› Por José María Brindisi
“… mientras el mundo se apaga
y viaja hacia la noche”.
Juan Manuel de Prada, La vida invisible.
Tomar un avión.
Viajar para escapar de todo, aunque en verdad no haya nada de qué escapar y ninguna cosa sea, aún, definitiva.
Desear lo que ni siquiera se intuye, y dejar aquello en lo que ni siquiera hemos terminado de convertirnos.
Elegir un destino: digamos Amsterdam.
Amsterdam en otoño, entonces. Caminar por el Voldenpark, lentamente, pensar demasiado y malgastar el tiempo; después, vivir con ansias, conocer gente, desembarcar en todas partes con un cuchillo, y un ancla, y un megáfono.
Conocer a una mujer en Amsterdam. Que sea esa mujer. Reencontrarnos con aquel que habíamos imaginado, uno con nuestros rasgos pero el alma y el coraje de otro.
Animarse a entrever el futuro, incluso a delinearlo.
Luego, claro, tener miedo. Necesitar tiempo y buscarlo con desesperación en el otro extremo del mundo.
Reservar ese disco, que alguna vez nos salvó la vida, para utilizarlo sólo en ocasiones especiales.
Subirse a un tren, durante más de cinco días, para llegar a China.
Y que sea el principio o el fin.
Sucedió así, en una ráfaga.
Y sin embargo parecías estar listo.
Escribís la primera postal en el preciso momento en que el tren arranca. Comenzás a escribirla, en realidad. Ponés el nombre, la halagás, y entonces es como si alguien te tirara un cable: se larga una tormenta imposible. Es como si algún productor mediocre hubiese concebido la escena para el clímax de una película. El tren arranca, llueve, y sentís una especie de temor, algo como un temblor interno, leve al principio pero que después insiste. Sentís ese miedo, lo intuís, lo vomitás como si de eso dependiera tu vida. Te sentís poético: el fin del mundo, la muralla allá en el fin del mundo. Y nosotros tan insignificantes que una tormenta nos aniquila. Pero no, no es eso; no empieces mintiéndote. No te predispongas así para llegar a la tierra milenaria. El temor viene de otra parte: no hubieses podido escribir aunque la lluvia te esperara todo el día. “Niña, hermosa”, pusiste. Es cierto. Pero el resto no se va a escribir solo.
Aunque para ser justos, la imagen allá afuera impresiona. La tormenta no te permite ver nada, estás solo en tu compartimiento y todavía, a pesar de lo mucho que has viajado, te cuesta asimilar lo que ocurre. Estás en Moscú, sí, vas a cruzar Siberia, y Mongolia, vas a llegar a China. Sí. Eso bien podría abarcar unas cuantas vidas. Vas a hacer todo eso pero no sos capaz de terminar una postal.
La lluvia se calma un poco, y la densidad del aire sigue siendo abrumadora, como si no hubiese ocurrido nada. Limpiás la humedad del vidrio y sigue siendo Moscú. Del otro lado de la ventanilla la gente corre. Y esa visión te conmueve, como si no hubiese en el mundo nada más bello. Sos un tipo sensible. De acuerdo. Eso te inspira. “Salimos”, agregás. “El tren acaba de arrancar.” Bien. Un poco más de esfuerzo y la llenás con burbujas.
Estás horrorizado. Estás seco. Pero el de arriba te da otra mano: entra una pareja de chinos. Podés contarle eso. Ella es flaquísima y un poco ojerosa; parece frágil, y sin embargo posee un brillo extraño, como si estuviese hecha de marfil. Tiene una mirada, además, que en algún sentido la transparenta. El, simplemente, es chino.
Te dedican una reverencia, mientras se acomodan a la que será su casa por algunos días. Tu casa. Los edificios rusos siguen desfilando y a vos te parecen todos iguales. O lo son. Bloques de departamentos. Fábricas. Más departamentos y más fábricas. Y cuando se termina, cuando el paisaje cambia, hay sólo árboles y cables de alta tensión. Sólo eso.
Es tu primera noche, y tenés razón: no va a ser fácil. Por lo general nada entorpece tu sueño, cierto, pero esta vez es diferente. Hay demasiadas cosas gritando, desfilando por tu cabeza. Si volvés a Amsterdam, volvés para quedarte. Falta mucho, claro. Y a pesar de eso te quedan pocas dudas: si esa es tu vida, lo es por un largo tiempo. Un tiempo que no puede medirse. Darías todo por volver atrás, y lo absurdo es que elegirías lo mismo. Y ella te seguiría esperando.
Entonces preparás el té a base de opio que compraste en Holanda. Lo bebés despacito, de a sorbos, como hacen los que saben. Como un especialista. Sobre el final ponés el disco, los últimos temas del disco, y no hay ningún lugar mejor.
Dormís de corrido y cuando te despertás estás en el infierno: suena una música que destroza los tímpanos, y apenas son las seis, y como cantan en chino ahora comprendés lo que no habías tenido la capacidad de observar: el tren es chino, y no ruso. Pero eso qué importa. De pronto se te ocurre que es lógico, que así son las pesadillas de opio. Y no: es demasiado real. Entrás de lleno en el infierno, y aunque buscás el interruptor como un desgraciado no está, no existe. Así que lo despertás al chino (duermen los dos en la misma cama, lo que en setenta centímetros parece imposible, y eso te hace pensar que deben ser recién casados). Luchás hasta que se despierta, le señalás el parlante, hacés el gesto del interruptor girando la muñeca, él dice “sí, sí”, lo dice con la cabeza, vos le mostrás tu desesperación con una catarata de muecas hasta que el chino se cansa y te hace una seña. Y se da vuelta. Sigue durmiendo. Comprendés que es un truco, enseguida, cuando no encontrás nada, y ahora sólo te queda elegir entre la desesperación, la furia y la sabiduría. Por orgullo elegís lo último: salís al pasillo, caminás un poco. Te detenés un minuto en el compartimiento de unos yanquis y aceptás unos tragos de cerveza. Después, cuando los dejás, tu mirada se hunde en el declive de la noche y te perdés ahí, en ese silencio en el que a veces puede oírse un suspiro, hasta un pensamiento. Te deslizás, ahora, surfeás sobre ese silencio, y quizás es lo que necesitabas, o por el contrario, quizás el recuerdo llega porque lo que necesitás es que te devuelvan a algún lugar seguro.
El recuerdo es de Europa. Sí, todavía estás en Europa –si es que Rusia es realmente Europa–. Pero no es de ahora, y no es de hace nueve meses cuando aterrizaste en Madrid, ni de hace cinco, cuando la conociste en Amsterdam y eso cambió todos tus planes, tanto que tuviste que huir como un perro, como un perro mojado y hambriento, pero no. No es eso. Es el primer viaje, hace tres años, con Ariel y Franco. El viaje iniciático. Y entre los cientos de idioteces que hicieron o dijeron en ese viaje, te acordás de la más estúpida: preguntándole a la mujer de información turística, en la Zoo Station de Berlín, si sabía dónde comprar berlinesas. Pero no le decías berlinesas, claro, sino bolas de fraile. La mujer no entiende el término y se lo explicás, y los tres se ríen, desaforados. Está bien; lo bueno es que así, con esa ductilidad, nunca vas a aburrirte. Después el bonete: “Suspiros de monja”, le aclarás.
Pero a veces un recuerdo estúpido dispara por azar idea brillante: algodón en los oídos. Tan brillante no es, porque no vas a conseguir en ningún lado. Quizá sirva el papel higiénico. Vas al baño, hacés dos bolitas, te llevás un poco más de repuesto. En el compartimiento sigue el concierto, y los chinos ni se enteran. Con los tapones se hace soportable, así que te acostás, pensás en Nina aunque trates de negarlo, empezás a dormirte. Siempre es así: dos o tres minutos más tarde, a lo sumo, la música se detiene.
A eso de las once, cuando volvés a despertarte, apenas quedan en tu memoria residuos de la noche anterior. Sabés que no lo soñaste, pero el modo en que se desvanece hace que se parezca bastante. Tenés hambre, así que te preparás una buena ensalada –antes de que se pudra todo– y la acompañás, más bien, y no al revés, con una presa de pollo. El chino te ofrece un huevo duro, y lo agregás en la ensalada sobre todo para que se acabe pronto, para que el olor se disipe. Le ofrecés pagárselo, pero no acepta. Por falta de ganas. Por convicción. Por vergüenza. Lo mismo da. La china duerme en la litera de arriba y ustedes dos se dan la gran vida.
Después te ponés a leer La isla del tesoro. El chino te pregunta y le decís Stevenson. O sintetizás, aunque por supuesto no es lo mismo. Leés unas páginas y Buenos Aires parece ya no lejana sino irreal. ¿Tenías una vida en Buenos Aires? ¿Es cierto que trabajaste un par de años para un despachante, que no odiabas el trabajo pero casi todo el tiempo querías estar en otro lado? Asociás demasiado rápido y llegás hasta la postal. Todo termina ahí.
Te estás esforzando, hay que admitirlo. Pero no sale.
Afuera se ven árboles y arbustos, todo muy junto. Parece un bosque. Pero no lo es.
Mientras te sumergís otra vez en Stevenson, el chino revisa una guía de trenes y dispara una serie de sonidos inverosímiles. Lo hace con impunidad, con holgura, con suficiencia. Hasta con dignidad. Estás adaptándote a otras culturas. Eso se nota, porque de lo contrario estarías partiéndole la cabeza. Y ya no sos el de siempre, ¿no?
Te viene otro recuerdo, también del primer viaje. Los tres desplegando las páginas de una revista porno sobre los asientos, para que nadie los molestara. Están puestísimos. Pero lo gracioso es que unas chicas australianas entran, enciman las hojas y se sientan. Y no dicen nada.
Una de las cuarenta escalas del tren. “Es una romería”, pensás. El término no te pertenece, y no sabés de dónde surgió, pero te gusta pensarlo. Lo cierto es que la escena te resulta tragicómica: de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, cientos de transacciones. El tren para entre quince y veinte minutos, pero los tipos igual no bajan (ni los otros suben); pasan todo a través de la ventanilla, que por otro lado no es muy grande. Los rusos de abajo venden cualquier cosa, y también compran, embelesados, remeras que no venderían ni en Once y que vos no te pondrías ni para jugar al fútbol. Aunque para eso tendrías que bajar la panza, volver a jugar, perder la vergüenza de mostrar que no es lo tuyo, pero que igual te gusta.
Estos rusos están hechos mierda, pensás. Van a tardar un siglo en recuperarse.
Y escribís la segunda postal cuando llegan a la frontera con Mongolia. Agarrás el montoncito y elegís, pero es una ilusión: son todas casi iguales, todas de la Torre Eiffel. Distintas, en rigor, pero no pueden variar mucho. Es una vieja broma, y como muchas otras cosas, ni siquiera te pertenece: un amigo te las enviaba desde Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador; un largo viaje en el que París quedaba muy lejos. Y en las postales te hablaba de París, y vos tenías que leer entre líneas lo que de verdad le estaba ocurriendo, lo que sentía. Cuando volvió te regaló las que le habían sobrado. La broma después se prolongó en una remera, un destapador, un bolígrafo, siempre con la Torre. Elegís una, entonces, pero no hacés bromas. La extrañás, escribís; apenas estuviste una semana en Moscú, y sin embargo ya sentís el peso, y los tres meses en China te parecen, ahora, remotos, improbables. La extrañás. Y te imaginás en Amsterdam. Y se lo decís. Bravo.
Del lado ruso la aduana tarda casi tres horas. Durante ese tiempo la china se despierta; el marido prepara unos fideos instantáneos, ella los come en silencio y después le da el jarro a él para que se lo lave. Es la primera ocasión, desde Moscú, en que la ves despierta. Y ahora te parece, tal vez porque transcurrieron un par de días, que es más bonita de lo que recordabas, aunque también más intangible. Todavía no le conocés la voz. No se la conocés, pero cuando pasan del lado ruso de la frontera al mongol ella tiene un gesto que a esta altura te sorprende: toma la mano del marido, la apretuja entre sus dedos y su cara muestra como un alivio, o cierta seguridad. No es casual, pensás. Te acordás de Gengis Khan, de su ejército implacable; como no sabés más que eso –el nombre y el slogan– el recuerdo se disipa, pero enseguida pensás en El desierto de los tártaros. No te gustó, y a pesar de eso lo recordás con algo de nostalgia; el día que lo compraste, la chica a la que le explicaste quién era Buzatti, todas las mentiras que quedan en el camino. Lo sabés, lo dijiste o pensaste muchas veces: el recuerdo casi siempre es vulgar.
Y cuando no lo es, delira: te acordás de la palabra, de la imagen: Kalashnikov. Los fusiles Kalashnikov. Dejás Rusia y te asalta una nostalgia idiota. Gorbachov es el tipo más trascendente de los últimos decenios, te decís. Y no hizo las cosas tan mal, después de todo. Pensás en la mancha en la frente, pensás en Karpov, en sus matches que nunca terminaron, en Nabokov que eligió otra lengua. Pero los Kalashnikov están ahí. Aparece la imagen de tu abuelo, el que se pasó la vida pescando. Hasta que recordás, en verdad, el tamaño de su cuerpo, y su aspecto –duro y a la vez afable–, y luego su afición a la caza. Y no recordás cómo murió. No sabés si alguna vez te lo contaron. De todos modos, sí sabés que era búlgaro. Bulgaria es a Rusia lo que Mongolia a China, pensás. Y aunque los Kalashnikov sólo se usaban para la guerra, te lo imaginás en medio de un bosque, solo, con una bala rusa traspasándole el pecho. Escuchando el sonido de su propia muerte.
En marcha otra vez, te fastidiás con los chinos que tratan de pasar cualquier cosa. Saben que es imposible, que van a descubrirlos, pero igual lo intentan. Perros, pájaros, lo que sea. Los esconden, los disimulan. Seis horas casi entre las dos aduanas. De pronto estás apurado.
Un poco se te cierran los ojos. Otro poco es la cabeza, que simplemente se va. El caso es que él, en algún momento, se deja llevar: le acaricia un brazo, quizás hasta le roza con suavidad una pierna. No es eso lo que te arranca de tus pensamientos, sino el gesto de ella, la violencia o la histeria con que lo aparta. Lo hace por vergüenza, pensás, pero ahora también él está avergonzado. Y lo mismo te sucede a vos.
Te ponés de pie y salís un rato. Caminás por el pasillo. Estás por pasar al vagón siguiente, en busca del comedor, pero en el último camarote, el de los yanquis que te cruzaste la otra noche, alguien te llama. Entrás y tus amigos están sentados, y frente a ellos un ruso exhibe a dos putas de no más de diecisete años. Lo pensás, para qué negarlo. Y sin embargo todo te molesta, o te deprime, o más bien te irrita: el olor que despiden ellas, la culpa, la cara de imbéciles de los yanquis que parecen disfrutar del modo en que el rusky las humilla. Está bien, te decís: es su trabajo, el mundo es así pero lo de ellas también es un arte, bla bla bla, te decís, no vas a cambiar eso. Lo que más te violenta, en realidad, son los modales del tipo; cómo las desnuda, cómo las toca, cómo les habla. Un Kalashnikov, pedís, una sola bala. Estás pensando en pegarle una trompada, aunque te falte el valor, y en cambio es el chino el que entra sorpresivamente, se para delante de una de las chicas y le dice al rusky, en inglés: “Así no”. Le aparta la mano y ahora él, en lugar del hijo de puta, él le toca una teta a la rusita; lo hace con suavidad, con estilo, sin vehemencia, sintiendo el peso, primero, y luego la textura del pezón. “Así se hace”. Y el otro dice “quince dólares”, pero para ese entonces el chino está yéndose, y un minuto más tarde se encuentran en el comedor. No dicen nada, y sin embargo se sientan juntos. Después tampoco hablan mucho.
Toman un té. El chino dice: “Somos recién casados”, como si eso explicara algo. Igual no le preguntás: acaban de entrar al desierto de Gobi, uno de los más grandes de la tierra. No hay una sola señal de vida. Lo único que se ve es polvo, por más que en algún momento te parezca divisar un auto, y también un pájaro. Si los ves o no, qué importa. Están el chino y vos, solos, en el desierto de Gobi, alrededor sólo hay polvo, y la tristeza que sienten es insoportable. Y es hermoso.
Diez o doce horas del mismo paisaje. El vacío más profundo, más abarcador, que sentiste y vas a sentir en toda tu vida. No se puede ir más lejos, pensás. Y no escribís una postal porque no hace falta, y porque además tenés miedo. Ahora es un miedo diferente. Seguro. Entre otras cosas, volvés del desierto, y no sabés si alguna vez vas a recuperar el habla. Pero por un instante tu cabeza no está en Amsterdam, ni en Buenos Aires, ni en ninguna otra parte. Por un instante, te dejás llevar, o quizás es todo lo contrario: tenés que esforzarte para no perder tu centro, amarrarte al suelo, evitar que las cosas se te escapen de las manos. Necesitás algo real. Quizá por eso, cuando el tren se detiene en una estación, posás tu mirada en ese hombre: se parece a Horacio Guarany, pensás. Pero no es cierto. Se parece a sí mismo, y acaso un poco se te parece. Da unos pasos cortos y rápidos, como si temiera que el tren se escapara, pero cuando llega se sienta en un banco, tranquilamente. Como si estuviese esperando a alguien. Hay una ansiedad, pero también cierta calma. O desidia. El tipo está en paz consigo mismo. Eso es lo que te incomoda. Es corpulento, casi como tu abuelo. Lleva el pelo largo, sobre los hombros, y una barba espesa. A pesar de las canas, te cuesta calcularle la edad (pero por algo pensaste en tu abuelo, en los Kalashnikov, en la muerte que está en todas partes y debiera volver las cosas más espirituales, más profundas, pero no: apenas es eso, cuerpos y almas que se pudren). Y hay como un asomo, una sospecha de fragilidad en sus gestos, pensás; en su manera de no hacerlos. Como si un pequeño desliz fuera a desarmarlo. Hay algo en él –en su columna erguida, en su esbozo de sonrisa que más bien es producto del sol, en sus pies que ahora se descruzan y se posan planos sobre la superficie–, algo que se afirma, algo que se hunde en la tierra. Y aunque te convenzas de lo contrario, eso también los acerca. Buscás su mirada. Le pedís que te tire un símbolo, algo. Y no hay nada. O está París en todas las postales.
En la frontera con China, bajás a estirar las piernas. Comprás un jugo; la foto dice que es de pomelo, pero nadie podría asegurarlo. Estirás las piernas. Les convidás jugo a los guardias chinos. No lo pensás; levantás el brazo y los dos tipos aceptan, nada más. No lo pensás porque ese espacio, el de los pensamientos, está ocupado. Es extraño: escuchás la voz, recordás bien el cuerpo, te parece incluso vislumbrar la sonrisa de Nina, sólo el gesto, pero los rasgos de la cara se borronean. Y hablando de sonrisas: los guardias chinos te devuelven el cartón de jugo casi vacío con una sonrisa admirable. Te hicieron un favor, igual, pensás. De pronto se levanta un viento poderoso, como de tormenta; a uno de los guardias se le vuela la gorra y tiene que correr veinte o treinta metros hasta alcanzarla. Lo ves ridículo. Y te parece, ya, que acaso podrías enunciar algunas características acerca del carácter de los chinos. Algunas generalidades. Algunas máximas para impresionar a los amigos.
Cuando regresás al camarote, está todo cubierto por el hollín. Los enamorados duermen; sólo te queda echarle la culpa al destino, a la mala suerte, a tu propia impericia. Sacudís todo y revisás que el walkman esté bien, que funcione. Entonces te acordás del disco que habías reservado. Lo ponés, preparás el tema, lo dejás en puerta. Te sentís algo cansado. Corrés las cortinas y te acostás en tu litera a dejar que corra el tiempo. Porque en un rato, nada más, va a aparecer la muralla. Vas a tenerla ahí, y no vas a creer que sea cierto. Nadie lo creería.
En el momento en que regresás del sueño, es un instante, apenas, pero te arrepentís. Qué es eso. La respuesta se demora sólo un par de segundos: son los chinos, en la misma cama, los chinos y la voz de ella, un pequeño pero intensísimo rastro de la voz, unos grititos dulces y conmovedores, por primera vez la oís y por primera vez, también, la imaginás desnuda. ¿Esperaron a entrar en su tierra? Tal vez.
Así que no es el momento para correr las cortinas. No todavía. En algún sentido, tiene su lógica: es tu horizonte desde hace unos cuantos meses, antes de Amsterdam incluso, aunque no te animaras a decírtelo en voz alta. China está del otro lado, y antes de que te aplaste necesitás refugiarte un rato. No; no te avergüences. Te mantenés debajo de las sábanas, en la oscuridad, y la oís, y después encendés el walkman y escuchás: you´re the real thing. Y no es un puto símbolo, te decís. De acuerdo. Pensás: esto es real. Y pensás en una casa, un patio, tu casa pese a que nada te es familiar, y pensás en lo que nadie sabe, lo que nadie puede atrapar de los otros. Pensás o recordás: nadie conoce el otro lado de mi casa. Pero ahí está Nina, estúpido. A tu lado. Y es casi mejor que lo real.
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