordará en blanco y negro pero que yo he visto en colores, ese derrotado ensamble de escombros que hoy, por testarudez o por desidia, se sigue llamando Berlín. Estudié medicina con el Dr. Schweizer, un hombre calvo y prolijo que había perdido un brazo y parte de la audición en la guerra. Quizá porque intuyó que él encarnaba para mí una de las posibilidades de supervivencia que mi padre no supo aprovechar, al poco tiempo me adoptó como discípulo y enseguida como hijo, aunque sin exigir esa mutua, patológica dependencia en que se funda toda unión biológica, y bajo la cual acaba destruyéndose. Además de las horas cátedra, los ejercicios con maniquíes en la sala de cirugía y algunas prácticas en el hospital, compartía con el Dr. Schweizer salidas a la ópera o a los museos, a veces al teatro o a una Lesung, raramente al cinematógrafo. Su único tema de conversación, del que no lo distraía ninguna de estas formas del esparcimiento, era la terapéutica, su nula fe en la terapéutica. La falta de elementos durante la guerra le había permitido descubrir, incluso en su propio cuerpo, la maravillosa capacidad regenerativa de los tejidos humanos, su natural aptitud para la autocuración, tan subestimada en otras ocasiones por la prepotencia curativa de fármacos, purgas y aparatos medicinales. Decenas de personas, él mismo incluido, habían curado frente a sus ojos sin más ayuda que la instintiva voluntad de querer hacerlo, sin más estímulo que la feliz incapacidad de hacer otra cosa. Esas experiencias le habían enseñado que aun la intervención más recatada, la que se limita a secundar un proceso o a mitigar un dolor, acaba siendo contraproducente, pues el cuerpo se acostumbra a no valerse de sí mismo, se debilita y acobarda. Un yeso o un narcótico constituyen una humillación para nuestro cuerpo, como un ábaco o mismo la escritura lo son para nuestra mente, solía repetirme el Dr. Schweizer en el entreacto de una ópera o frente a una vasija fenicia, antes de tomar asiento en el teatro o a la salida de una lectura pública, condenado a la cultura como los norteamericanos lo están a la ignorancia y los brasileros al carnaval, los negros a la magia y los chinos a la sabiduría y los judíos a la astucia y a la intriga y a la traición.
Si los años tienen nacionalidad, si se puede decir que 1492 fue un año español y 1789 un año francés, 1933 fue nuestro año. El Dr. Schweizer fue nombrado director del hospital; juntos comenzamos a desarrollar las técnicas de esterilización que luego pusimos en práctica. En un lustro purificamos de descendencia a cientos de hombres sin privar de salud a uno solo; los Wissenschaftler de entre mis lectores entenderán que lo recuerde menos como un dato que como un orgullo. A fines del ‘38, con todo, un gitano hizo una reacción alérgica y murió. No teníamos permiso para atenderlo, de modo que agonizó durante 78 horas, como un gatito destetado antes de tiempo. Para no verse en el apuro de comunicar el deceso, el Dr. Schweizer optó por cremar el cuerpo y borrar su nombre de las listas. En un Estado burocrático como el nuestro, la pulverización del cuerpo era un acto inofensivo que no comportaba riesgo alguno; lo peligroso era lo otro, pues nadie sabía con precisión cuántas copias existían de esas listas y en qué manos se encontraban. No obstante, funcionó. Al mes de no recibir ninguna queja, supimos que lo habíamos desaparecido de la tierra, que el gitano no era ya siquiera una posibilidad, como si no lo hubiéramos esterilizado a él sino a su padre.
El incidente dejó al descubierto un hueco en el sistema, propicio entre otras cosas para la puesta en práctica de ciertas inquietudes científicas que despertaran en mí las ideas del Dr. Schweizer. Su negación de la terapéutica era exagerada, él mismo lo sabía y por eso es que nunca dejó de practicarla, pero en sus observaciones había un trasfondo de verdad. La medicina, como toda técnica, era un gran invento, pero que en el entusiasmo de sus primeros hallazgos había cobrado vida propia y se había desbandado. Hay curaciones que el cuerpo no puede comenzar o no puede terminar sin ayuda externa, y en esos casos la terapéutica es indispensable; el problema surge cuando la terapéutica se hace cargo de toda la curación, como un padre que en lugar de limitarse a los puntos de dificultad le resuelve a su hijo toda la tarea. Para recuperar ese momento en que nuestra ciencia se rebasó a sí misma era necesario volver al punto de partida, reconstruir la evolución y detenerla allí donde alcanzó su cúspide y comenzó a preocuparse más por ella misma que por su verdadero objeto. Un estudio de estas características era impensable sin material de experimentación de primera línea, y la recién descubierta falla en el sistema constituía una inmejorable oportunidad de conseguirlo.
Así se lo hice saber al Dr. Schweizer una noche en que lo encontré leyendo entre bostezos un libro de Schopenhauer, infinitamente desinteresado por lo que allí estaba escrito, sólo movido a esa lectura por una suerte de resignado patriotismo. Recibió mi propuesta con una mueca escéptica, por no decir que la rechazó con cierto enfado. En un principio pensé que se trataría de un prurito de tipo moral. Experimentar en humanos vivos es uno de los grandes tabúes de la medicina de Occidente, quizá porque la medicina en su conjunto no es mucho más que eso, un experimento sobre humanos. Pensé también que podría tratarse de un reparo de orden legal, a fin de cuentas se sabe que una de las armas más eficaces de la burocracia consiste en dejarse vencer fácilmente una, dos y más veces, sólo para luego caer sobre su presa cuando ésta ya se encuentra en el centro del laberinto. En ambos casos, me equivocaba. Sin marcar la página, el Dr. Schweizer cerró el libro y comenzó a pasearse por la habitación. Dijo que, si no había entendido mal mi hipótesis, la única forma de contrastarla era experimentando sobre humanos, no sobre judíos u otra subespecie defectuosa. Dijo que prefería no haber entendido que yo le había propuesto utilizar esos materiales por su fácil acceso, como si yo no entendiese que esa disponibilidad respondía justamente a su carácter de inservibles, de ratas bípedas sin valor nominal. Dijo, antes de retirarse, que en lugar de preocuparme por el pasado me pusiera al tanto de las teorías presentes, tanto más avanzadas respecto de las que él me había transmitido durante mi época de estudiante.
Schweizer era nazi, lo comprobé esa noche, con tristeza. Nuestras desavenencias no sólo estorbaban mis planes sino que desfiguraban la imagen que yo me había formado de mi maestro, dejándome huérfano por segunda vez. La tesis de que los judíos son inferiores por naturaleza no podía ser demostrada científicamente, aun Schweizer debía saber que eso no pasaba de ser un bien formulado deseo, propaganda para la plebe. Además, la tesis libraba a esa raza nefasta de toda culpa respecto de su verdadera inferioridad, la elegida libremente, la humana. Decidí que si la segunda posibilidad de mi padre había llegado a su fin, yo debía encarnar la tercera.
Alegando una preocupación que no sentía por el estado de salud de mi madre, y beneficiándome de una confusión que sólo tiene de sorpresiva el hecho de no ocurrir más a menudo, logré que me trasladaran a Frankfurt am Main, Hospital Central, sector Esterilización. El nombre Schweizer (el único que nombro hoy aquí y el único que nombraré también mañana, cuando decline defenderme) me abrió las puertas de la Jefatura, a la que llegué sin las intrigas y las pequeñas traiciones que de lo contrario me hubiera visto obligado a perpetrar. La guerra no había comenzado aún, pero sí la excitación nerviosa que la precede, el alegre desorden en que se encuentra la casa horas antes de la fiesta, de modo que pude conseguir material de experimentación sin los inconvenientes que me esperaba y que ya había pensado cómo eludir. Comencé experimentando en jóvenes y en hombres adultos, pero rápidamente comprendí que también necesitaba mujeres y niños, bebés en el mejor de los casos. Tuve que dirigirme a otras secciones, incluso a otras instituciones, diciendo la verdad o parte de la verdad, rara vez mintiendo sin reservas o amenazando. Para mi sorpresa y beneplácito, no encontré demasiada oposición en ningún lado. En menos de un año yo había cobrado fama de sádico, de torturador feroz, incluso se llegó a decir que había sido comisionado por el Führer en persona para desarrollar nuevos métodos de suplicio contra los impuros, y por eso eran pocos los que osaban negarse a mis solicitudes. Aunque limitada a ciertos círculos selectos, y aunque yo no hacía más que sacar ventajas de ella, mi fama logró alarmarme a tal punto que durante un tiempo cometí la insensatez de entretener a mi lado a un par de colegas. Quería mostrarles que sólo estaba aprovechando la coyuntura para experimentar sobre humanos lo que en otras circunstancias hubiera tenido que probar en animales, con los desvíos y las imprecisiones que ello conllevaría. Quería abrirles los ojos a la inmejorable oportunidad, yo creo que única en la historia moderna, de atestiguar y dejar constancia de nuestra propia naturaleza, del invencible poderío de nuestra especie. Pero en vano, sólo coseché incomprensión y espanto. El que no repetía los argumentos de Schweizer basaba su rechazo en nociones de humanidad más abstrusas aún. Tarde comprendí que en lugar de combatir mi fama más me valía estimularla, cosa que empecé a hacer a conciencia. De estas vicisitudes tácticas nació la imagen horrorosa que hoy se tiene de mí y con la que habré de enfrentarme mañana durante el proceso, cuando me pregunten si tengo algo que decir en mi defensa y yo diga que no, o simplemente calle.
Me enteré de que había estallado la guerra en los bajos del Hospital, mientras compulsaba unos dedos sin uñas que habían desarrollado un eccema muy parecido al que desarrolla el cuero cabelludo cuando sufre la violenta pérdida del cabello. No por cobardía, sino en la convicción de que cada uno ha de servir a la causa en el sitio que le corresponde, me corté dos dedos de la mano izquierda y me presenté en el ejército. A pesar de mis gritos y mis imprecaciones, me rechazaron. Fui hasta mi casa, tomé mis cosas y me trasladé al Hospital, decidido a instalarme allí definitivamente. Como jefe del ya olvidado sector de Esterilización tenía todo el tiempo del mundo para mis experimentos; en mí estaba no inquietar esa paz con lucubraciones acerca de cuánto tiempo le quedaba al mundo en absoluto. Los años previos me habían enseñado que el cuerpo opera con lentitud y que esa lentitud no es lo contrario de la rapidez sino de la posibilidad de error; también me enseñaron que el cuerpo desconoce la impaciencia, perversión temporal exclusivamente psicológica. Los años siguientes, por su parte, me revelaron que es este desfase entre el tiempo del cuerpo y el tiempo de la psique lo que engendra en el hombre la noción de martirio, de sufrimiento sobrehumano o hasta inhumano, una idea hiperbólica y contradictoria, por completo desierta de significación. Cualquiera que haya recibido un golpe en su vida sabe que cuando el dolor se hace insoportable, cuando rebasa la capacidad de absorción orgánica, pasa a funcionar como anestésico y el cuerpo se duerme. He visto aullar durante días a gente que dejaba de hacerlo cuando comenzaba el período más doloroso de la curación; he visto cómo un cuerpo sometido repetidas veces a mutilaciones insostenibles iba acortando los momentos de sufrimiento y pasaba cada más rápido a anestesiarse, todo ello para no ser perturbado por su propia psique. Estas observaciones, y otras tantas que oportunamente he dado al fuego, me llevaron muy pronto a trabajar mi material al modo de un psicólogo. Lo que no supe transmitir a mis colegas fue lo primero que comprendieron mis pacientes, con los que en muchas ocasiones llegamos a sellar, si no amistad en el sentido fraterno y asfixiante que suele darse a ese vocablo vacío, de seguro una camaradería abierta, augusta, ilimitada dentro de sus fronteras naturales. No es improbable que mañana comparezca ante mi tribunal alguno de estos judíos, hoy tullidos o ciegos, que yo salvé de los campos de vano exterminio; no cuento, sin embargo, con que declaren haber aprendido conmigo que la enfermedad o la amputación son desafíos que engrandecen al cuerpo y avivan la autoestima, que el combate orgánico por la supervivencia es la única batalla capaz de hacer que nos realicemos como personas. Me basta con que lo recuerden; sé que el agradecimiento no es moneda corriente entre los miembros de esa avara hermandad.
Pero me estoy extendiendo inútilmente. Los Wissenschaftler de entre mis lectores, mis únicos verdaderos lectores, ya saben que he callado mañana, y sólo quieren saber si hablé antes, en mi caso hoy. Seis tranquilos años de empirismo humano, ese medio prohibido, tienen que haberme llevado hacia algún descubrimiento que ellos ahora podrían conocer sin ensuciarse las manos, intuirán. Y no se equivocan, como no me equivoqué yo al emprender esta tarea monumental, que un cínico podría calificar de filantrópica sin mi reprobación. De antemano aclaro, para no crear falsas expectativas, que no pude verificar la conocidísima y durante siglos incomprobable hipótesis del filósofo y médico B., según la cual una alimentación en base a carne humana alargaría nuestro período vital hasta hacerlo recuperar sus valores bíblicos; tampoco me ha sido dado plausibilizar la tesis algo más reciente del italiano G. P., que dice que el cuerpo humano estaría en condiciones de fabricar venenos como las víboras, regenerarse como los gusanos y mutar como las larvas; la extirpación de ciertos dientes no estimula la producción de colmillos sobredimensionados, como quería Lord H.; de la incrustación de los dedos en la palma de la mano no nace un puño “capaz de romper una pared”, como le impidieron demostrar a R. el loco; una embarazada a la que se le impide parir no “digiere” al feto, así T. T. en sus Compendios Médicos, sino que muere. De todas estas teorías, que nuestra ciencia ha ido formulando desde los tiempos de Hipócrates sin que se le permitiera contrastar su veracidad, la única que pueden suscribir mis estudios es la generalmente aceptada de que la carencia del meñique del pie no influye de forma negativa en el equilibrio del cuerpo erecto. Esa teoría, entonces, y mi descubrimiento, que no dudo en poner por encima de la penicilina.
Repito, para que nadie alimente esperanzas infundadas, que no descubrí la forma de eternizar el cuerpo, ni de hacer que le crezcan alas, ni de multiplicar su altura o su fuerza. Mi hallazgo se reduce apenas a un proceso natural que se da en el organismo joven aún, un exceso de cierto químico inutilizable por el metabolismo en el período de su producción pero que un cuerpo bien direccionado estaría en condiciones de almacenar durante décadas para liberar más tarde en casos de enfermedad adulta, cánceres por ejemplo, o insuficiencias cardíacas, artrosis. Según mi descubrimiento, una dieta (que dura un día y consiste en dos prohibiciones) aplicada en el momento preciso (al modo de una vacuna pero sin violencias) permitiría salvar millones de vidas, hoy tan bárbaramente acortadas por la ignorancia y el tabú. Nunca me propuse encontrar lo que encontré, pero no menos cierto es que jamás lo hubiese podido hallar si tomaba otro camino. Sé que los Wissenschaftler de entre mis lectores, mis únicos verdaderos lectores, los exclusivos destinatarios de estas líneas que apuro en mi celda mientras espero que sea mañana y me digan a qué hora de qué día me van a colgar del cuello, sé que ellos saben que todo hombre de ciencia ha intuido mi descubrimiento y sólo estaba esperando que alguien se atreviera a experimentar en el material apropiado, que algún mártir nos revelara que el cielo existe aunque por ello tuviera él que condenarse al Infierno. Mis verdaderos lectores saben también que en este mundo todo es sometible a cantidades, la moral incluida, y que las víctimas fatales propiciadas por el sistema que me permitió realizar mis estudios (incluidas las pocas que lamentablemente ocurrieron durante los estudios mismos) no alcanzan a un número porcentual de dos cifras si las comparamos con todas las víctimas de la estolidez y los falsos escrúpulos que desde hoy y para siempre podrían darse por salvadas gracias a mi descubrimiento.
Mi descubrimiento entra en pocas líneas, este párrafo final me alcanzaría para dejarlo trazado y confiar en que alguno de mis Wissenschaftler lo presente más tarde como experimentado en ratas o monos. La razón por la que lo callé esta mañana es evidente: los legos allí reunidos no habían armado el circo judicial para escucharme y acaso balancear lo dudoso de mis métodos con lo indudable de su utilidad; se reunieron para tratarme legalmente de monstruo, de inhumano y de genocida, nada más. Amparados por la ley, sólo les importó despedazarme como yo a mis materiales, aunque sin justificación alguna y, lo que es peor, sin ganancia para nadie. Querían revancha y la tuvieron. Pero no la que pensaron haberme dado mañana con su anacrónico proceso sino esta otra, la que pongo yo en práctica al haberme callado también antes, hoy, siempre.
Berlín, julio de 2002
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