Mar 25.01.2011

VERANO12

Casi sábado a la noche

› Por Leonardo Oyola

Justo cuando el capitán Wilder rogaba que Spender se escapara ya, mi papá me dio dos golpecitos en el brazo para avisarme que llegábamos a Lamadrid. Las pilas del walkman apenas me habían alcanzado para escuchar una vez sola en el viaje el TDK negro que tenía grabado en el lado A Lo mejor de Gapul Volumen 1 y en el B el Volumen 2. Después me había enganchado con alguna que otra FM de las que iba perdiendo sus señales al dejar atrás las estaciones de sus respectivos pueblos hasta que la luz colorada del encendido no se prendió más; y ahí me dediqué a leer Crónicas marcianas y a disfrutarlo sin la obligación que le metía al libro la vieja de Literatura. Como señalador estaba usando el telegrama que habíamos recibido una semana antes.

EL UBIL ESTA MUY MAL. QUIERE VERLO A USTED Y AL NIETO.
MARGARITA

Faltaba más de un mes para que empezaran las clases. No me había llevado ninguna materia a marzo así que no tenía ningún problema en acompañar a mi papá a Tucumán para ver a mi abuelo. Un día después de haber salido de Retiro dejamos el Cinta de Plata haciendo la combinación con el otro tren que iba para el sur de la provincia. Mi papá se venía aguantando las ganas de ir al baño así que aprovechó y me dio el dinero para que sacara dos boletos hasta Bajastiné. Detrás de la ventanilla, la persona que me los vendió me preguntó si mi papá no era el hijo de don Ubil. Le dije que sí. Entonces él me comentó dos cosas: que había hecho primero inferior y segundo grado con mi papá; y que mi abuelo era un hijo de puta. Así nomás. Como al pasar.

–Pero qué hijo de puta que es tu abuelo.

Me dio el vuelto de los pasajes y me fui sin saludar. Un pitido avisaba que la formación rumbo a Huasapampa venía llegando. Nos volvimos a encontrar con mi papá y nos subimos al tren para hacer el último tramo del viaje. No sé por qué, pero decidí no contarle de mi encuentro con su compañerito del colegio.

Era pasada la medianoche cuando llegamos al final de nuestro recorrido. Mi papá ya me había advertido que íbamos a caminar varios kilómetros hasta la casa del abuelo porque a esa hora iba a ser difícil que alguien nos llevara. Pero contradiciendo todos los pronósticos tuvimos suerte.

–¡Mire quiénes volvieron al pago! –festejó al vernos el tío Simón, el hermano mayor de mi abuelo.

Festejó él y nosotros. Porque a la nieta y a los bisnietos se ve que no les dio mucha gracia que con el Falcon rural dieran la vuelta en U para acercarnos. La nieta del tío Simón se sentó en el medio con su hija más chica, todavía una beba. Mi papá se ubicó al lado de la ventanilla. Al otro chiquito lo mandaron conmigo y nuestros bolsos a la parte de atrás de la camionetita. Disfruté del viaje mirando las estrellas.

Mi papá, después de agradecerle al tío Simón la gauchada, le preguntó si últimamente lo había visto al abuelo.

–Está tan flaco como esta criatura –le dijo el tío Simón, señalando al pibito de seis años con el que yo había viajado.

Mientras arrancaba de vuelta el Falcon rural, cuando me bajé de la parte de atrás con los dos bolsos al hombro, ese pibito me preguntó:

–¿Tu abuelo es don Ubil?

Le contesté afirmando con la cabeza.

–Qué hijo de puta que es tu abuelo.

Seis añitos. Qué boquita la del borrego, ¿no?

Nos pareció extraño que no nos ladrara ningún perro cuando entramos a la propiedad. Afuera del rancho, mi papá golpeó las manos bien fuerte. Como no obtuvimos respuesta, alzó la voz y llamó a la dueña de casa:

–¡Margaritaaaaa!

Se encendió una luz. Y esa misma luz de sol de noche fue la que apareció por la puerta de entrada iluminando por detrás del mosquitero la figura minúscula de una mujer a la que yo había conocido seis años atrás. La última vez que había visto al abuelo Ubil.

–¿No me diga que los despertamos?

–A mí, nomás. Su papá salió –nos contó mientras los dos se confundían en un abrazo cariñoso–. ¿Y éste es su hijo? ¡Pero si ya es todo un hombre!

El comentario me hizo poner tan colorado que se me notaba en la oscuridad. No dije ni una palabra durante un buen rato. Dejando los bolsos en la galería, mi papá quiso saber qué tan grave era lo que tenía el abuelo.

–No va a llegar al otoño –respondió Margarita con lágrimas en los ojos–. Deben estar cansados. Les voy a mostrar sus camas.

–No se preocupe por eso. Ahora queremos verlo a él. ¿Sabe adónde lo podemos encontrar?

–Se fue a bailar a un quince en la estancia de Los Soraides.

–¿Cumple algunas de las nietas de Soraide?

–No. La chica es hija de peones. Hija y nieta de peones. Por eso la fiesta se hace en los tinglados.

–¿Nieta de alguien conocido?

Margarita bajó la mirada antes de responder.

–De doña Paula.

–De doña Paula –repitió mi papá en un tono similar a si hubiera dicho la puta madre.

Margarita nos ofreció prepararnos algo de comer. Mi papá le dijo que no hacía falta. Que seguro íbamos a poder picotear algo en la fiesta. Que por favor volviera a dormir y que no se preocupara por nosotros.

Nos bañamos al costado del aljibe. Cada uno con dos baldazos de agua helada. Tiritamos. Nos quejamos lo mínimo. Sobre unos arbolitos que estaban cerca habíamos dejado la ropa que nos íbamos a poner. En lo único que se diferenciaban los vaqueros, las botas tejanas y los cinturones de hebillas anchas era en el talle, porque yo ya era más alto. Las camisas eran otro cantar.

–¿De ésas también hay para hombres? –me preguntó mi papá, burlándose de mi hawaiana mangas cortas.

–Callate que la pagaste vos.

–Ya veo en lo que ando tirando la plata.

Nos reímos. Con mi papá siempre fuimos muy compañeros.

Caminamos en el medio de la noche hasta volver a la Ruta 38. A un costado había tres cruces blancas en memoria de un espectador, de un piloto y de un copiloto de rally que en ese lugar habían tenido un accidente. Algo se escuchaba de música y según mi papá no faltaba mucho para los tinglados de Los Soraides. Y no se equivocaba. Las luces estaban ahí nomás. Y la gente también.

Muchos hombres al vernos llegar nos cabecearon para saludar. Ni bien los pasábamos noté que se ponían a cuchichear. Creí escuchar en alguno nuestro apellido cuando sentado sobre un tronco caído, acompañado sólo por su perro, el General, encontramos al abuelo Ubil pitando lo último de un cigarrillo que tiró de un tincazo cuando nos reconoció y se puso de pie. Se veía que no estaba en su mejor momento. Pero tampoco era como nos había anticipado el exagerado del tío Simón.

–Papá –le dijo mi papá al abuelo antes de que los dos se dieran la mano.

Después yo me acerqué al abuelo Ubil para darle un beso y él me paró agarrándome con la zurda de un hombro mientras me ofrecía la derecha para darme un fuerte apretón. Desde ese momento nos saludamos así.

–Qué grande y qué alto que está, m’hijo –me comentó con una sonrisa.

El abuelo sacó un paquete de 43/70 del bolsillo de la camisa. Se lo golpeó dos veces en el pecho. El cigarrillo que quedó más arriba fue el que se llevó a los labios. Sin preguntarme si yo fumaba me convidó uno. No lo acepté. Había empezado a fumar a las 13. Pero delante de mi papá, no lo había hecho nunca. El abuelo Ubil sonrió como diciéndome a mí no me engañás; y le pasó el paquete a mi papá, que sí se fumó uno.

Estábamos bien. Pero yo no dejaba de sentirme visitante. Ajeno. Por cómo nos marcaban a mi papá y a mí. Por darme cuenta de que los vagos se reían de mi camisa hawaiana mangas cortas con una malicia que no había tenido mi papá. Había algo de hostilidad en todos los demás. Menos en una piba de pelo corto que me estaba fichando. Cuando intercambiamos miradas ella alcanzó a sonreírme una vez antes de clavar los ojos en el piso.

De la nada, el abuelo puso cara de asco. Carraspeó. Carraspeó con ganas y después escupió un flor de gargajo embebido en su sangre. Con la punta de la bota lo tapó y lo removió en la tierra.

–Papá –le dijo mi papá–, volvamos a su casa.

El abuelo Ubil negó con la cabeza.

–Vine a bailar. Vinimos a bailar. Y de acá no nos vamos a ir así. Sin polvo en las botas.

Carraspeó otra vez. Por suerte no volvió a toser sangre. Serenándose, me pidió:

–M’hijo: no sea lento. ¿Qué está esperando para hablar con la más chica de los Pinilla? Parece que tiene para el tanto y alguno de los machos de tantas señas que le está haciendo. ¿Y usted no se me va al pie?

Mi papá, simulando ponerse serio, arqueó las cejas como para subrayar lo dicho por el abuelo Ubil. Yo la volví a mirar a ella, que otra vez me estaba mirando y que de nuevo terminó apartandome la mirada. Les sonreí al abuelo y a mi papá. Ellos me sonrieron mientras volvían a encenderse un cigarrillo cada uno. Y ahí fui a encarar a la piba de pelo corto.

Estaba tomando una gaseosa trucha en un vasito de plástico blanco. Lo sostenía con las dos manos a la altura de su ombligo. Se puso de todos los colores cuando se avivó que me estaba acercando. La cara le terminó combinando con mi camisa. Nos dijimos hola. Me presenté. Me dijo que ya sabía quién era yo. Que se estaba hablando de mi papá y de mí desde que llegamos. Le pregunté si era policía y ella, negándolo, se rió con ganas. La invité a bailar y en ese momento sólo se puso muy colorada para decirme que sí.

En la pista improvisada, le comenté al pasar que todavía no nos habíamos saludado. Ella intentó corregirme asegurándome que había sido lo primero que habíamos hecho: decirnos hola. Le di la razón en eso. Pero le expliqué que no habíamos hecho esto: y ahí le di un besito en la mejilla. Ella cerró los ojos y cuando me separé los volvió a abrir y me dedicó una mirada tan linda. Una mirada que duró sólo un segundo, pero todavía hoy me la acuerdo. Porque después, por encima de mi hombro, ella vio algo y entre dientes indignada murmuró:

–Pero qué hijo de puta que es tu abuelo.

El abuelo Ubil le estaba pidiendo a doña Paula que bailara con él. Ella, muy amable, le decía que no. En eso se aparece el marido de doña Paula, el Miguelito Frías. Para cuando se aparecieron sus hijos y nietos tuve que dejar a la más chica de los Pinilla sola y encarar para el bardo.

El abuelo Ubil estaba contando:

–Tres... cuatro... cinco... seis... siete... Son siete. Siete contra uno.

–Siete contra tres –lo corrigió mi papá.

El abuelo giró la cabeza para vernos cómo nos sumábamos y le brillaron los ojos mientras inflaba el pecho. Ahí fue cuando me empecé a cebar yo.

–Son siete contra tres –insistió el abuelo Ubil–. No me gustan los papelones así que, Miguelito, vayan a buscarse otros cinco para llegar a la docena. Vamos a estar más parejos. No queremos darles ventaja.

Don Miguelito Frías se lo quería comer crudo. Se le notaba y mucho.

–No me haga reír, Ubil. Que cuando me río con ganas siento puntadas en la panza. ¿Me quiere hacer creer que nos van a dar una biaba usted, su hijo y su nieto el porteñito?

Por la edad que tenía en ese momento, y por la actitud, me saltó la térmica como a cualquier pendejo atrevido.

–Porteño las pelotas. Yo soy de Casanova, la concha de tu madre.

Se paró la música. Todos se quedaron mudos.

Parece que en Tucumán no se hacían mucho drama si alguien te decía “pero qué hijo de puta que es fulano de tal”. Pero la cosa se iba a la mierda con un “la concha de tu madre”. Y justo lo había dicho un porteño. Que no era porteño, pero andá a explicarles mientras te están estrangulando.

La gente del campo es directa. Le da una mano al que la necesita y un par al que se las merece. Y yo, por tener una cloaca en la jeta, me comí unas cuantas. Podrían haber sido más si no fuera porque el que me las dio fue el Chiquito Frías. Celebridad local que había llegado a participar en las pulseadas de La noche del domingo, dislocando hombros y codos, fracturando un antebrazo y quebrando una muñeca hasta que probó de su propia medicina en los cuartos de final en que un desgarro lo dejó fuera de competencia.

Qué suerte la mía: justo lo vine a agarrar recuperado de la lesión.

Insisto: ¡pero qué suerte la mía! El Chiquito Frías tenía la política de pelear sólo contra una persona a la vez. Así que me marcó a mí y me dio para que tenga. ¿Quién fue el salame que dijo que dar el primer golpe te acerca a la victoria? Seguro uno que nunca se boxeó. Cuando lo tuve enfrente al Chiquito, en un ataque de coraje y habilidad, salté y le metí una patada en hacha en el medio del pecho enterrándole bien al fondo el taco de la bota. Ni lo moví. De ahí en más el tipo hizo lo que quiso conmigo. Que ya en un momento, anestesiado de tantos dedos con los que me llenó la cara, simplemente me dediqué a mirar las performances de mi papá y del abuelo Ubil.

Yo aprendí lo que significaba la palabra “sabor” viendo cómo mi papá, antes de hacerle comer los dientes a un tipo de una trompada, le decía “saborealo”. Y efectivamente mi papá no había perdido ni el don ni la cintura, aunque ya tuviera cuarenta. Bajaba muñecos a troche y moche. ¡Pumba! Metía una piña y cambiaba de frente para atacar lo que se le viniera encima.

Ahora lo del abuelo Ubil era una pelea aparte: en su mano a mano con Miguelito Frías, los viejos se dieron duro. ¡Y qué aguante que tenían los dos locos! Mi abuelo hubiera cobrado más de no ser porque el General cada dos por tres le daba tarascones a las bocamangas del pantalón de don Frías y, sobre todo, porque el Miguelito se medía y se aguantaba las ganas y oportunidades de golpearlo en el estómago o en los riñones y sólo se dedicó a embocarlo en el rostro.

Lo dicho: la gente del campo es directa.

Honesta.

Y con códigos.

El abuelo Ubil se dio cuenta y lo puteó y lo pidió:

–¡Frías! ¡Con todo!

Y ahí fue donde el Miguelito le cruzó el derechazo al mentón y me lo tumbó al abuelo.

Fue raro darse cuenta de que don Miguelito Frías no disfrutaba de su victoria. Negando con la cabeza retrocedió dos pasos y se perdió entre la gente.

Con el abuelo Ubil ya no podíamos más. Pero mi papá era el conejo de las pilas Duracell. En eso se apareció el comisario de Pueblo Viejo y, después de hacer un tiro al aire para que mi papá se desenchufara y dejara de castigar, nos detuvo a los tres por haber armado zafarrancho. Estaba empezando a clarear cuando llegamos al Rambler del comisario. Mi papá fue en el asiento del acompañante y con el abuelo Ubil nos sentamos atrás. Llevaba el sombrero sobre las piernas. Mientras me tanteaba con la lengua que todavía tuviera todos los dientes, en el reflejo del espejo retrovisor noté que mi papá iba con la quijada tensa, mordiéndose la bronca. Estaba recaliente con el abuelo. De golpe dio media vuelta apoyándose sobre el respaldo de la butaca y se puso a ladrarle.

–Papá, déjese de joder de una buena vez. Usted se tiene que cuidar. Hacerle caso a Margarita.

El Rambler se zarandeó por lo estropeado que estaba el camino. El abuelo Ubil giró la cabeza para mi lado y me susurró al oído:

–Si la Ina se llega a ir primero, no vaya a dejar que su viejo se case otra vez.

Lo miré sin entender por qué me decía eso. Y ahí nomás me volvió a disparar; advirtiéndome:

–Y usted, no se me case nunca, m’hijo.

Y yo, como soy un pelotudo, terminé poniendo el gancho dos veces.

Pero ésa es otra historia.

Llegamos a la comisaría. El General nos alcanzó cuando entrábamos al destacamento de Pueblo Viejo. Un pibe, como mucho dos años más grande que yo, estaba preparando el mate.

–Ya sabe dónde está su pieza, Ubil. Compártala con su familia nomás –dijo el comisario desentendiéndose de nosotros para tomarse el amargo que le habían cebado.

El abuelo, al ver que no nos daban más bola, en lugar de encarar para el calabozo, acelerando el paso se fue derecho al fondo del destacamento adonde había una puerta abierta. Con mi papá y el General lo seguimos y nos encontramos con que atrás estaba pastando un caballo blanco. Para cuando se escuchó el ¡adónde mierda creen que van!, el abuelo Ubil ya lo estaba montando a pelo con mi papá atrás y yo, desesperado, viendo por dónde carajo me subía. El caballo un poco se retobó, dio un giro completo con el perro meta ladrarle, y recién entonces el abuelo lo dominó y salieron con mi papá echando putas; conmigo y el General corriendo detrás de ellos, tragando la polvareda que iban levantando.

A grito pelado de vena en el cuello, el comisario lo puteaba:

–¡Ubil! ¡Hijo de su buena madre! ¡No se me lleve al Cal otra vez, carajo!

No sé si fueron doscientos metros o un kilómetro a campo traviesa lo recorrido hasta que me pude subir al caballo. Para mí fue mucho. Para el perro también. Yo no veía nada. Corría, tosía y escupía. Me pasé un brazo por la frente y los ojos y fue peor. Las botas me estaban sacando ampollas, pelando los talones y convirtiendo mis pies en empanadas. Para colmo de males se me despegó y perdió un taco. El abuelo y mi papá me miraron cuando los alcancé rengueando y se rieron por lo bajo. Yo no estaba de humor y les hice una mueca de mala gana, simulando una carcajada que ellos terminaron largando cuando me vieron los dientes y la lengua negros. Por la transpiración, tenía pegado en el cuello y en la cara la tierra del camino.

El General aprovechó para descansar y sentarse un ratito con la lengua afuera, larga como si fuera una corbata. Mientras, yo hacía toda una ceremonia para treparme a una tranquera y de ahí mandarme detrás de mi papá. Cuando me apoyé en él, alzó los hombros como si le diera asco sentirme y se puso más incómodo cuando me abracé de su cintura. Entre dientes, alzando la perita por encima de su hombro derecho, me secreteó:

–Así se agarran las mujeres.

Y después cogoteó para adelante, mostrándome como iba él prendido del abuelo. Las manos, como garras, de los hombros.

Resoplando lo imité.

Encontramos un sendero y de ahí llegamos al toque otra vez a la 38. El abuelo Ubil lo taconeó al Cal y el caballo empezó a trotar. Ibamos por el costado de la ruta. Tranquilos. El General siempre detrás, escoltándonos. El sol ya se hacía sentir. El asfalto, más adelante, parecía un lago. Me vino todo el cansancio de golpe. Las veinticuatro horas arriba del tren. Las palizas que me había morfado. Los doscientos metros o el kilómetro que corrí detrás de mi papá, el abuelo y el Cal.

El toco-TOC-toco-TOC-toco-TOC que iba haciendo el caballo en su andar se convirtió en una canción de cuna. Yo cabecee un par de veces y ya estaba entrando en un sueñito cuando escuché algo que no pude identificar. Primero pensé que era un bicho. Unos cuantos bichos al sentir el sonido más cerca.

Aguaciles.

Avioncitos.

Diablos del aire.

“Son aguaciles. Y va a llover. Porque los aguaciles anuncian lluvia”, pensé; acordándome que eso también me lo había enseñado el abuelo Ubil.

Habíamos recorrido un tramo que era una bajada. Los tres miramos para atrás buscando ese ruido que terminó siendo las cadenas de dos bicicletas de carrera que habían dejado de pedalear. Manejándolas iban un par de gringas muy pero muy bonitas.

–¡Jai! –pronunciaron a coro cuando nos pasaron. El abuelo Ubil se sacó el sombrero para devolverles el saludo. Con mi papá, los dos embobados, sin abrir las bocas dijimos hola levantando las manitos.

Las gringas tenían unas calzas negras pintadas. Los tres nos perdimos en esos culos trabajados, bien firmes. El abuelo, todavía con el sombrero en la mano, estirando hacia arriba todo lo que podía el cogote, les propuso gritando:

–¡¿Una carrera?!

No sé si las ciclistas hablaban español o entendían el idioma. Sí, que intercambiaron miradas y que se pararon sobre los pedales empezando a andar más fuerte y mostrándonos mucho mejor esos culitos hermosos.

En mi barrio se llama “provocar”.

Y en Tucumán, “mojar la oreja”.

El abuelo Ubil se calzó el sombrero, apretó los dientes y le hincó bien fuerte los talones en las ancas al caballo, que salió disparado hecho una furia. El abuelo se tiró hacia delante casi recostando el pecho sobre el cuello del Cal. En efecto dominó, mi papá hizo lo mismo apoyándose sobre la espalda de su papá; movimiento que yo también imité.

Así, agazapados, las alcanzamos y nos mantuvimos cabeza a cabeza durante unos segundos que fueron una vida. Tres vidas. Tres alegrías.

No mucho antes había aprendido a manejar motos en una chopera de mi primo Joye con asiento de cuero de vaca. Esa vez había sido uno de mis primeros contactos con la velocidad. No pasó un año cuando la rompí por Cristianía y Venezuela hasta la Carlos Casares con otro primo, el Cachi, en una Enduro. Pero en el medio estuvo ésta con mi papá y mi abuelo en el caballo blanco. Y aunque tuve muchas más, la picada contra las cicilistas gringas en la Ruta 38 nunca la pude superar. Fue la mejor. Y eso que yo no manejaba.

Ibamos cabeza a cabeza con las gringas y en un momento empezamos a pasarlas. Ellas estaban dejando todo. La que iba más cerca de nosotros me miró. Llevaba anteojos negros, como la otra. Anteojos negros ocultándole los ojos. Ojazos, seguro, celestes, verdes o del color del tiempo. Me miró. La miré. Y le guiñé un ojo. Ella sonrió. Se mordió el labio de abajo y entró a pedalear más fuerte. Y ahí picaron en punta. El pobre Cal no daba más. El abuelo Ubil dejó de exigirlo. Y ellas nos terminaron dejando atrás. Muy atrás. Ganando.

–Oh, oooh, oooooh... –el abuelo le hablaba a una oreja del Cal para que fuéramos frenando de a poco.

Cuando por fin nos paramos, la gringa a la que le había guiñado un ojo giró y nos hizo un ceremonioso saludo militar para decir adiós cinco segundos antes de que con su compañera se perdieran en el horizonte.

Para despedirnos de ellas, al abuelo Ubil le pintó jugarla de Llanero Solitario o El Zorro y lo hizo parar en dos patas al caballo. El Cal relinchó. El abuelo con una mano se agarró bien fuerte de la crin y con la otra se sacó el sombrero saludando. Sentí que me iba a la mierda, que me iba a caer de espaldas, y le hice por debajo de las axilas la toma garrapata a mi papá. Mi papá, viendo que él también iba a comprar terreno, lo estranguló al abuelo Ubil. Y así terminamos los tres en el suelo. Yo amortiguando las caídas de ellos dos.

Mientras el General no dejaba de ladrarnos, el abuelo rodó una vuelta completa sobre su derecha y se quedó sentado. Nunca en mi vida había levantado pesas pero ése fue el movimiento que hice para despegar a mi papá, que también se abrió para la derecha y se sentó. Yo me quedé ahí acostado viendo lo celeste que estaba el cielo y escuchando cómo el caballo no paraba de relinchar ni de trotar, alejándose de nosotros.

Toco-TOC-toco-TOC-toco-TOC-toco-TOC-toco-TOC-toco-TOC-toco-TOC.

Llegó una brisa tímida. Todos la agradecimos. Hasta el sombrero del abuelo que se dejó arrastrar unos metros, volviendo al asfalto de la ruta.

El abuelo Ubil sacó el paquete de 43/70 todo arrugado del bolsillo de la camisa. Se lo golpeó dos veces en el pecho. Y cuando lo retiró, el cigarrillo que quedó más arriba fue el que se llevó a los labios. Le convidó a mi papá, que agarró gustoso. Me mostró el paquete para ver si quería fumar con ellos. Con el dedito le dije no, gracias. Y estuvimos ahí un rato. Los tres. Más bien los cuatro, con el General que se había echado con las dos patitas para adelante. Estuvimos ahí los cuatro. Disfrutando del silencio.

El abuelo terminó su pucho primero. Se puso de pie. Se sacudió con las palmas la tierra de sus ropas. Carraspeó. Carraspeó con ganas y escupió otro gargajo colorado embebido en su sangre. Y antes de ir a buscar el sombrero, con una sonrisa canchera de esas que se hacen de costado, nos batió:

–Hoy es sábado. En algún lado, seguro, esta noche va a haber fiesta.

Mi papá lo escuchó y se atragantó con el humo del tabaco. El General se puso a gruñir. Y yo me cubrí la cara con las manos y mientras negaba moviendo la cabeza, les terminé dando la razón a todos los habitantes del Jardín de la República pensando: ¡pero qué hijo de puta que es mi abuelo!

El abuelo Ubil murió el primero de marzo. Menos el último fin de semana de febrero, todos los demás, él, mi papá y yo... viernes, sábados y algún domingo... fuimos juntos a bailar.

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