› Por María Rosa Lojo
“Bajó la vista hacia la joven que caminaba a su lado...Una hija del desierto que marchaba sobre la faz de un mundo muerto junto a un hijo de la selva virgen.”
Edgar Rice Burroughs,
El regreso de Tarzán
–No. No voy a jugar ese anillo. Es mi anillo de compromiso –dijo la dama.
–¿Por qué no, Lady Cavendish? Si su marido no vale tanto. Dígale que lo ha perdido y pronto le comprará otro.
–Tal vez para usted ningún marido, o ningún compromiso valgan tanto, querida. Yo no pienso lo mismo. De todos modos, creo que no me hará falta empeñar nada. Aquí tiene. Escalera real.
Sobre los naipes opacos las uñas largas se quedaron quietas. Cinco zapatitos de charol carmesí subiendo a la cumbre de una montaña de oro.
Mrs. Van Tappen se encogió de hombros.
–Muy bien. Debo reconocer que su habilidad o su suerte son extraordinarias. Con lo que me ha ganado este mes podría poner una joyería. Pero hoy, si me disculpa, le extenderé un cheque. Deme por lo menos una pista. ¿Cómo lo hace?
–Intuición. Segunda vista. Me viene de familia, supongo. Mi abuelo y mi bisabuelo ganaron miles de leguas y miles de caballos con la guerra y el juego. Y también los perdieron.
Lady Cavendish abrió un bolso brillante y diminuto. Sonrió a las otras dos jugadoras, que le entregaron sendos cheques sin pronunciar palabra, para no darle el gusto de alguna otra jactancia.
Aquellos dientes siempre ferozmente limpios a pesar de los cigarrillos perfumados eran insultantes, pensó Miss Pitt.
–Ni siquiera tiene el buen gusto de ocultar un poco su satisfacción –le susurró Edna Partridge al oído.
–Ahora me voy, si me disculpan. Francis me espera.
–¿Los veremos en el baile de los Kein, esta noche?
–Supongo que sí.
Mrs. Van Tappen la miró levantarse y alejarse. La seda blanca contrastaba demasiado con la piel oscura, tersa como otra seda, que su contrincante exhibía con el mayor desenfado en un país de gente clara. Así eran los millonarios sudamericanos (¿de dónde venía la muchacha?, ¿del Brasil?, ¿acaso del Perú?...). Irresponsables y arrogantes, a pesar de su sangre mezclada, protegidos por su inagotable caja de caudales, donde viajaban como en carroza de uno a otro lado del planeta. Y si esa caja de caudales llevaba un blasón nobiliario en la puerta, tanto mejor. ¿Por qué otra razón podría haberse casado esa niña con un inglés extravagante que ya iba para viejo?
La señora Van Tappen llamó a su doncella. Cada vez le costaba más levantarse sin ayuda, y sus compañeras de juego no estaban en mejores condiciones para ofrecérsela. Cuando llegaron hasta el coche, se dejó caer sobre los almohadones de pluma y cerró los ojos, pero no se durmió. Esas partidas de poker siempre le daban qué pensar. Había algo decididamente raro en Lady Cavendish, más allá de sus dientes provocativos, su piel oleosa y sus astucias de tahúr. ¿Por qué perdía las mañanas de la Costa Dorada jugando a las cartas con tres señoronas ricas y aburridas? No tenía amigas de su edad –aunque las mujeres bellas rara vez las tienen–, pero lo más extraño de todo era que tampoco se le conocieran amantes.
Los Cavendish alquilaban una casa muy cerca de la playa. No se necesitaba coche para volver caminando cómodamente. Y ésa era tal vez para Lady Cavendish la mejor hora del día. Con los zapatos en la mano, y las medias discretamente envueltas en el bolso brillante, iba dejando sobre la arena una huella angosta, que era borrada casi de inmediato por la marea. Le gustaba el mar, a ella que había pasado toda su infancia y adolescencia tierra adentro. El mar era el único animal que no se hubiera atrevido a domesticar y que tampoco huía de los seres humanos, como lo hacen otros animales, aun los más temibles. Siempre estaba allí, inalterable, idéntico a sí mismo. Y en los constantes cambios de los últimos años, Lady Cavendish, que casi había olvidado otra desaforada obstinación: la de la pampa, estaba agradecida a esa lealtad.
–¿Ya llegaste, Dolly? Te estaba esperando para almorzar.
Su marido seguía siendo incapaz de pronunciar claramente el nombre de “Manuela”. Ella se había resignado. El “Dolly” sonaba más justo en un mundo de voces que cercaban las cosas con consonantes líquidas y vocales cerradas.
Subió a cambiarse de ropa y a ponerse nuevamente medias y zapatos. Francis y la mesa servida la aguardaban en la galería. Había budín de pescado, que a Dolly no le gustaba mucho, aunque la fascinara el mar, y aunque cediera normalmente con agrado a las preferencias de Lord Cavendish. Todo estaba bien: los narcisos en el búcaro de cristal. La porcelana, las copas, las jarras para el vino y el agua fresca, los cubiertos de plata. Pero nada era suyo, pensó Dolly o Manuela. Alquilaban la casa con toda su vajilla y todo su mobiliario. Unicamente para las grandes cenas desembalaban manteles y servilletas con el monograma y el escudo familiar de los Cavendish. De todas maneras, Dolly o Manuela se había acostumbrado a que nada fuera suyo por mucho tiempo ni por entero, ni siquiera su marido, gentil pero también indiferente, que guardaba para ella zonas opacas y memorias inaccesibles.
Todo hubiera sido tolerable, todo hubiera quedado, no obstante, dentro del Orden, si la mujer no hubiera aparecido, mejor dicho, si su marido no la hubiera traído con la buena intención de complacerla. “¿Qué te parece, Dolly? Viene muy bien recomendada. Habla poco y es de entera confianza. Te entenderás con ella mejor que con las americanas. Siempre es bueno contar con alguien de la propia tierra.” La mujer de la tierra que ya no era propia se hacía llamar Luisa. Vestía de lana negra, aun en verano. Llevaba un cuello de encaje blanco y pendientes redondos de plata maciza. Era inaudible, y Dolly la sentía de pronto a sus espaldas, sin previo aviso, o la veía emerger súbitamente –una sombra en los juegos de la luz– en el descanso de una escalera, o en el vano de algún umbral.
Luisa la miraba sin hablarle, atenta a sus escasos requerimientos. O tal vez le hablaba a veces: palabras casi susurradas, en una lengua muy antigua –la lengua madre–, que no era el castellano, y que Dolly o Manuela creía reconocer, aunque quizás eso era también una ilusión cambiante como los desplazamientos de la luz. Dolly se habituó a esperarla como los místicos esperan sus visiones imprevisibles, y dependía de ella de la misma manera, aunque Luisa, que no tenía en la casa función determinada, se limitaba simplemente a estar ahí, y a servir el té. No sólo se trataba del English tea, o el té de las cinco, que preparaba mejor que muchas inglesas, sino de toda clase de tés, digestivos, calmantes, estimulantes, para los cólicos y para el espíritu, para la meditación, para el amor y para el sueño, para olvidar, y para recordar. Eso: recordar, era lo que Dolly o Manuela hacía con más frecuencia últimamente.
Esa tarde, después del flan con peras a la menta, Dolly subió a dormir la siesta. Había dejado a Lord Cavendish, que nunca llegó a adquirir ese vicio latino, con un beso en la frente y un libro en la mano a la sombra de una pérgola. Antes de entrar a su cuarto, no vio a Luisa, pero sí escuchó –esta vez claramente– las palabras de la canción que ella misma había cantado, del otro lado del mundo, tantas veces.
Algún día
Vas a recordar:
Así se llamaba mi madre,
Así se llamaba mi padre,
Dirás.
Se acostó boca abajo, sin desvestirse. El té digestivo de Luisa –¿sería realmente un té digestivo?– sólo había logrado revolverle el estómago.
A la hora de la merienda todavía el calor era intenso. Dolly acababa de despertarse, con el pelo corto y grueso pegado a las sienes, como sus malos sueños. Respondió apenas a los golpes sobre la puerta.
–El señor la espera abajo, Milady. Hay un invitado.
Se vistió esmeradamente y bajó con desgano. Los amigos de Francis solían ser demasiado solemnes o demasiado frívolos y en ambos casos le resultaban insoportables. Desde la escalera, los dos hombres estaban de espaldas a sus ojos. Cuando se levantaron para recibirla, vio un varón joven, algo más brusco y algo más atlético de lo que solían ser los invitados de Francis. Dolly se echó levemente hacia atrás, como si el visitante pudiera alcanzarla y dañarla con algún inesperado movimiento.
–Querida, quiero que conozcas a John Clayton, Lord Greystoke, un caballero admirable, aunque no se haya formado en academias ni universidades precisamente.
El hombre besó la mano que Dolly había extendido con cautela.
–Mi amigo se crió en las selvas africanas, sólo entre los monos. Sus padres se salvaron por milagro de un naufragio, pero murieron allí sin ser rescatados, a poco de nacer él.
–Puede decirse que recibí los beneficios de la civilización muy tardíamente, Lady Cavendish –dijo Clayton, y la voz jugaba, casi burlona, con la forma de las palabras.
–Pero eso no le ha hecho mella, querida mía, como ves. Al contrario, John ha sabido unir los refinamientos de la cultura con la fuerza y la nobleza del hombre primitivo, aún incontaminado por nuestros vicios.
Luisa llenó las tazas de té de Lord Greystoke y de Manuela. A ella le pareció que la infusión era más espesa que de costumbre, y que exhalaba un aroma lejano y familiar. Tal vez el de las hojas del pehuén: el árbol sagrado de los bosques australes que los botánicos llaman araucaria.
–Pero tengo otros vicios, mi buen Francis. Aúllo en las noches de luna llena, y sigo prefiriendo la carne cruda a la cocina francesa.
–Lo de la carne cruda puedo entenderlo. He visto comer hígado y pulmones de vaca crudos, aunque sazonados. ¿Pero por qué aullar?
–Por pura nostalgia de los míos, señora.
–Si en realidad usted ha vuelto con los suyos. Si todos los de su sangre están en Inglaterra.
–No es tan sencillo. Cuando supe de dónde venía mi familia, ya formaba parte de otro mundo. Nací y crecí en el Africa, no lo olvide.
El hombre hablaba poco. Sin embargo, en su voz reticente Dolly presintió jirones de vegetación y saltos de leopardo. Había también pozos cavados por lluvias torrenciales donde flotaban pequeños animales muertos. Había mariposas de colores indescriptibles, y maracas ceremoniales hechas con la calavera de los enemigos.
–¿Y por qué está aquí ahora, Lord Greystoke?
–Mi esposa es de Baltimore. Siempre pasamos los veranos en la Costa Oeste.
–¿No ha vuelto al Africa?
–¿Para qué? A ella no le gusta, y la tentación de quedarme sería demasiado fuerte. En cambio lleno cuadernos con las aventuras que correría si estuviese allí.
–¿Las veremos publicadas algún día?
–¿Me toma por literato, Francis? No se burle de mí. Nada de eso. Tal vez las lean mis descendientes y se diviertan con ellas. Supondrán que su antepasado ha sido primero un turista curioso y luego un viajero de biblioteca, como tantos ingleses.
La conversación se ocupó luego de automóviles y de caballos. Greystoke parecía ser experto en ambos rubros. La primera impresión de extrañeza se había disuelto en esos temas previsibles. Dolly pensó, incluso, si toda aquella historia de Africa no sería alguna broma preparada por su marido. Con intención piadosa, o acaso irónica, Francis se empeñaba en convencerla de que su caso no era único en el planeta.
Se despidieron luego hasta la noche, en el baile de los Kein. John Clayton volvió a besar la mano extendida.
–Espero que me conceda una pieza, Lady Cavendish. Y espero también que me confiese lo que hace usted en la Costa Dorada.
Dolly volvió a quitarse los zapatos. Caminaría por la playa mientras durase el sol. Necesitaba escuchar solamente sus pensamientos. La historia de John Clayton podía ser fraguada, y también absurda. Pero no era más absurda que la suya propia. La República Argentina, colgada en un extremo del globo como un largo y oscilante pendiente de plata, estaba tan lejos como el Africa. Y para los aristócratas ingleses o los millonarios yankees entre los que ahora transcurría su vida, un rey zulú era un personaje no menos estrambótico que su abuelo Manuel Namuncurá, jefe supremo de un vasto imperio de jinetes que habitaban en toldos y tenían harenes, como los beduinos, que bebían sangre de yegua recién degollada y que se engrasaban el cuerpo de pies a cabeza antes de ir al combate.
Cuando conoció a Francis, que también había sido un turista curioso antes de convertirse en viajero de biblioteca, ese tiempo había pasado ya. Manuel Namuncurá, los Catriel, Sayhueque, Pincén... todos: los salineros y los vorogas, los pehuenches y los tehuelches, los manzaneros y los ranqueles... todos habían perdido la guerra quizá porque nunca supieron ni quisieron unirse contra el enemigo común. Su abuelo había pactado, finalmente. Había muerto casi centenario, mirando caer la nieve. Estaba enterrado en el cementerio de los huincas, “los de afuera”, envuelto en su uniforme de coronel cristiano. Y su joven tío Ceferino, el menor de los hijos del viejo Namuncurá, había fallecido aun antes que él, en Roma, mientras estudiaba para convertirse en cura.
Algunos se quedarían en las pocas tierras que les habían dejado, en el Neuquén. Otros, como ella, como Ceferino, se pondrían un disfraz para sobrevivir: un uniforme de sacerdote o militar, o el uniforme sin galones, pero de raso y plumas, que las damas lucían en los saraos y que acaso ella ya no podía distinguir de su piel.
Se sentó en un montículo rocoso para mirar el océano, que traicionaba siempre al que no lo conocía, y donde los barcos podían perderse y hundirse, como se habían perdido tantos regimientos de los huincas, derrotados sin disparar un solo tiro en ese otro mar que ellos llamaban el desierto, pero que para la gente de la tierra había sido siempre la patria, la mapú. ¿Por qué Francis había querido llevársela consigo cuando la vio, hacía ya diez años, en Aluminé? ¿Simplemente se había apoderado de ella como el conocedor que recoge un objeto raro, caído por azar en una calle de tierra, pero que podría ganar mucho con la reparación, el cuidadoso pulido, y la posterior exhibición en una vidriera que realzara sus ocultos esplendores, y también su precio a los ojos de los otros? ¿No era en cierto modo la casa de Londres esa vidriera? ¿No la presentaba él allí como la lejana princesa de un reino inexistente, a un grupo de amigos selectos, que por lo general venían sin sus mujeres? Entonces ella bajaba por otra escalera que era como el escenario de un teatro, pero ataviada con el chamal de lana negra, la faja de colores, y todas sus joyas de plata. No las que le había regalado Francis, y que podría fabricar cualquier artífice europeo, sino las suyas, que habían sido hechas a martillo bajo un cielo remoto que los joyeros de Europa no habían visto y acaso no verían jamás: pesados pectorales, con flores y con cruces que no eran cristianas. Zarcillos enormes que alargaban los lóbulos. Cascabeles sujetos en anchas vinchas de lana que resonaban con cualquier movimiento de la cabeza. Entonces aún llevaba largas las trenzas, que eran parte indispensable del traje araucano. Hasta que se cansó de aquella representación para hombres solos y quiso cortarse el pelo, so pretexto de estar a la moda. Francis, que disimulaba mal su disgusto, tenía las trenzas guardadas en un estuche. Si ella llegara a morirse antes que él –pensaba a veces Manuela–, su marido las colocaría en alguna vitrina del salón, junto con las alhajas mapuches y la túnica de lana, como si fuesen piezas de museo. Quizá después de la muerte de ambos, pasarían, en efecto, al Museo Británico.
¿Por qué Francis se había casado con ella? Manuela lo hubiera acompañado de todos modos, sin exigirle papeles ni bendición nupcial. Entre los suyos no se le pedían cuentas de sus actos a una mujer soltera. Por otra parte, su padre estaba muerto, y su madre demasiado ocupada con sus otros hermanos y con sus muchas tristezas. Era probable que Francis, tanto mayor que ella, que se preciaba de ser un caballero, y que lo era, en efecto, la mayor parte de las veces, quisiese dejarla protegida ante las leyes huincas, ya que se la llevaba tan lejos. Pero en Inglaterra, a medida que aprendía la lengua, adivinó también otras razones. Que Francis había elegido diseñar su vida como si fuera un libro: uno de esos relatos de aventuras soñadas que los blancos llamaban “novelas”. Dentro de esa novela, desposar a la nieta adolescente de un gran cacique en un país exótico, había sido un episodio tan bello como extraordinario: casi el broche de oro para un galán maduro que también había dado la vuelta al mundo como Phileas Phogg, aunque tardase más tiempo. A diferencia de Phogg, Francis no era un solterón. Había enviudado dos veces, y carecía de hijos. Lo que le haría sospechar que tampoco iba a tenerlos con Manuela. El título nobiliario pasaría a su sobrino mayor, y no a un mestizo, aunque pudiera reservar buena parte de su fortuna para la mujer que lo seguía acompañando lealmente, y con quien había jugado un juego maravilloso. Quizá por eso la llamaba Dolly: porque había sido y continuaba siendo para él, una muñeca.
Cuando volvió a la casa ya atardecía. Por un momento, el mar le pareció petrificado en una plancha de cobre. Deseó furiosamente un caballo para galopar por encima de esa superficie enceguecedora y golpearla con los cascos como los plateros labraban el metal con el cincel. Alguna figura surgía siempre de esos golpes precisos y brutales, aunque no sin sufrimiento.
En su cuarto, la esperaba su vestido de fiesta planchado sobre la cama. Sobre una mesita, humeaba el té de Luisa. Aspiró profundamente el fuerte dejo a araucaria que trascendía de la tetera, y bebió el contenido hasta la última gota.
¿Era Greystoke el varón más hermoso que había visto en su vida? ¿Por qué esa pieza de baile, normalmente anodina con cualquier otro compañero, le causaba tal sobresalto en la respiración? ¿O era el deseo, que a veces nada tenía que ver con la belleza, lo que le estaba aplastando el pecho con un dolor difuso? No, no era exactamente eso, tampoco. Algo le decían aquellos ojos que ningún hombre blanco le había dicho. Le costó dominar sus manos para que los dedos no saltaran en el aire, por sí mismos, y acariciasen con desvergüenza la única mirada que acaso tenía el poder de comprenderla tal como era.
–¿Es verdad que usted fue criado por los monos?
–Claro que no. ¿Quién podría hacerse hombre entre los animales? Me educó una comunidad africana. De ellos aprendí todo lo necesario. En cualquier latitud los seres humanos quieren y odian las mismas cosas: adoran a una divinidad, hacen la guerra, tienen hijos, poseen una lengua que les dice cómo vivir, se visten y se adornan, estudian lo que pueden en el libro de la Naturaleza, cuentan historias.
–¿Y por qué insisten aquí con lo de los monos?
–¿No le digo que en todas partes gustan las fábulas? Pero hay otra razón peor, si quiere. Mis compatriotas prefieren que todo lo deba a los monos y a mí mismo, antes que a los negros. ¿Y su gente? ¿Qué me dice de los suyos?
–No sé si ese mundo era mejor o peor que éste. Depende de cómo se lo mire y de lo que uno busque. Pero al menos era el mío, eso sí.
–¿Por qué era? ¿Ya no lo es?
–También allí las cosas han cambiado. Y sobre todo, he cambiado yo. Quizá soy yo la que no tengo mundo.
Salieron a la noche exterior. Adentro, la alegría del charleston hacía girar collares y lentejuelas en el aire luminoso. Manuela vio a su marido de perfil. Era el centro de un pequeño grupo y el único que hablaba. Siempre encontraba un auditorio propicio y rara vez caía en la vulgaridad de repetir la misma anécdota. Envejecía casi imperceptiblemente, contento con un destino que había logrado dibujar a su gusto, según creía, con un pincel de artista.
Greystoke se agachó. Se estaba desatando los zapatos. Cuando los tuvo en la mano le sonrió a Manuela.
–¿Por qué no hace lo mismo, amiga mía? ¿No es una hermosa noche para caminar por la playa?
A la mañana siguiente Lord Cavendish despertó con el sol casi en el cenit. Nunca dormía tanto, aunque las fiestas se prolongasen hasta la madrugada. Un sabor en la lengua que no conseguía identificar le recordó un té espeso que Luisa le había dejado sobre la mesa de noche, y que tomó casi de un trago, antes de acostarse.
Llamó primero a Luisa, luego a Dolly, sin obtener respuesta. La casa vacía se llenó de ecos. Su mujer podía haberse demorado en la cotidiana partida de poker. Pero, ¿y Luisa? Pronto no necesitó buscar más. Sobre la mesa del desayuno halló una nota que le estaba dirigida, junto con el anillo de compromiso que le regalara a Manuela. Ella no había querido llevarse otra cosa que una valija con ropas y sus alhajas araucanas. También las joyas y los cheques ganados en el juego.
Pronto se supo que John Clayton, Lord Greystoke, había desaparecido esa misma mañana. Las murmuraciones no duraron mucho: en el vértigo lujoso de la Costa Dorada un escándalo tapaba pronto al otro. Por lo demás, el fin del verano era inminente, y las mansiones comenzaban a quedarse quietas y desiertas, como vastas escenografías abandonadas.
Si Cavendish y Lady Greystoke tuvieron noticias de sus respectivos cónyuges, nunca lo comunicaron a nadie. Mrs. Clayton volvió a casarse con un hacendado tejano, no bien se cumplió el tiempo legal como para declarar a Greystoke oficialmente muerto.
Cavendish falleció en Londres, pocos años después. Sus sobrinos heredaron la casa y dinero en acciones y en metálico. En su testamento donó al Museo Británico las colecciones reunidas durante sus viajes, y pidió que se hicieran las diligencias oportunas para entregar a Manuela Namuncurá, dondequiera que ésta se hallara, un estuche con unas trenzas negras.
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