Dom 23.01.2011

VERANO12

Tío Bob

› Por Mempo Giardinelli

Esto sucedió hace muchos años, la primera vez que fui a Nueva York. Terminaban los ’70 y con un amigo que estaba exiliado en Suecia –El Polaco Szmule– habíamos planeado encontrarnos allí porque Nueva York equidistaba entre Estocolmo y México y era una gran ciudad, ideal para desquitar algunas penas del exilio.

Llegamos casi juntos, nos alojamos en un hotel más o menos decente aunque de precio poco razonable (en Manhattan sólo hay hoteles carísimos o pocilgas inhabitables) y la primera mañana salimos a pasear, contentos como primos que van a jugar en el parque.

Hacía muchísimo frío pero nosotros caminábamos alegremente por la Séptima Avenida, recordando viejos tiempos, amigos comunes y nostalgias de la patria, cuando en la esquina de la calle 46 El Polaco de pronto miró hacia la Sexta, me dio un codazo en las costillas y dijo, mirando para arriba: “Oia, mirá eso”. Y yo miré, y “eso” era una enorme bandera roja que caía desde la ventana del tercer piso con la leyenda: “Giardinelli Band Company”.

No lo podía creer, porque me crié convencido de que no teníamos parientes en el mundo. Por no sé qué tragedias familiares (la pobreza extrema en los Abruzzos, el analfabetismo de los abuelos inmigrantes, la Primera Guerra Mundial) fui criado en la seguridad de que no teníamos parientes salvo unos pocos tíos en la provincia de Buenos Aires. “Ni siquiera en Italia deben quedar”, escuchaba yo, de niño, a mi papá y mis tías. Y a la muerte de papá, cuando era todavía un niño, las mujeres de la familia me endosaron la pesada carga de ser el último portador del apellido, significara eso lo que significare. De modo que esa bandera me dejó patitieso.

Enseguida me dije que nadie en el mundo iba a gastarme semejante broma, ni tenía sentido ser tan soberbio como para creer que en efecto era el último tipo con ese apellido en todo el mundo.

Pero esa bandera colgaba, enorme y lánguida, y para mí completamente irresistible, de un mástil elevado hacia el cielo en ángulo de 45 grados. Era un edificio como los de las películas de Woody Allen, de arquitectura típicamente neoyorquina de fines del Diecinueve o principios del Veinte: ladrillos rojos ennegrecidos de hollín, ventanas de dobles hojas superpuestas en movimiento vertical, siete u ocho plantas que remataban en una especie de sencillo almenar.

Hacia allá fuimos y en la planta baja supimos enseguida que se trataba de un edificio dedicado a la música: todos los pisos y oficinas estaban ocupados por empresas de fabricación, venta, afinación o reparación de todo tipo de instrumentos. El negocio más grande era el que anunciaba la bandera: una fábrica de boquillas para instrumentos de viento.

Cuando salimos del elevador, me sentí en una especie de País de las Maravillas: tras la apariencia de una vieja ferretería de pueblo, esa gente que llevaba mi apellido se había especializado en fabricar y vender embocaduras para trombones, cornos, trompetas, tubas, oboes, clarinetes, fagotes, flautas y qué sé yo qué más. Allí estaban las embocaduras de todos los vientos, de maderas finas o de bronce, de plata y de plástico, de baquelita y hasta de oro. Allí se exhibían todas las boquillas que uno pudiera imaginar: los modelos más sencillos y los más estrambóticos se lucían en vitrinas, mesas, cajas, cajitas y cajones. El lugar era una especie de tienda antigua, como un almacén de ramos generales pero tan específico que acababa siendo un almacén de ramo concreto, digamos: sea lo que sea que usted toque soplando con la boca, aquí lo encontrará.

En las paredes había una infinita galería de fotos –la mayoría en blanco y negro– de músicos y orquestas famosos: allí estaban Louis Armstrong y John Coltrane, Glenn Miller y Benny Goodman, Artie Shaw y la Filarmónica de Nueva York, Harry James y un cuarteto de trombones que yo desconocía, Dizzie Gillespie y Miles Davis y una sucesión de grandes directores de orquestas como Herbert von Karajan y Eugene Ormandy, y también Gerry Mulligan y Stan Getz y no sé, había decenas de virtuosos, ejecutantes de todos los géneros y estilos; personas de piel de todos los colores y los más diversos tipos de ojos; gentes con sonrisas y con ceños fruncidos, capturados todos por las cámaras tocando sus instrumentos o posando, en fin, eso era una galería magnífica, como un museo del jazz pero también de la buena música universal. Y lo más impresionante para mí, cuando me puse a recorrer las fotografías como quien recorre una exposición de Chagall o de Van Gogh, o sea repleta de piezas que parece que se repiten pero que en realidad nunca se repiten, lo que me dejó más asombrado fue que todas esas fotografías, todas, estaban autografiadas y las dedicatorias hablaban, unánimes, de su agradecimiento a Robert Giardinelli.

Entonces El Polaco me dio otro codazo:

–No podés irte. No podés no preguntar por ese hombre.

Me dirigí a una de las muchachas que atendían el negocio, que en ese momento estaba bastante concurrido: una docena de músicos hacía consultas o entregaba o retiraba instrumentos. Le dije que quería hablar con Míster Giardinelli. Me preguntó de parte de quién y cuando le respondí sonrió como si yo hubiera pronunciado un buen chiste.

Pero el hombre apareció enseguida. Abrió la puerta de su despacho y supe que era él en el acto, porque era idéntico a mi papá: los mismos ojos celestes, la misma calvicie, la misma pera partida y la misma sonrisa preciosa que yo he recordado siempre de mi padre.

La mandíbula se me cayó como hasta las rodillas y abrí tanto mis ojos miopes que, debajo de los lentes, deben hacer parecido un dos de oro estampado sobre mi nariz. El hombre era muy alto y tenía un manejo muy suelto de su cuerpo y de las situaciones. Se veía que era lo que se dice un hombre de mundo, un tipo con mucho kilometraje recorrido, de trato fácil y agradable y un magnetismo natural. Debía tener unos setenta años, pero se lo veía en excelente estado. Canoso en los pocos pelos que le quedaban en la nuca y sobre las orejas, su cara delataba a un ex boxeador (luego supe que había sido profesional de peso semicompleto). Hablaba Inglés con acento claramente italiano, como un cocoliche gringo igualmente simpático.

Dos horas después estábamos comiendo pastasciutta en un restaurante romano que había enfrente, sobre la 46, y que se llamaba La Strada y donde lo recibieron como a un magnate petrolero. El me presentó al maitre y a los meseros como “un sobrino que vino de Sudamérica”. A esa altura yo ya lo llamaba Tío Bob y El Polaco se excusó de comer con nosotros confesándome que la situación le producía una envidia insoportable y que se iría al hotel a consultar la guía, a ver si encontraba algún pariente.

Después del postre y mientras tomaba un café con licor de Sambucca, el Tío Bob me preguntó si yo vivía, acaso, en la Patagonia. Le respondí que no y le hablé del tamaño de la Argentina, de lo lejos que están el Chaco y Buenos Aires de la Patagonia, de la situación política imperante entonces en mi país, del exilio y de mi vida en México. El me escuchó atenta, educadamente, pero yo me fui dando cuenta de que no le interesaban mucho esas circunstancias, porque a cada rato volvía sobre la palabra mágica: Patagonia. ¿Qué tan lejos quedaba exactamente, como para no haber ido jamás? ¿Cómo eran aquellos paisajes y qué me parecía a mí un desierto de tal magnitud donde antes, millones de años antes, había habido bosques maravillosos? ¿Cómo era Ushuaia? ¿Lo acompañaría yo hasta los glaciares del extremo sur si él iba a la Argentina? ¿Había buenas carreteras para viajar por tierra, se podía ir por mar o en tren? ¿Se conseguirían caballos, había hoteles, era posible esquiar sobre aquellos lagos helados, se comían buenas pastas en la Patagonia?

Yo no tenía todas las respuestas para su curiosidad, y tampoco sé si para este relato interesa contar más del Tío Bob, pero diré que era siciliano y había sido criado en un orfelinato de Catania, donde aprendió el oficio de hojalatero y desde muy joven empezó a arreglar instrumentos de viento. Huyó del fascismo justo antes de la guerra y a comienzos del año ’40 llegó a los Estados Unidos. Se enroló en el ejército aliado y combatió en Europa, en varios frentes, hasta el año ’44, cuando con el grado de sargento un bazukazo alemán lo devolvió, herido, a Nueva York. Desde el ’46 manejaba esa fábrica que –decía él– “modestamente tiene un stock de bronces, platinos, caños y maderas valuado en unos cuatro millones de dólares”, cifra que él pronunciaba como cualquiera de nosotros diría quinientos pesos, pero con inocultable orgullo. El Tío Bob había alcanzado el sueño americano: era ahora un hombre de negocios respetado, tenía un piso sensacional en Sutton Place (que es uno de los barrios más elegantes de Manhattan) y por supuesto era contribuyente del Partido Republicano y admirador de Ronald Reagan. Su orgullo máximo, sin embargo, era haber fabricado la embocadura de todas las trompetas que Satchmo tocó desde los ’40 hasta su muerte, lo que los había llevado a una amistad muy estrecha a partir de la vez que Armstrong lo llamó desde Tokio y le dijo: “Bob, necesito tres boquillas para el concierto de mañana” y Bob hizo malabarismos para fabricarlas en un par de horas y llevarlas en un DC-6 de la Panagra que aterrizó en Tokio al día siguiente, justo una hora antes del concierto. De allí fueron a Corea y las Filipinas, y anduvieron un mes de gira. Además, su fábrica abastecía a casi todas las grandes orquestas de jazz (Count Basie y Duke Ellington eran sus clientes y amigos) y a las sinfónicas de toda Europa, la Unión Soviética y el entonces llamado mundo socialista, en fin, como en 60 países había músicos que soplaban músicas maravillosas en las embocaduras que fabricaba este hombre.

Durante años nos mantuvimos en contacto. Lo visité puntualmente cada vez que fui a Nueva York, y siempre terminábamos cenando pastas y bebiendo Chiantis en los mejores restaurantes italianos. A veces, mientras bebíamos martinis de precalentamiento en el suntuoso piso de Sutton Place, él me mostraba libros de fotografías de la Patagonia, informes y artículos del National Geographic, y hasta postales que solía pedir a cuanto viajero a la Argentina conocía, algunos de ellos saxofonistas reconocidos como Mulligan, Stan Getz o el Gato Barbieri. Y como él siempre insistía en preguntarme sobre la Patagonia, más de una vez yo me sentí avergonzado de mi ignorancia acerca de esa otra mitad de mi país. Pero lo que me impresionaba no era tanto que el Tío Bob supiera de la Patagonia más que yo, sino la misma etiología, el origen de su curiosidad. Me lo dijo la última vez que nos vimos. Cenábamos en una bodega de ambiente napolitano de la calle 52 y cuando le pregunté por qué insistía con la Patagonia, ésta fue su respuesta:

–En la guerra yo maté –dijo, bajando la voz como si la confesión exigiera, como en efecto exigía, silencio y recato–. No sé a cuántos alemanes, porque cuando se dispara, en una batalla, no hay tiempo de precisar aciertos y yerros. Pero una vez vi perfectamente cuando una de mis balas abatía a un alemán parapetado detrás de un muro. Eso fue en Lisieux, después del desembarco en Normandía. Yo le disparé desde otro muro y me impresionó el grito de ese hombre, que no sólo caía sino que protestando. Probablemente profirió un insulto en alemán, lengua que no hablo, pero me impresionó su tono, su rabia. Así que cuando dos o tres horas después ocupamos el pueblo e hicimos una batida para limpiar el terreno y ver si había sobrevivientes, yo me dirigí hacia ese muro. Quería ver a ese hombre que había caído protestando. Y lo encontré, por supuesto, y todavía vivía aunque tenía destrozado el pecho y se desangraba sin remedio.

El Tío Bob pidió otro café, con voz sombría, y encendió un cigarro. Fumaba Cohibas, unos puros gordos y carísimos que por supuesto él podía pagar. Me convidó uno, que acepté sólo por acompañarlo y para calmar la ansiedad que me producía su relato.

–El alemán me miró y me preguntó, en un inglés bastante bueno, si había sido yo. Le respondí que sí, y me pidió un cigarrillo. Yo dudé porque teníamos orden de rematar a los heridos que estuviesen agonizando, pero rápidamente me dije que yo, en su situación, también hubiese pedido fumar un último tabaco. Mientras lo encendía y aspiraba todo lo profundo que sus heridas se lo permitían, el alemán dijo que le daba mucha rabia morir de manera tan estúpida. Enseguida estuvimos de acuerdo en que era idiota lo que estábamos haciendo: matarnos unos a otros mientras los que dirigían la guerra dormían en las camas en las que probablemente morirían ya ancianos. Charlamos como viejos amigos y él me preguntó qué pensaba hacer después de la guerra. Le dije que pensaba fabricar lo que fabrico, en Nueva York. El me dijo que le hubiera gustado conocer la Patagonia. Le habían contado que allá hay paz, ovejas, cielos inmensos, viento, mar y hielos perfectos y hermosos. Se había jurado que cuando terminara la guerra, si sobrevivía, ya no querría vivir en Europa ni con mucha gente alrededor. Entonces me pidió que si un día yo iba a la Patagonia, me acordase de él. Por favor, repitió un par de veces, por favor, y se murió con el cigarrillo aún encendido entre los dedos. No alcanzó siquiera a decirme su nombre, pero me dejó un encargo para toda la vida. Enseguida un teniente me preguntó si había novedades tras ese muro. Le dije que no, ninguna novedad, y entonces me ordenó volver con mi batallón... Nunca he contado esto –terminó el Tío Bob– y tampoco he ido jamás a la Patagonia. Pero un día lo haré y tú vendrás conmigo, ¿verdad?

Le dije que por supuesto y cambiamos de tema. Después nos despedimos y ya no volví a verlo. Falleció a comienzos del ’93 y lo supe por una carta que me envió, meses después, Tía Rose, su esposa de toda la vida. Lamentablemente, murió sin cumplir su deseo de ir a la Patagonia y tampoco llegamos a saber fehacientemente si éramos o no parientes de sangre. Calmo y agradable, una vez me había dicho, con su mejor sonrisa, que no podía saberlo del mismo modo que no sabía cómo había llegado a aquel orfelinato de Catania donde alguien lo dejó una noche, con solamente lo puesto y un cartel que le daba un nombre y un apellido. Pero los dos supimos, siempre, que éramos parientes y que algo más profundo y verdadero nos unía. Su parecido con mi padre era concluyente, pero además yo conjeturo que quizás él me vio alguna vez demasiado parecido al hijo que no tuvo.

De vez en cuando visito a Tía Rose en su piso de Sutton Place. Comemos pastas en algún restaurante italiano de Manhattan y, por supuesto, siempre hablamos del Tío Bob y de cuánto lo quisimos.

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