› Por Por Juan Bautista Duizeide
Estaba ya oscuro y Jesús no había venido a ellos.
Y se alzaban las aguas con un gran viento que soplaba.
San Juan, VI, 17
2Ahora que la mujer se calla un momento, y el bar entero trepida al paso de los vagones de carga, pienso: no es cierto que a la realidad le gusten las simetrías y los anacronismos. Nada vuelve. Nada se repite. Irse es todo. Para siempre, para nunca más. Sin embargo, mientras tomo otro sorbo de cerveza negra tan fría como este mes de julio, y se pierde al fondo de las vías el lamento del tren, y rebota entre las casas bajas del barrio hasta extinguirse en el silencio redondo de la noche, ya voy cambiando de opinión: a veces los días se acercan a la música. Aires que aparecen, se van, son sucedidos por otros, asoman, retornan, se desarrollan, se entreveran. El tiempo aspira a melodía. Entonces se cree merecer un destino. La gracia de una coda que redima los movimientos de la vida.
Ahora la mujer alza el pingüino color caramelo, vacilando, y llena de vino tinto, hasta hacerlo desbordar, el vaso que un instante atrás vació a sorbos largos y sonoros. Cómo no dudar de su cordura, si de entrada me citaba pasadas las diez de la noche, para colmo en este bar de milongueros veteranos pegado a la estación. Fuera del mapa al que limité mis andanzas de regreso del mar. Tan lejos del centro, tan apartado de mis rutinas de solitario. Pero cómo no acudir a la llamada. Si nomás cayeron al diario los primeros cables me había interesado en el asunto. No por lo que se contaba, sino por todo aquello que no se decía. Por lo que me llevaba a intuir si es que corresponde ese verbo.
De lo indiscutible se ocupó alguno de los periodistas en los cuales confía el secretario de redacción. Jóvenes voluntariosos que se miden de reojo entre sí y muy poco se preguntan acerca de la vida y de la muerte. Además de ser más entusiastas y responsables que yo, jamás se dejan tentar por quimeras. O mejor dicho, no persiguen otras quimeras que el éxito, el dinero, la figuración, y así confirman en sus valores a los que mandan. Ellos se concentran sobre lo que llaman, en un inglés mal pronunciado y desdeñoso, “de jar facs”. En este caso una lancha que sale desde San Isidro con dos ocupantes, hombre y mujer. Esquiva a la Prefectura, se dirige a Colonia y en medio del cruce la sorprende una sudestada. Un timonel que sin demasiado apego por la lógica decide rumbear hacia Berisso en busca de refugio. Y por falta de experiencia, por miedo, por irreflexión, fuerza la marcha contra las olas, tanto la fuerza que el casco, después de golpear y golpear contra esos filos de agua empinada, se raja, se parte y se va a pique. Tan pero tan rápido, como le dijo con voz temblorosa y cada vez más fatigada ese timonel a cuantos se pusieran a tiro de sus justificaciones, que no da tiempo a accionar una bengala, a emitir un pedido de auxilio por radio, a nada. Y entonces, en vez de hacer lo que corresponde en tales emergencias, según le enseñan a cualquier aprendiz, o sea permanecer aferrados a los restos más grandes a flote esperando la luz del día, un avistaje, el posible rescate, se va a nado y la deja a ella sola en medio de la oscuridad.
Después de diez horas y de vaya a saber cuántas brazadas y qué pesadillas, él logra alcanzar tierra, con sus últimas fuerzas trepa a un muelle por la dársena F, la de las chatas areneras, pregunta dónde queda el puesto de la Prefectura, se arrastra hasta él y logra convencer a la guardia. Luego se suceden llamados, planteos, discusiones, órdenes. Así se fue buen rato para cuando se alista un helicóptero y parte sin coordenadas hacia dónde dirigirse, en una búsqueda seguramente inútil. Pero después de unos pocos minutos de vuelo, en medio de un oleaje aún encrespado, se avista algo. Vira el helicóptero, vuela por el rumbo opuesto, desciende unos cuantos metros, el apuntador vuelve a alzar los Zeiss, los apoya sobre la cuenca de los ojos, regula su óptica tan minuciosamente como si contaran con todo el tiempo del mundo. O como si él descontara la más mínima posibilidad de dar con su objetivo. Y entonces sí, mira: y lo que aparece enfocado por sus binoculares lo hace corcovear. Una mujer sube y baja con las olas. Es ella después de una noche entera a flote en el agua del invierno. Viva, sonriente, luminosa como una santa en éxtasis.
Cuando la mujer llamó al diario, necesitada de contar no tanto su versión de lo ocurrido como sus sensaciones durante esas horas a la deriva por la noche oscura, el tema ya no daba para tapa. Así que nadie quiso oírla. “Yo voy”, grité desde mi escritorio. Ya a punto de colgar el teléfono, se quedó mirándome un instante el secretario de redacción. “Yo voy”, insistí. Enseguida dejé en claro mis condiciones por si es que a esa altura hacía falta: no indago acerca de móviles ni de coartadas. Tampoco interrogo a víctimas, aunque entonces no lo dije. Y por sobre todo esquivo a la verosimilitud, esa superstición de clase media. Miro y escucho, espero, me abro a lo que no sé. Es distinto a lo que buscan los demás lo que me importa en las historias. No entra en la volanta, el título y la bajada. Se resiste a los cuadros sinópticos. Es algo exasperado como el viento, el agua, el frío, la soledad. Como eso otro que vacilo en nombrar.
Alistarme en los cargueros más desastrados y lentos que zarparan de Buenos Aires había sido una manera de ganar distancia cuando esta tierra dejó de ser firme para mis pasos de perseguido. Tal vez por eso el secretario de redacción me dejó venir acá, a este bar con luz de buque fantasma. Soy lo más cercano a un lobo de mar que ha tratado. Se supone que algo entiendo acerca de navegaciones y naufragios. Y como además perdí entre libros la parte de mi vida que no malgasté en conspiraciones y en fugas, me encarga lo que llaman, con desprecio, una nota de color. Pensarán él y sus secuaces que la verdad es en blanco y negro. Y el resto adorno o juego sin consecuencias. Este bar resultaría un escenario perfecto para el género al que pretenden confinarme: las vías al lado, el tren que horada el silencio y vuelca sus escombros encima de los pocos parroquianos callados, y en las paredes pintadas de un blanco que los años y el descuido mitigaron, una foto de Charlo, una de Raúl Berón, una de Miguel Caló, una de Aníbal Troilo, una de Emilio Balcarce, una de Osvaldo Pugliese, todas en marcos finos y oscuros, cada una con su debido autógrafo. Y una gran placa de bronce que recuerda: Jorge Casal debutó aquí. Y el mozo que al traer la cerveza negra para mí y el tinto de la casa para ella, tanteando una complicidad de machos porteños, me dice:
–A media mañana siempre cae el maestro Plaza a tomarse un vermú con lupines.
Sí. Este bar resultaría perfecto.
Pero hablamos del naufragio y de la salvación.
Cómo no desconfiar de esta mujer. Con su mohín de niña hosca subrayado por la luz que le da justo desde atrás, nimba de dorado su pelo en tumulto y enmarca su cara antigua. Ahora pienso que ni sabe ni sospecha en qué podría andar su marido para largarse en lancha a través de la sudestada. Ella se salvó por torpeza o por inocencia. Quiero convencerme de eso. Ahora tomo un trago más para conjurar su silencio y su mirada fija. Algo oscuro, muy oscuro, me ronda. Que su vuelo indecible no me roce. Elegí descreer ya hace mucho, o quizás eso creía mientras me encolumnaba en las filas de otros dioses no menos implacables, mientras cambiaba de libros sagrados y de sacrificios. No sé si esta mujer, que ahora me encandila con sus ojos de virgen extraviada, es apenas una pobre borracha o si bajo esa máscara de alcohol y de obsesión acecha la señalada para empujarme cuesta abajo por los desfiladeros de mi silencio, de boca hacia la palabra que no me animo a pronunciar. Dudo y dudo. Hasta que me convenzo. Es una lunática. Entonces cómo no creerle, si en el Hemisferio Sur la luna siempre dice la verdad.
–Me ayudaron a mantenerme a flote los pájaros que pasaban volando por encima de mi cabeza hasta que asomó el sol –dice la mujer, de un tirón, por enésima vez en lo que va de la entrevista. Sin necesidad de que yo haga ninguna pregunta. Perdida su voz en el alcohol, ahora, como su cuerpo en la oscuridad del agua y del cielo entonces, durante aquella otra noche, la más larga de su vida, sin más luz que una esperanza idiota, sola en medio del río, flotando, flotando, flotando sola.
–Eran pájaros inmensos, tan grandes como personas –asegura.
Y yo sigo callado.
–Toda la noche aletearon –insiste, y su aliento a vino de damajuana se impone sobre mi aprensión como una caricia impúdica.
–Las aves nocturnas del río, claro –le digo.
Intento desviar su delirio. Con miedo de asomarme al abismo, que una a una caigan a él todas mis certezas y yo me zambulla detrás. Voy haciéndole señas al mozo. Quiero pagar. Extenderle a ese hombre, como una forma de imponer distancia, un puñado de australes de los que me gano, entre humo y resignación, tecleando con dos dedos en la Remington al ritmo de una cocaína cada vez más adulterada. Quiero irme pronto. Lejos. Porque es tarde, porque estoy cansado, porque tanta cerveza me dio sueño, porque aún debo pasar por el diario a escribir alguna mentira en treinta líneas, no sea que a mí también me crean perdido.
–Las caras de los pájaros… –arranca ella, una vez más. Pero yo no soportaría que terminara esa frase.
Entonces saco la billetera, pago, dejo una propina excesivamente generosa para mis posibilidades, saludo, a pasos de fugitivo parto sin mirar atrás. Y pienso, mientras me voy yendo con cinco cervezas sublevadas en la bodega, sin saber qué se me ocurrirá escribir, y empiezan a alejarse ese barrio de casas bajas, ese bar junto a las vías, esa mujer anegada en tinto turbio. Pienso: no hay aves nocturnas en el Río de la Plata. Lo aprendí en mis años de navegación como marinero raso. Lo aprendí tal como me parece, ahora, haber recibido algo de esta mujer. Acaso una revelación.
Quiero olvidarla como olvidé antes, por la gracia impiadosa del mar, otros naufragios.
Pero vuelven esos pájaros, vuelven y me obligan a ponerle palabras a lo aprendido de ella, borracha o iluminada: también cosas así pueden salvar. No importa qué tan improbables, desubicadas, escandalosas, ridículas, anacrónicas. Como la adjetivación desaforada que el secretario de redacción tacha con rojo en mis originales. Como esos golpes de alas en lo oscuro sobre el agua que se alzaba. Como esos pájaros gigantes con la cara de cuantos te amaron en la tierra.
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