Sáb 07.01.2012

VERANO12

El I Ching y el hombre de los papeles

› Por Guillermo Martínez

El cuento por su autor

Este cuento fue el primero que escribí después de varios años de pensar únicamente en novelas. Recuerdo que lo empecé en marzo de 2002, poco después de la muerte de mi padre, y que, con mi lentitud desesperante, no lo pude terminar sino hasta casi un año después. Fue como el retorno a un lugar todavía familiar, pero donde no era demasiado bienvenido, y escribirlo, poner el punto final, tuvo para mí algo de reconquista.

Aparece aquí por primera vez una idea sobre la que pensaría mucho en los años siguientes, tanto bajo la forma literaria (en mi novela La muerte lenta de Luciana B.) como en un ensayo matemático sobre el lanzamiento de monedas que todavía escribo, bajo el título provisorio de Las formas del azar. Esa idea tiene que ver, justamente, con los patrones y figuras embrionarias del azar, sus recurrencias, y la tentación humana, inevitable, de darles sentido a las rachas, de la misma manera que se atribuyen figuras a las estrellas del cielo.

Sobre el cuento en sí, me gusta la soledad encapsulada de los personajes, esa pareja a punto de separarse, inclinada sobre una cama de hospital. Me gusta la tristeza, como una nota baja de fondo, y la lucha íntima y desesperada de una mente racionalista, que no se resigna a ninguna clase de fe, frente a la más difícil de las pruebas. Me gusta la unión de lo milagroso con la indiferencia de las estadísticas. El cuento sucede en esas horas inciertas, el limbo intolerable entre la vida y la muerte que se abre cuando nos devuelven a un ser querido de la cripta del quirófano con la frase “ahora hay que esperar”.


El hombre despierta en un sobresalto, con la espalda entumecida. Se ha quedado dormido en la silla y tarda un instante en recordar dónde está, pero es la segunda noche, y también la sala con la hilera de camas y las cabecitas conectadas a las sondas empieza a resultarle familiar. Hay un olor pesado a desinfectante y agua de colonia, y desde lo alto llega el sigiloso zumbido de aletas del ventilador. Una de sus piernas está acalambrada y al refregarse los ojos siente en la palma el roce áspero de la barba crecida. Trata de recordar la pesadilla que lo sobresaltó pero el último vestigio no se deja alcanzar y piensa que quizás es mejor así. Se pone de pie y se inclina en la oscuridad sobre la primera de las camas. Nada ha cambiado. La sábana amortaja hasta el cuello el cuerpo breve y delgado, una mata de pelo rubio se pega a la cara transpirada y la cabeza se mantiene quieta, en el mismo ángulo algo forzado, como si estuviese tironeada cruelmente hacia arriba por la sonda que sale de la nariz. Alguien repuso durante la noche la botella de suero y también el pañuelo húmedo sobre la frente. El, que había escuchado hasta dormirse el llanto desgarrante de la nenita en la tercera de las camas y luego, entre sueños, el fuerte ronquido asmático, como un nadador a punto de ahogarse, del chico del pulmotor, se pregunta por las diferentes estrategias del cuerpo contra la muerte y si el sopor profundo de su hija, esa quietud impenetrable, será todavía una forma de resistencia ensimismada o el signo del abandono final.

Escucha pasos por el corredor y mira la hora: su esposa viene a reemplazarlo. La puerta se abre y el abanico de luz le deja ver por un instante las otras camas. La tercera, la cama de la otra nenita, está ahora vacía. Piensa que es peligroso dormirse: hay durante la noche desapariciones silenciosas, sustituciones imprevisibles. Siente la mano de su mujer en el hombro y el roce rápido de sus labios en la mejilla. Se quedan de pie como dos extraños, inmóviles, mirando un espectáculo también inmóvil y extraño.

–Nada, ¿no? –dice ella. Extiende el brazo y comprueba con la palma el pañuelo sobre la frente–. Hay que cambiarlo otra vez.

Sale de la habitación y él escucha a través del corredor el ruido de la canilla que se abre en la cocinita donde dormitan las enfermeras. Cuando ella vuelve y toca la frente él ve en sus ojos agrandados por el miedo lo que todavía ninguno de los dos ha dicho.

–¿Cuándo va a pasar otra vez el doctor?

–En dos horas.

–¿Dijo algo más?

El niega con la cabeza.

–Sólo que hay que esperar.

–Algo salió mal, ¿no es cierto? Tendría que haber salido del quirófano en media hora. Es lo que nos habían dicho. Tal vez no era una apendicitis, tal vez hubo una complicación.

–Yo le pregunté y me dijo que no, pero a la noche vino a verla con otro médico. Dijeron que había que esperar otras veinticuatro horas.

–¿Vas a ir a dormir antes de dar tu clase?

–Voy a tratar de acostarme un rato, sí.

–¿Te vas a acordar de buscar el I Ching?

La voz suena con un tono angustiado de imploración, y él ve en sus ojos la misma mirada desvalida, como el brazo en alto de un náufrago, de cuando habían perdido el primer hijo, como si todo se hundiera a su alrededor y ya no le importara lo que él pudiera pensar. Le dice que revisó una por una todas las cajas pero que volverá a buscarlo.

–Y las monedas –dice ella–, no te olvides de las monedas. Tienen que tener una imagen masculina y una femenina. Yo usaba las inglesas de diez centavos, con el león y la reina. Deben estar en la alcancía roja, en la colección de ella.

El hombre asiente y se inclina para besarla. Ella lo abraza imprevistamente y rompe a llorar, un llanto quebrado con espasmos y un quejido ronco y desesperado. El siente que las lágrimas de ella le humedecen la cara y el cuello. Hace mucho tiempo que no se abrazan.

Ella se separa, vuelve a mirarlo y le endereza con un gesto automático el cuello de la camisa.

–¿Te vas a acordar?

El hombre hace girar la llave y entra en la casa. Todavía no amaneció. Avanza a tientas en la penumbra de un pasillo, entra en el cuarto de su hija y enciende una de las lámparas. Su mujer, advierte, estuvo durante el día allí. Todo está ordenado, como si ella hubiera alzado y tocado cada juguete antes de devolverlos a los estantes, y la cama de donde arrancaron a su hija en la mitad de la noche está ahora otra vez tendida, con el cobertor de Winnie The Pooh prolijamente estirado. Encuentra la alcancía dentro de un baúl de juguetes, un buzón rojo de lata que él le trajo de uno de sus viajes. La da vuelta sobre la cama y en el tesoro de monedas de todos los países separa los tres cuartos y los guarda en su bolsillo. Apaga la luz y sube las escaleras hacia su estudio.

Sembradas en el piso, con las tapas levantadas, tal como las había dejado la noche anterior, están las decenas de cajas con libros de la mudanza que habían llegado por barco. Esta casa no tenía bibliotecas; había al principio siempre alguna otra cosa más urgente para resolver, y desde hacía un tiempo habían dejado de pensar en eso, como si los dos supieran que ya no importaba, porque de todos modos él se iba a ir.

El hombre se pone en cuclillas, abre la primera caja y saca en altas pilas los libros hasta vaciarla. Trata de calcular mentalmente el espacio que ocuparán los libros en el cuarto. Está decidido a revisar todas las cajas otra vez. El libro que busca es negro, muy grueso, con el título escrito en caracteres chinos y el lomo descosido en uno de los extremos. Está seguro de que no pudo habérsele pasado por alto. Probablemente estuviera en una de las cajas que nunca habían llegado. La recuerda a ella sobre el libro, en los primeros años del matrimonio, cuando no podía dormirse por las noches. Recuerda sobre todo el ligero redoble de monedas, despertarse en la oscuridad con su costado de la cama frío, bajar la escalera guiado por ese ruido en rítmicas cascadas y encontrarla en salto de cama con el pelo suelto, el I Ching abierto en la mesa de la cocina y un papel doblado en dos al costado, con sucesiones interminables de rayitas que parecían un pedido repetido de auxilio en un extraño código Morse. La recuerda hablándole largamente, mientras él prepara un café, del hombre del Samurai rojo, de los ejércitos en retirada, de la mujer virtuosa y la mujer anciana, del duque de Chou, del cuidado de la vaca, de la mordedura tajante y las lágrimas de sangre que se derraman. Recuerda las mil pequeñas burlas que él le hacía y la respuesta que ella le daba, con una sonrisa imperturbable, como una carta de triunfo permanente: el I Ching le había predicho que llegaría él a su vida, el hombre de los papeles. Así lo llamaba antes ella en los arrebatos de ternura: mi hombre de los papeles.

El hombre abre la segunda caja y un borde de sol entra por la ventana, como una mano inesperadamente tibia sobre la cara. Se echa hacia atrás por un instante, hasta acostarse enteramente sobre el piso de parquet y mira con los ojos entornados el cono de polvo movedizo y brillante suspendido en la luz del sol.

Suena el teléfono en la planta baja. Una, dos veces.

–Pensé que podías quedarte dormido –dice su mujer. La voz le llega con ruidos detrás, como si estuviera en un teléfono público–. ¿A qué hora tenías tu clase?

El hombre mira su reloj.

–Todavía tengo tiempo de ducharme. ¿Alguna novedad?

–Acaban de llevarla a Rayos y el médico encargó otros análisis. Dijo que hay que esperar a que pase el día, pero no quiso decirme qué harían si no reacciona –su voz parece quebrarse y luego, como si se esforzara por recomponerse, le pregunta si irá al hospital directamente después de la clase.

–Sí, claro que sí.

–No te olvides entonces de llevar el I Ching con tus libros a la facultad.

Ella siempre le recordaba las cosas que debía hacer. El no creía tener la mala memoria que a ella le gustaba atribuirle, pero había sido al principio casi un juego entre los dos y sabía que ahora era quizá la única forma en que ella podía conectarse con él en las épocas más tormentosas. Su memoria tenía en todo caso un elemento errático, pero también algunos recuerdos duros e inamovibles. Podía recordar cada noche de la agonía de su hijo, podía recordarla a ella, todavía muy joven, murmurando para sí mientras arrojaba las monedas, atrapada en el tintineo hipnótico, tratando fanáticamente de arrancar al libro una respuesta distinta. Podía recordar el día, después del entierro, en que desapareció el I Ching de la repisa del comedor, sin que él se atreviera a preguntarle nada, y también el día en que ella empezó a tomar las pastillas con las que ahora dormía toda la noche.

El hombre abre la canilla de la ducha y se desviste rápidamente. Tiene un cuerpo largo y musculoso, que conserva intacto desde la época en que integraba el equipo universitario de natación. Todavía ahora puede nadar, sin sentir el esfuerzo, los cien largos de espalda que eran su rutina diaria. Sale del baño y se echa encima una camisa, vuelve a mirar su reloj y decide que no tiene tiempo para afeitarse. Recoge un libro de Estadística, se asegura de que tiene todavía en el bolsillo las tres monedas y busca sobre la mesa de la entrada las llaves del auto. Arranca en dirección a la universidad, pero se desvía en una de las avenidas y estaciona frente a una librería. El empleado que lo atiende lo escucha hasta el final y mueve en una lenta negación la cabeza. Solamente tienen una edición resumida del I Ching. El libro grueso de tapas negras con prólogo de Jung que él menciona está agotado desde hace mucho tiempo, no cree que pueda conseguirlo en ninguna librería de la ciudad. El hombre camina de regreso al auto. Mira su reloj y acelera en la avenida un poco más allá del límite de velocidad. Cuando entra en el aula sus alumnos ya están sentados y escucha un pequeño murmullo de resignación. Nunca antes había llegado tarde, y posiblemente, piensa, todos creían que ya no iría. El hombre cruza el aula con sus pasos largos, se sube a la tarima y empieza a hablar de patologías médicas, de enfermedades extrañas, de monstruosidades. ¿Nunca les llamó la atención, pregunta, que los primeros ejemplos siempre se hayan descripto en China? ¿Serán acaso los chinos más proclives a las aberraciones, a lo monstruoso? ¿O será simplemente que son muchos? ¿Qué es finalmente una enfermedad rara? Una enfermedad de la que se manifiesta un caso entre diez millones, digamos. Pero los chinos son más de mil millones; una enfermedad rara en un país cualquiera ya no es tan rara en China. Pensemos ahora, dice el hombre, en los sueños premonitorios. Todos hemos soñado alguna noche que un familiar cercano muere, podemos suponer que cada persona tiene al menos una vez en su vida un sueño así.

Se detiene, como si hubiera perdido el hilo; acaba de recordar, en su claridad devastadora, la pesadilla que tuvo en el hospital a la madrugada. Se da vuelta contra el pizarrón por un instante, finge que busca una tiza y vuelve a girar para enfrentar a la clase. Lo que no es tan frecuente, dice, es que al día siguiente el familiar, efectivamente, muera. Pero de nuevo, ¿qué significa “no tan frecuente”? Nuestro familiar cercano, como todo ser humano, debe morir algún día.

El hombre escribe en el pizarrón un número de cinco cifras. Este es el número en días de la vida máxima de una persona. Nuestro familiar puede morir en uno cualquiera de estos días. El sueño premonitorio ocurre también una noche cualquiera, en otro cualquiera de estos días. Pero entonces la probabilidad de que el sueño premonitorio se concrete es la probabilidad de que coincidan estos dos sucesos independientes: la noche del sueño con el día de la muerte. Y este número sabemos calcularlo.

El hombre escribe una ecuación, se detiene un instante en el signo de igualdad, como si estuviera haciendo una larga cuenta mentalmente, y anota un segundo número de casi el doble de longitud. Es un número grande, pero no tan grande, dice. En Tokio, en Buenos Aires, en Nueva York, rutinariamente, cada noche alguien mata a un ser querido en sus sueños. Por supuesto esa persona quedará absolutamente impresionada y no la convenceremos con esta cuenta, no la convenceremos con ningún razonamiento de que no hubo nada misterioso, ninguna premonición, sino apenas la verificación trivial de una estadística, casi tan fatal como que haya un ganador en cada jugada de la lotería.

Borra el pizarrón con un modo enérgico y de a poco, con el mismo tono algo indiferente e irónico, demuele en su lección de estadística las martingalas, la astrología, el tarot. Sus alumnos apenas hubieran podido notar la diferencia con otro día cualquiera de clases. Está sólo un poco más abstraído que de costumbre y no ha intentado todavía ninguno de sus chistes suaves, casi secretos. Hace el primer intervalo pero no se aparta del escritorio mientras el aula se vacía lentamente. Una de sus alumnas de las primeras filas se acerca con una sonrisa dubitativa.

–Pero todo lo que usted dijo y la ley de los grandes números no se aplica al I Ching ¿no es cierto? El I Ching predice acontecimientos del futuro..., es otro plano, no puede reducirse a una tirada de dados.

Cada cuatrimestre, cuando llega a esta clase sobre el azar, hay alguien que se le acerca con este mismo aire alarmado, como si él hubiera desafiado una fe íntima, mucho más protegida que cualquier religión. Casi siempre es la astrología y tiene que escuchar defensas candorosas y encendidas y largas explicaciones sobre coordenadas astronómicas y casas astrales. Otras veces es el tarot. En general no puede hacer nada para que entiendan que sí, lo lamento mucho, es todo lo mismo, la ciega indeterminación de las cosas. Pero nadie hasta ahora había mencionado el I Ching.

–¿Tu libro nunca falla? –pregunta el hombre y su alumna no parece advertir el rastro de ironía.

–Nunca –dice con seriedad–. Todo lo que me predijo siempre se cumplió. Pero sólo hay que consultarlo para las cosas verdaderamente importantes.

–Tal vez tengas un ejemplar milagroso.

–No me cree, ¿no es cierto? –dice la chica, dolida.

El hombre la mira. La chica tiene una mirada clara, despejada, y hay en su cara algo radiante y terriblemente joven, como si no hubiera sido todavía expuesta a la vida. Se da cuenta de que sí, de que esta única vez quisiera creer.

–El ejemplar milagroso –se escucha decir– es como la moneda milagrosa, un caso bien estudiado en la estadística. Imaginá por un momento que todos los habitantes de esta ciudad arrojen al aire una moneda veinte veces seguidas. Es perfectamente posible que la moneda de uno, de uno entre todos, caiga del mismo lado las veinte veces. Veinte caras seguidas. Ese hombre creerá que su moneda es milagrosa, pero por supuesto no es nada intrínseco de la moneda, no es más que una de las configuraciones posibles del azar. Imaginate del mismo modo ahora a todas las personas que tienen un ejemplar del I Ching. Imaginá que después de cada consulta los que fueron defraudados por el oráculo abandonen el libro y sólo sigan consultando aquellos a los que el oráculo acertó en la predicción. Digamos, una mitad. Y luego de la segunda consulta, la mitad de la mitad, y así sucesivamente. Aun si el I Ching es tan ciego como una moneda, en una ciudad grande es perfectamente posible que exista un ejemplar que nunca se equivoque. Quizás ése sea el ejemplar tuyo. ¿Cómo es la edición? –pregunta el hombre de pronto.

–¿La edición? Pero eso no tiene nada que ver, ¿no es cierto? Es una edición común, de tapas negras.

–¿Con unas letras chinas doradas?

–Sí, es ésa.

–¿Podría pedírtelo prestado? Sólo por hoy.

–¿Hoy? Pero el libro está en mi casa.

–Lo preciso hoy, sí; podría acercarte después de la clase.

Por la cara de la chica cruza una expresión de desconcierto y algo de alarma, como si tuviera que reacomodarse a otra conversación o empezara a preguntarse si debe entender algo más detrás de sus palabras. Pero vacila todavía, seguramente porque no ve en la expresión de él los otros indicios, una media sonrisa, un cambio en el tono, una segunda intención en la mirada, que le permita estar segura de cuál es el verdadero ofrecimiento. Se pasa una mano nerviosa por el pelo, y sonríe débilmente.

–Pero usted no cree en el I Ching, ¿no es cierto? –La sonrisa se acentúa con un destello de frivolidad. O quizá fuera la manera de animarlo a cruzar ese límite invisible, para estar segura de qué era exactamente lo que estaba por aceptar o rechazar. El hombre hace un gesto cansado.

–No, en general no. Pero no es para mí. Es... –Se detiene, como si hubiera elegido un camino equivocado–. Es largo de explicar –dice–. Pero es una consulta importante, como dijiste antes. Me gustaría que fuera con tu ejemplar. ¿Puedo pedirte ese pequeño favor? Te lo devolvería mañana mismo.

–Claro, claro que sí –dice la chica y retrocede confundida a su banco.

–Gracias –dice el hombre–; nos encontramos entonces después de la clase.

La casa de su alumna está en el nuevo barrio estudiantil, detrás del parque. Durante el breve trayecto apenas conversan. El se entera del nombre de la chica. La chica se entera de que tiene una hija por los juguetes en el asiento de atrás. Cuando estaciona frente a uno de los monoblocks ella le ofrece tímidamente que baje, y ahora él, desde la puerta, mientras ella se disculpa por el desorden y busca el libro en una biblioteca de caña, siente que vuelve por un instante a su pasado estudiantil, a su propio cuarto caótico, y que podría saberlo todo sobre ella si sólo dejara fijar la mirada en cada detalle. La chica regresa con el libro y se lo extiende. El pasa un dedo por los caracteres dorados de la tapa y siente el peso al girarlo para mirar el lomo. Se da cuenta de que es la primera vez que tiene el libro en sus manos.

–Es la edición común –dice ella, como si fuera algo de lo que ya le había advertido antes, pero aun así temiera que el libro lo decepcionara.

–Es absolutamente perfecto –dice el hombre– : el ejemplar milagroso es un ejemplar común de la edición común.

El hombre sube las escalinatas del hospital; en cada peldaño impar las monedas suenan en su bolsillo. Cruza un patio y busca en el laberinto de pabellones la sala de su hija. Una enfermera que conoce lo intercepta en el pasillo antes de que abra la puerta y le pone una mano sobre el brazo. Su hija, le dice, fue llevada al quirófano: van a operarla por segunda vez, su esposa lo está esperando allí. El hombre camina hasta el final de una galería y sube otro tramo de escalones, unos escalones desgastados de mármol, con los bordes dentados, que desembocan en la salita de espera. Su esposa se levanta de su silla y lo abraza. Al separarse él ve en su cara las huellas de las lágrimas.

–Acaba de entrar –le dice–. Está detrás de esa puerta. No saben qué tiene. La van a operar otra vez pero no pudieron decirme qué tiene –Fija la mirada extraviada en el libro que el hombre aún tiene en su mano y cuando él se lo extiende lo lleva por un momento contra el pecho–. Lo encontraste, entonces.

–No es el tuyo –dice el hombre–. Volví a buscarlo y no estaba. Es uno que me prestaron.

–¿Y las monedas? ¿Te acordaste de las monedas?

Están solos en la sala de espera. El hombre saca del bolsillo las tres monedas y se las alcanza. La mujer se refugia con el libro en el primero de los escalones. El se da vuelta hacia la hilera de sillas vacías: no quiere verla así, inclinada otra vez sobre el libro como si fuera un dios oscuro y terrible, como si el pasado, intacto, retornara. Pero su hijo y su hija, piensa, son sucesos independientes. Escucha el repiqueteo de las monedas arrojadas sobre el mármol. Una, dos, tres veces. Cuatro. Cinco. Seis. Las seis tiradas que determinan el número del hexagrama. Alza la cabeza sin poder evitarlo y mira, aterrado, la mano que abre el libro infalible en una de las páginas.

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