› Por Ariel Magnus
Escribí este cuento hace ya varios años, lo menos diez. Fue el primero de una serie con títulos encabezados por el singular femenino, que desde entonces guarda una carpeta con el título nada musical de “Tirame un la”. Además del artículo, a estos cuentos los une el tipo de narrador. Al menos en los que están en primera persona, el yo le pertenece siempre a una persona medio idiota o, como en este caso, completamente hija de puta. No recuerdo por qué elegí ponerme en la piel de estos impresentables para narrar. Alguno dirá que porque me salen naturalmente, y a mí no me quedaría más que festejarle el insulto. Igual prefiero pensar que la elección se debe a una suerte de demagogia sutil, quizás hasta no muy consciente, con la que el relato busca que el lector quede mejor parado que el narrador, ya sea en el plano intelectual o en el plano moral. Entender de la historia o de la situación que se cuenta más que el propio narrador, o en su defecto entender que el narrador es una mala persona, nos pone como lectores (y el plural vuelve a tener aquí visos de captatio benevolentiae, aunque digamos que basada en hechos reales, pues el cuento es tan antiguo que ya me resulta un poco ajeno) nos pone como lectores por encima del personaje principal, ese que en las narraciones en primera persona, para mayor efectividad de la estrategia, el lector (algún lector, no yo en este caso) suele cometer la imprudencia de identificar directamente con el autor. Poniéndome en la piel de un impresentable sacrifico entonces hasta mi buen nombre en el mundo real sólo para que el lector se sienta bien consigo mismo y, ebrio de autoadmiración, pase por alto la eventual mediocridad de lo que acaba de leer. Formas que se busca uno para combatir la inseguridad, algo en lo que a todas luces no he cambiado en la última década.
En cuanto al tema del cuento, creo recordar que nació de la intuición, probablemente falsa, en todo caso menos deudora de algún realismo criminológico o psicológico que de un gusto malsano por la paradoja, de que para entender un crimen hay que cometerlo. A eso se sumó la fascinación que siempre tuve por la reconstrucción de la escena de un crimen como parte del proceso tendiente a esclarecerlo. La idea de dramatizar un hecho criminal con actores amateur haciendo de sí mismos me parece digna de albergar ella misma un crimen, que sería en cierta forma el mismo otra vez. La tercera motivación para escribir la historia de Arzúa fue poner a prueba la idea, sin dudas nada original, aunque ahora no podría decir de dónde la hurté (todos los cuentos policiales son en cierta forma la reconstrucción de un crimen, el del robo más o menos sutil de su argumento, sólo que en este caso la idea es que el delito no se esclarezca); el tercer motivo fue probablemente el de contar un crimen desde la óptica de quien lo cometió, pero sin que lo confiese, ni nadie se haya dado cuenta. Salvedad hecha, naturalmente, del astuto lector.
Como ocurre con casi todos los grandes pensadores de la humanidad, hay un primer Arzúa y un segundo Arzúa. El primer Arzúa, que yo conocí cuando inició la suplencia en nuestro destacamento, creía que no había cosa más fácil de entender que un crimen. Con las piernas abiertas sobre el cadáver de turno, indiferente a los ruegos y las quejas de peritos y fotógrafos, Arzúa me fue exponiendo, desde nuestro primer operativo conjunto y hasta el quiebre epistemológico posterior, su tesis de que resulta mucho más sencillo entender un homicidio que su abstinencia, tantos son los motivos que en cada caso pueden esgrimirse en su favor y tan pocos –en rigor no más de uno– en su contra. “Yo, usted, todos podemos ser los asesinos –descubría una y otra vez, sin odio ni tristeza– y estoy seguro de que por cada coartada que busquemos para probar nuestra inocencia encontraríamos miles capaces de demostrar lo contrario. Ansias de poder, dinero, un ajuste de cuentas o incluso un simple capricho, cualquier cosa justifica un disparo”, soliloquiaba conmigo o departía para nadie, flaco aún e intimidante el cuerpo atlético, aunque ya ligeramente calvo. Su idea era que cualquier causa podía moverlo a uno a cometer un crimen, mientras que sólo existía una razón para no hacerlo: su consecuencia, la cárcel. “Supongamos un mundo en donde matar es lo que está bien y en donde lo mejor es vivir en prisión (su ejemplo favorito). En ese mundo, alguien le quita el puesto y usted no hace nada, así que lo detienen por continencia homicida. ¿Por qué no mató a su colega traicionero?, le pregunta el juez, a lo que usted responde que la causa de no haberlo hecho es la consecuencia. Con una coartada así, lo más seguro es que le dicten libertad perpetua.”
Hablaba de estas cosas sólo en el escenario del crimen, nunca en el destacamento o en el auto, como si su filosofía estuviese dirigida a honrar la sangre circundante, o a evadirla. Mientras lo hacía, acostumbraba tocar con las manos desnudas a los occisos y demás objetos probatorios, preferentemente los que serían sometidos a un análisis de huellas digitales. Sabía que una vez informado acerca de quién era la víctima se le ocurrirían varias razones para haber sido él su asesino, y como se tenía jurado no dejar irresuelto ni un caso a lo largo de toda su carrera profesional, quería asegurarse con un par de pruebas la posibilidad de una autoinculpación. “El día en que yo no resuelva un caso –festejaba cada vez que resolvía uno–, ese día búsquenme en la cárcel.” Otro de los métodos de Arzúa para asegurarse el éxito de sus operaciones (otra de sus pedanterías, diría el subcomisario Gutiérrez, que ejercía el rencor como otros el billar o las nuevas camisas de cuello ancho) consistía en hablar de hechos futuros como si fueran pasados. “Fuimos a su casa y lo apresamos”, anunciaba cuando subíamos al celular para ir a la casa del sospechoso con la esperanza de –eventualmente– apresarlo. Y ya sea por este hábito de tentar al futuro, ya sea por aquel juramento que aseguraba el éxito a cambio de la propia libertad o por su teoría de la resolubilidad de todo crimen, lo cierto es que Arzúa fue el efectivo más digno de ese nombre que he conocido en mi vida.
Hasta el caso del dentista que mató a su esposa y a sus cinco hijas, hace una década, como se recordará. Arzúa había sido efectivizado unas semanas atrás y era ahora el jefe de Homicidios, un puesto que tanto Gutiérrez como yo sabíamos que se había ganado en buena ley. Ir al lugar de la masacre, confiscar el arma y detener al dentista fueron meras formalidades. El victimario había matado de varios tiros a cada miembro de su familia, luego había apilado los cuerpos en la cocina y dejado el arma sobre una mesa. Cuando llegamos, nos esperaba acurrucado en un rincón, pálido pero en sus cabales. Arzúa lo esposó con inusitada violencia, creo que hasta llegó a pegarle, algo que nunca hacía fuera de los interrogatorios en el destacamento. Era el caso más simple desde que trabajábamos juntos, y sin embargo se comportó como un principiante, nervioso hasta la prepotencia, matón. Me acuerdo que empezó a hacerle preguntas antes de subirlo al móvil, si bien sabía que ni siquiera ahí adentro la cosa era legal. “¡Por qué –lo insultaba–, decime por qué!” Yo traté de calmarlo a Arzúa y le expliqué al sospechoso que tenía derecho a no responder antes de ver a su abogado, pero ninguno de los dos me oyó, habían entrado en esa sintonía reservada al criminal y su verdugo que no admite interferencias por parte de terceros. Entonces el hombre empezó a hablar, dijo todo lo que después repitió en el juicio y hoy se conoce por los diarios: que en la casa lo humillaban sistemáticamente, que lo trataban de mariquita por ser el único varón, que lo encerraban en el baño durante horas, que lo despertaban a la noche para hacerle limpiar los pisos, que le robaban el dinero que él le giraba a su madre, que le espantaban los pacientes diciéndoles que era un pervertidor de menores, que le cortaban el cable del televisor cuando había partido y le pinchaban las ruedas del auto cuando tenía algún viaje, que le quemaban la correspondencia y no le pasaban los llamados, que le vendían la ropa en los mercados de pulgas y le habían hipotecado la casa, que cada tanto le daban comida podrida, cruda o de perro. A mí me causaban gracia sus razones, y apenas si podía contener la risa (no le creía una palabra), pero Arzúa lo escuchaba sin pestañear, atento como quien prepara una carambola. En esa noche de verano, en ese auto y frente a ese asesino múltiple, se diluyó el primer Arzúa y nació el segundo, el escéptico.
Tuve que esperar algunas semanas para comprobarlo. Primero fue el silencio ante el cadáver de turno, luego los monosílabos negativos, al fin las primeras frases concluyentes, tibia aurora del nuevo paradigma. En su última etapa, justo antes del descenso irreversible, la base teórica del quehacer policíaco de Arzúa era más o menos la siguiente: podemos esclarecer todos los crímenes del universo, pero llegar a entenderlos, nunca; para entender un crimen hay que cometerlo. “La sola necesidad de tener que explicarlos –teorizaba ahora– indica que hay en ellos algo inentendible, fuera de toda lógica. Cualquiera siente celos y fantasea con apaciguarlos de un tiro (su nuevo ejemplo favorito), pero no por eso trasciende a la práctica; del instinto a su acometimiento hay un hueco, un hueco que los de afuera llenamos de explicaciones pero que sólo el que está adentro puede tapar con la verdad.” Según este segundo Arzúa, los crímenes eran como países lejanos o como la paternidad, no bastaba con mirar documentales o ser tío para comprenderlos, había que tomarse un avión, había que engendrar niños. Claro que para hacerse una idea general bastaba una vez, tampoco era cuestión de andar viajando sin pausa o de llenarse de hijos, ni de andar matando a cada paso como si no existieran las generalizaciones, la abstracción. “Lo pernicioso –me exponía ahora en cada nuevo operativo–, lo pernicioso para el conocimiento, para el conocimiento de este tipo o de cualquier otro, es la voluntad de saberlo todo, la maldita erudición.”
Contrariamente a lo que pudiera suponerse, el giro doctrinal en el pensamiento de Arzúa no tuvo consecuencias negativas en su efectividad como investigador. Descreer de su aptitud para apresar los móviles profundos de un crimen jamás le impidió hacer lo propio con los culpables, si bien es cierto que este segundo período de su carrera estuvo minado por una constante sensación de fracaso, extensible incluso a sus pesquisas más exitosas, las que hicieron de él un mito viviente de nuestras fuerzas de seguridad, digno de ser historiado en mejores páginas. Su triste fin, consecuencia de un celo teórico sin paralelo en la historia de nuestra querida institución, no debe distraernos de la tarea de honrar su memoria, tarea que aquí asumo con emoción viril y subordinado respeto.
De haberlo notado antes, acaso la catástrofe hubiera podido ser evitada. No hay palabras que puedan expresar la culpa que siento al comprender mi negligencia. Casi imperceptiblemente en ese entonces, con una evidencia lindante en la grosería ahora que lo recuerdo, el comisario Arzúa fue cambiando sus cátedras del lugar del crimen al lugar de la reconstrucción del crimen. Cada vez hablaba menos en el momento de auscultar la geografía del hecho reciente, cada vez callaba menos en el momento de revisitarla luego para la actuación frente al juez. El espacio era el mismo, lo que facilitaba mi ceguera, pero no así el tiempo, lo que la torna imperdonable. La reconstrucción de un hecho ocurre algunos días después del mismo, a veces después de semanas o meses, pero el tiempo que allí se reconstruye es el de antes. El primer Arzúa era un decidido enemigo de estas burocracias, decía que no era actor sino comisario y recurría a cualquier medio con el fin de evadirse de las convocatorias del juez. El segundo Arzúa, en cambio, comenzó a mostrar un gran interés por estas fantochadas judiciales donde no importan los hechos sino su falsa verosimilización, un interés que pronto pudo ser calificado de manía sin que nadie se sorprendiera (el término, en su sentido más patológico, fue introducido por el subcomisario Gutiérrez). Gordo, el cuerpo atlético hecho una nostalgia de sí mismo y la calva perfecta, casi intimidante, Arzúa seguía la reconstrucción de todos los crímenes, tanto los suyos como los de los colegas, monologándome lo que incubaba, taciturno y como ido, mientras ordenaba los papeles en su escritorio o manejaba el celular. “Para entender un crimen –solía decirme ahora–, para entenderlo de veras, para sacar a la luz sus móviles más oscuros, no basta con reconstruir el último instante, el desenlace de años de gestación, el punto final a ese largo párrafo. Para poder decir que lo entendimos, que verdaderamente lo hemos esclarecido, es necesario que alguien se meta en la piel del asesino, reconstruya su historia desde lo más temprano posible y avance con ella hacia el fin previsto. A los hechos no se los puede definir como si fueran palabras en un diccionario: cada hecho tiene su etimología, cada hecho es su etimología.”
A veces iba más lejos y amenazaba con que algún día probaría a hacerlo, probaría a entender. Por ese entonces ya no se quedaba perorando en el vacío al margen de los actores, sino que se metía en la escena, miraba cada cosa y cada persona desde todos los ángulos, llegaba incluso a acomodar o a mover a los actores, a reemplazarlos para una mejor ejemplificación. Insisto en que fue un proceso paulatino, fragmentario, borroso como el surgimiento de una nueva moda en el vestir. Recién ahora puedo ver cómo se va moviendo en el escenario, cómo va acomodándose a su papel, tan imprevisible cuando era un hecho como tangible ahora, cuando me aboco a reconstruirlo.
Esta evolución ocupó algunos años, y llegó a su fin con el caso Freitas. El caso Freitas, doblemente dramático, fue alejado de la opinión pública por un decreto interno que mi investidura actual me permite transgredir. Todos los involucrados, asesino, víctima y testigos, eran policías; el hecho ocurrió en un club de la policía, durante la fiesta de aniversario de uno de ellos. En el medio de la velada, sin razones aparentes, sin reyerta previa o alguna historia antigua que la justificara (al menos en esa dirección), una bala del comisario D. embocó en el tórax del subcomisario Freitas, matándolo en el acto. Varios testigos, en su mayoría ebrios, afirmaban que se había tratado de un descuido lamentable; otros, no menos beodos al tiempo de los hechos, que el comisario había sacado el arma y apuntado y disparado con absoluta deliberación. La falta de móviles aparentes (una jugada inversa hubiera sido mucho más fácil de explicar) daba razón a los partidarios de la fatal negligencia, pero la tácita norma de dejar las armas en la entrada, acatada por todos menos por el comisario, hablaba en favor de los segundos; la circunstancia de que el comisario llevara saco (el calor adentro del local no lo recomendaba, aunque afuera era otoño) avalaba ambas posibilidades, tanto la de la omisión involuntaria como la de la fría premeditación.
El caso fue otorgado a Arzúa. No sólo por su complejidad, que exigía al mejor de los nuestros, sino también porque Arzúa era de los pocos (Gutiérrez y yo entre ellos) que no habíamos asistido al convite. Como en el hecho se hallaban complicados casi todos los agentes del distrito, su reconstrucción tuvo que ser postergada durante semanas, hasta dar con una noche tranquila y con pocos partes de enfermo. La fecha coincidió con la de mi cumpleaños número cincuenta y dos, un domingo todavía de otoño. Entorpecido por su carácter de excepcional y por la cantidad y calidad de los participantes, el trámite se desarrolló con el retardo y el desorden propios de una reunión social. Desde el arribo de los primeros citados, y más aún a medida que fueron llegando los otros, el clima reinante se hizo decididamente festivo. Pude observar que corría el tabaco, el alcohol y el saladito, pero me cuidé de censurarlo. La animación general, inadmisible frente al asesinato del colega, era sin embargo útil a la reproducción científica del mismo. Los ánimos sólo menguaron cuando Arzúa, transpirado el saco que ocultaba el arma, calló a los presentes para pedirles que hicieran como si estuvieran en una fiesta. Luego todo ocurrió en un instante. Tomé el cuaderno de notas que estaba indeciso entre ambos y dejé que Gutiérrez hiciera de Freitas, estuve buscando un bolígrafo por los bolsillos y entonces escuché el tiro. Vi que Gutiérrez se palpaba el tórax como quien busca arreglarse el cuello de la camisa, vi que caía sin creérselo, como quien mandó la bola negra al agujero equivocado. Antes de socorrer a la víctima, crucé una mirada con Arzúa. No sé si él leyó en la mía el espanto y la admiración, pero estoy seguro de haber descubierto en la suya el alivio de quien al fin lo ha comprendido todo.
Por decisión interna, no hubo una segunda reconstrucción del hecho (una primera reconstrucción de la reconstrucción). Quedaba por aclarar por qué el arma que había utilizado Arzúa estaba cargada, es decir, por qué el arma que había utilizado Arzúa era la mía, que estaba cargada. Frente al tribunal supuse que la había sacado de la guantera del auto, lo que a su vez explicaba que allí se hubiera encontrado la suya sin balas. Yo sabía que esa no era la verdadera explicación, que la historia era mucho más larga y que estos detalles nada tenían que ver con las causas profundas, filosóficas, que habían movilizado a Arzúa, pero mucho mejor sabía lo difícil que me hubiera resultado transmitir a los miembros del tribunal aunque más no fuera una versión simplificada y pedestre del pensamiento de mi predecesor. Por otra parte, la hipótesis de un ataque de locura ayudaba a echar luz sobre el caso Freitas, que de lo contrario hubiera quedado irresuelto para siempre. De esta forma, aunque al costo de su propia libertad, Arzúa cumplió con su juramento de no dejar ni un crimen sin resolver a lo largo de su carrera profesional como jefe de Homicidios. Un puesto –creo necesario aclarar en estos tiempos de rumores y conjuras–, un puesto que el triste fin de Arzúa y el no menos lamentable deceso del subcomisario Gutiérrez me han obligado a asumir, cosa que hice y seguiré haciendo con reverencia sumisa y varonil congoja.
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