› Por José María Brindisi
Mi padre me relataba, una y otra vez, la muerte de Hemingway. Lo hacía con todo detalle: las horas previas, la escopeta mal o bien cargada, el trago medio vacío o medio lleno, la mirada perdida o a punto de cerrarse. Me lo contaba como si en algún punto lo disfrutara, o tuviese la capacidad de revivirlo. Y juntos imaginábamos esa mañana, o esa noche, ese instante: el momento en que el disparo destroza y mancha y pervierte el rostro para siempre.
La primera vez que me habló de la muerte de Hemingway se interponía, entre nosotros, otra muerte: el abuelo se había ido, demasiado pronto para mí, sospecho que demasiado tarde para él. Eramos pocos, tal vez doce o quince personas, y hubo durante todo el entierro un silencio tan asfixiante que no puedo recordar una sola frase que nadie haya dicho. En cualquier caso, nosotros tampoco dijimos nada. Más tarde Papá convenció a un par de amigos del abuelo para que nos acompañaran a tomar unas copas en su honor. Durante un rato nadie tuvo ganas de hablar. O simplemente no hablamos. Y entonces, para que el momento tuviese algún sentido, para que pudiera ser recordado por algo más que un viejo que empezaba a pudrirse y a ser olvidado, contó para su exigua platea cómo, de qué manera tan triste, se había muerto el mayor escritor del siglo XX.
Aunque después no estuve del todo de acuerdo con él (con su exabrupto), y pese a que entonces tenía la sospecha de que lo que más le gustaba a Papá de Hemingway era su modo de vida, su modo de pensar, en última instancia sólo el mito, lo cierto es que comencé a leerlo a escondidas. No quería que él pensara que era uno de los suyos, y sin embargo ese episodio aislado, su muerte, me había vulnerado por completo. Claro que, tímidamente, la muerte de mi abuelo se le parecía bastante –un arma es siempre un arma–, pero eso no alcanzaba: había comenzado a deslumbrarme con las historias, con el modo en que se replegaban hacia dentro, y sí, al mismo tiempo, con el mundo que cristalizaban.
Siguió contándome infinidad de veces su muerte. Cada vez la revestía de más detalles, y por lo tanto yo advertía gradualmente lo familiarizado que estaba con la mentira. Simulaba no escucharlo pero, sí, lo escuchaba; de vez en cuando, incluso, esa imagen, o más bien esa secuencia, no me dejaba dormir. Así que cuando un día apareció con esa foto, yo creí que la había imaginado, que simplemente era parte de mis pesadillas. La foto lo mostraba rebosante de salud: la barba canosa y tupida, el pájaro muerto sobre la mesa, el trago medio vacío o a medio llenar, la sonrisa tenue que podía significar infinidad de cosas. Pero yo sabía lo que significaba.
La foto quedó sobre la mesa de la cocina un par de días. Cuando me cansé de observarla, o cuando sentí que debía hacer algo con ella, se me ocurrió mirar el reverso. Alguien había escrito el lugar y el año: Ketchum, Idaho, 1961. Entonces volví a darla vuelta, y otra vez, y otra. Entonces me pregunté cuánto faltaba, en qué rincón de ese pálido escenario estaba escondida la tragedia. Era exactamente igual a como lo imaginaba, como lo imaginaba en aquel momento. Exactamente igual a lo que no deseaba que fuera.
Durante aquellos años, Papá tenía otra afición extraña o más bien grotesca: le gustaba ensayar en voz alta sus últimas palabras. Por lo general eran ridículamente sobrias, y yo pensaba que en ello radicaba su soberbia. “Este cuerpo fue, apenas, el de un hombre”, disparó un día. Estábamos pescando, y supongo que por eso no solté una carcajada. Para no espantar a los peces o para no sentirme estúpido. “Al final estamos solos”, se le ocurrió otra vez, y cuando me di vuelta su mirada y su torso apuntaban al cielo. Le pregunté a quién le hablaba. Señaló hacia arriba. Después me preguntó si era capaz de recordar esa frase, y sólo para que no la repitiera dije que sí, y luego de eso, tremendamente excitado por lo magnánimo de la escena, me habló del color de la piedra que preferiría, y al final aclaró que no deseaba ninguna cruz. “Es entre él y yo”, dijo.
Con todo, a pesar de lo mucho que lo odiaba cada vez que tenía uno de esos lapsos de solemnidad, no pude evitar ponerme a pensar en el abuelo. ¿Las había dicho? ¿Había dicho algo, algo que fuese imprescindible saber, algo que valiese la pena recordar?
¿Las había dicho Hemingway?
Claro que sí.
Sólo que nadie estuvo ahí para oírlas.
No sé en qué momento Papá comenzó a mimetizar definitivamente con él, a creer en secreto que sus vidas estaban en sintonía. Un día me dijo que se sentía un poco pesado, y casi de inmediato: iba a empezar a hacer box. Poco después, siempre que llegaba a casa, me lo encontraba viendo corridas de toros. Se las ingeniaba para engancharlas en el canal español, o el mexicano (“hoy son los mejores”, provocaba), o alquilaba documentales sobre la vida de una u otra leyenda, o bien se los prestaban. Hablaba de ir a cazar juntos, aunque no supiera decirme adónde. Y aunque siempre había predicado la frugalidad, al menos hasta cierto punto, era frecuente que preparara ahora unas comilonas desmesuradas, que a veces nos duraban días.
Pero lo más peligroso de todo, o lo único peligroso, era que también se había puesto a escribir. Descubrí los cuadernos por casualidad, y tal vez lo que más me molestó fue eso: que no estuviesen bien escondidos. Era una forma, pensé, otra más, de subestimarme. Al principio creí que era una especie de diario, pero cuando la sangre brotó con entusiasmo, cuando los bosques y los animales de todo tipo y los hombres absurdamente recios y las mujeres absurdamente enigmáticas se hicieron moneda corriente, supe que no tenía sentido. Por supuesto, eran magníficos. Puedo recordarlos casi todos, pero hay uno en especial que, por alguna razón que desconozco, me obligó a regresar a él demasiadas veces: era, es, la historia de un tipo que fue testigo, en 1920, de la muerte de Joselito. El tipo estuvo ahí, y no podía olvidarlo. O mejor: no podía salirse de esa escena. La recreaba, la revivía, incluso la soñaba con insistencia. Era, sin duda –así lo imaginaba o narraba mi padre–, la única escena de su vida que merecía ser contada. Y no sé por qué, o tal vez lo sé de sobra, me vino a la cabeza una y otra y otra vez la imagen de Papá. Pero no se me ocurría ni un solo momento que pudiera ser recordado de ese modo.
Otras muertes, las de otros escritores, se me aparecían con frecuencia en el camino. No lo vivía como una obsesión, ni siquiera buscaba algo con ello, pero ahí estaban: Stefan Zweig, que se llevó también a su mujer, cuando ambos pensaban que el mundo estaba definitivamente perdido; el pobre de Dylan Thomas, cuyo estómago explotó y terminó expandiéndose hacia su cerebro; Kerouac, que ya había dejado de ser Jack hace tiempo, y que finalmente bajó los brazos un año después de que muriera su adorado Neal; Lowry, que al menos murió dormido; Maupassant, que fracasó entre los suicidas pero no entre los descarriados. Y ahí estaba Quiroga, poniendo fin a todos los sufrimientos pasados y futuros; ahí Camus, que merecía suicidarse y murió al volante, como un imbécil.
Pero al final siempre volvía a Hemingway. ¿En qué momento había comenzado el fin? Tal vez dos años antes, cuando se inventó un nuevo viaje a España; cuando inventó la rivalidad insostenible, de otro tiempo, entre dos toreros dispares. Cuando tal vez se dio cuenta de que su personaje lo había superado, que alguno de los dos comenzaba a imitar al otro. ¿O sólo cargó un arma, una vez más, una mañana, y tomó la única decisión que le quedaba por tomar?
Y de pronto, en una de esas caminatas de vuelta desde las librerías de Flores o Caballito en que mi cabeza no dejaba de rumiar, tomé nota de lo absurdo que sonaba todo. ¿Papá me estaba diciendo algo? ¿Y si esos relatos que escribía a escondidas, o al menos en silencio, eran una suerte de testamento, de despedida? Ahora que pensaba en ello, en los últimos meses todo se había potenciado: la melancolía, el ritual de las palabras finales, la infinidad de pequeñas ceremonias cotidianas. Y escribía como nunca; yo apenas tenía tiempo de seguirlo. Y qué idiota me sentí cuando recordé que no hacía mucho había dejado el box. Por supuesto, estaba demasiado grande para un ejercicio tan intenso, pero ahora todo parecía tener otra explicación.
Entonces descubrí algo que jamás hubiese sospechado: no deseaba que mi vida cambiara de rumbo. Estaba bien así. Tal cual. Claro que no quería que Papá se muriese, pero además de eso –que ni siquiera me animaba a imaginar– tomé conciencia de lo mucho que dependía de nuestras rutinas. Y aunque me daba pánico la idea de convertirme en él, empecé tontamente a imitarlo. Por las mañanas, hacía ejercicio. A continuación iba a correr y de regreso, luego de ducharme, me encerraba en mi habitación; él creía que estaba estudiando, pero todo eso me había resultado siempre demasiado fácil, tal vez por mi capacidad absurda para retener datos. No: me la pasaba leyendo, y en algún momento, sin que me diera cuenta, las últimas páginas de mis cuadernos de física o historia comenzaron a poblarse de breves –y pobrísimos– relatos. Ahora yo también veía, a escondidas, los videos de las épocas de gloria, y tampoco a mí me gustaba demasiado Belmonte. En otras palabras: prefería a Joselito. Y sí: lo prefería porque se había arriesgado, y había muerto.
Los fines de semana seguíamos yendo a pescar juntos, pero ahora era yo mismo, muchas veces, el que organizaba la salida, el que preparaba tortillas o sandwiches, el que se ponía impaciente si se nos hacía tarde. Y fue en una de esas salidas, un día ya bastante particular porque Papá –que tan riguroso era con ciertas normas– estuvo hablando casi todo el tiempo, que me pidió que no hiciera caso de todo lo anterior, que lo olvidara. Que olvidara todo lo que me había dicho antes. El día que se muriera, dijo, sólo quería que en su tumba figuraran las fechas correspondientes, y a continuación la leyenda: “Fue feliz”. Me preguntó si tenía alguna duda. No tenía ninguna, pero me quedé pensando sobre todo en que Papá no parecía particularmente feliz, ni mucho menos.
Esa misma noche, en la cama, tuve una sospecha que, de golpe, se convirtió en certeza: no había dicho “ha sido feliz”, sino “fue”. Su felicidad debía estar anclada en algún momento, en algún tiempo remoto –al menos para mí–, casi con seguridad en la época en que vivía Mamá.
No pude sacarme de la cabeza la idea de que ese día había sido, por múltiples razones, diferente a cualquier otro. Papá estaba enfermo, qué duda cabía. Y sin embargo no me animé a hablar de ello. Mientras las cosas no ocurran, debo haberme dicho, siempre pueden tomar otro rumbo.
¿Lo tomaron?
En cierto sentido, sí: el tiempo transcurrió, los meses transcurrieron, y Papá no parecía decaer especialmente. Supongo que lo habría vivido con alivio, de tener algún tipo de seguridad, pero en mi caso lo que privaba era el temor, la incertidumbre; los fantasmas me acosaban, y yo no sabía cómo despejarlos. Y así y todo, prefería la duda a la gravedad de una sentencia.
Tal vez tuvieron que pasar dos años, o tres, para que mi ánimo se recuperara. Ya había empezado la universidad, y lo cierto era que: o había sucedido un milagro, o Papá era el de siempre. Bueno, no: envejecía, pero lo hacía con calma, sin estridencias, con la pasividad que uno podía esperar en alguien de su edad (debía estar rondando los sesenta y cinco). Y sin embargo, comenzó a crecer en mí una sensación ambigua, algo que se parecía a la tristeza pero estaba en otra parte, o bebía de otros sentimientos.
Como nunca antes, empecé a pensar en Hemingway. Imaginaba sus últimas semanas, sus últimos días; pensaba con frecuencia en las últimas horas antes del tiro, y no podía evitar conmoverme. Incluso le tuve compasión. A veces intentaba apartarme de los relatos de Papá, pero por lo general me dejaba llevar por el recuerdo, por todo lo que él me había contado. Me sentía cercano, ahora, a ese viejo que debía haber luchado, durante demasiado tiempo, por seguir siendo ése que él mismo inventó. ¿Cómo no pegarse un tiro, si sólo valía la pena vivir aquello que pudiera ser contado?
Diez o doce años más tarde, cuando Papá murió de verdad, cumplí con su pedido. En realidad llevaba bastante tiempo viviendo en un geriátrico, y yo había elegido Houston con la ilusión de que las cosas me fueran un poco más sencillas; no parecían necesitar muchos ingenieros por casa. Aproveché para quedarme unas semanas; me costó reconocer en parte el paisaje (Buenos Aires en general y Floresta en particular), pero no sabía si eso era bueno o malo. Después pensé que tal vez todo seguía igual, y que era yo, y no la ciudad, el que se había convertido en otro.
El día que instalaron la lápida, llevé a cabo una pequeña ceremonia para mí mismo, y sé que le hice alguna promesa que todavía no he tenido tiempo de cumplir. Acaso fue una manera de demostrarle algo. Luego estuve un par de horas, aún, dentro del cementerio, caminando por sus jardines, y aunque en general era un lugar agradable, pacífico, recuerdo que me detuve especialmente en uno de los extremos, junto a una tumba que en principio no tenía nada de particular. Sentía ganas de llorar, y creí que allí nadie me vería. Pero las lágrimas no salieron. En cambio, pude advertir la sencillez y el encanto de toda la escena: las flores, las imágenes familiares, y la belleza de la piedra gris oscura, en la que se leía: “Siempre. Siempre. Siempre”. Y tuve envidia: envidié que alguien hubiese tenido ganas de encontrar una piedra así de hermosa, y de plastificar las fotos, y a pesar de lo estúpido que sonaba hubiese tenido el valor de grabar una sola palabra, que jamás tendría sentido.
Recordé después, cuando emprendía el camino de vuelta a la ciudad, la desazón que sentí cuando visité la tumba de Jack London, en California Estaba enterrado junto a su mujer, y todo el asunto se reducía a una piedra mohosa, rodeada por un cerco. Nada parecía del todo casual, y por supuesto no se me escapaba que aquello intentaba reproducir el espíritu de sus relatos, y sin embargo lo sentí solo y olvidado, y recordé que ni siquiera se sabía del todo cómo había muerto.
Conscientemente o no, nunca se me ocurrió ir a conocer la tumba de Hemingway. Ni siquiera sabía dónde lo habían enterrado. En eso pensaba aquella tarde, cuando atravesaba a pie ese inmenso bosque, sabiendo que jamás volvería a verlo.
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