Jueves, 9 de febrero de 2012 | Hoy
Por Marcelo Birmajer
Cuentos como “La Bella Durmiente” o “La Cenicienta” contienen un prodigio extra, que se suma al del detalle fantástico de su trama —la conversión de la cenicienta en dama de salón o el sueño de cien años de todo un reino— y es la perdurabilidad de estos relatos, su frescura y vigencia a través de los siglos. Eso lo comparten con otras historias, como “El traje del emperador” que, sin elementos fantásticos, también continúan funcionando como moralejas o sorpresas siempre actuales. Tuvieron un poderoso impacto en mí cuando los leí por primera vez y me formaron como escritor a lo largo de toda mi vida literaria. Hace ahora unos diez años publiqué un libro titulado Los caballeros de la rama, donde retomaba varios de esos cuentos clásicos y volvía a narrarlos con un sentido y un final distintos de los originales. También incluí algunos relatos exclusivamente forjados por mi imaginación, pero que de todos modos abrevaban en el tono, el escenario y los personajes prototípicos de aquellos cuentos de Andersen, los hermanos Grimm o las peripecias del rey Arturo y sus caballeros según las versiones contemporáneas.
Desde los años ’60 del siglo XX y hasta nuestros días, comenzó a desarrollarse un insistente movimiento intelectual contra las moralejas en la literatura. Sobre fines del siglo XX, esta reacción llegó incluso a alzarse contra la misma idea de trama. Los cuentos ya no sólo debían carecer de moraleja, sino que ni siquiera podían incluir una anécdota central, un final o un sentido claro. Sigo creyendo que es tan miope rechazar un cuento por carecer de moraleja como rechazarlo porque contiene una. Y definitivamente apuesto, sin medias tintas, a favor de que los cuentos contengan un principio, un transcurrir y un final que resulte conmovedor para el lector. Arriesgándome a cumplir con mis propios postulados, es que ofrezco a mis jóvenes lectores y a sus padres este relato que da título al libro de referencia.
Romo acababa de cumplir veintitrés años cuando los Caballeros de la Rama llegaron a palacio. Viajaban por el mundo en grupos de entre seis y diez. A menudo eran perseguidos por otros grupos de guerreros, por individuos solitarios e incluso por criaturas desconocidas, cuya existencia no era fácilmente comprobable. Se decía que los había perseguido durante un año un dragón, y que cada vez que se lanzaban a la mar eran acechados por un gigantesco monstruo marino para el que los hombres no tenían nombre. La rama que llevaban consigo era realmente un prodigio: se trataba de una rama de manzano, con tres manzanas rojas, henchidas, a punto de caer. La llevaban como la habían llevado sus abuelos, sus tatarabuelos y ancestros aún más lejanos, hasta donde se perdía el rastro. La rama era la misma. Hacía cientos de años que se mantenía madura y firme, igual que sus frutos. Por algún motivo, muchos otros hombres y criaturas deseaban la misma rama, pero los Caballeros de la Rama nunca habían perdido su dominio. Merlín lo pensó un buen rato antes de permitirles pasar la noche en palacio. No sentía ninguna predilección por ellos, pero tampoco quería enemistarse. Averiguó si en aquel preciso momento los estaba persiguiendo algún otro grupo enemigo y, en tal caso, si existían riesgos reales. Los guardias y espías informaron a Merlín que no había enemigos humanos a la vista, pero corrían rumores de que un ave gigantesca, con cuerpo de murciélago y cabeza de león, perseguía a los Caballeros de la Rama aquel año. Merlín desmereció la supuesta noticia agitando una mano.
–Créanme –les dijo a sus guardias–. Cuando uno realmente se interna en los secretos de la magia, termina volviéndose un escéptico. A mi edad, ya no creo en rumores: no creo en nada acerca de lo que se murmure. Las cosas realmente imposibles que me han pasado en la vida me han ocurrido sin que nadie me las avisara. Y todas aquellas acerca de las cuales me habían advertido nunca me ocurrieron. Dejad pasar pues a los Caballeros de la Rama. Bajad el puente y decidles que son bienvenidos. Por mí, los dejaría dormir bajos los árboles del bosque. Pero si no representan ningún peligro, ¿para qué enemistarnos con ellos?
Los guardias obedecieron.
A diferencia del calmo y cuidadoso Merlín, el príncipe Romo estaba totalmente excitado. Había escuchado hablar de los Caballeros de la Rama desde que tenía uso de razón. Su difunto padre le había contado acerca de ellos sin demasiado detalle. Pero eran el comentario de todos los niños y de los jóvenes: los Caballeros de la Rama no sólo se transmitían la tarea del cuidado de la rama de padres a hijos; también, en ocasiones, sumaban a un joven lo suficientemente valiente y agudo.
Romo había soñado en su infancia con ser uno de los Caballeros de la Rama. Durante la adolescencia había descartado este anhelo como una fantasía infantil, y en los primeros tramos de su juventud lo había olvidado. Pero ahora, a los veintitrés años, aburrido del palacio, y también un poco de su propia vida, volvía a sentirse un niño. Los Caballeros de la Rama recorrían el mundo. Eran recibidos por reyes y emperadores. Conocían princesas y nunca se casaban. Los casados debían renunciar al cuidado de la rama. Pero, claro, a menudo arriesgaban sus vidas por la rama, y no siempre con éxito. Por eso no eran más que entre seis y diez.
Romo quería hablar un rato con cada uno, que lo vieran pelear y galopar. También que lo escucharan.
Finalmente, por la noche, los seis caballeros entraron al salón de cenar, donde Romo y Merlín los aguardaban. Uno de ellos, sin armas, llevaba la rama en la mano. Romo se acercó hasta el metro permitido: las manzanas parecían listas para ser comidas; la rama tenía nudos, alguno que otro pequeño tajo que dejaba ver una madera verdosa, fresca, y exhalaba la fragancia de las primicias. Era un verdadero milagro. Los cinco caballeros restantes portaban una espada gruesa a un lado de la cintura y una larga y fina al otro; también una lanza en la mano, que apoyaron junto a la silla para comer. Vestían muy bien y se comportaban como hombres educados, pero había en sus movimientos y hasta en el tono de sus voces una cierta brutalidad que no podían ocultar. Romo les preguntó por sus historias y vidas.
–Majestad –dijo en un momento el mayor–, algunos de nosotros somos hermanos, otros primos, con algunos no tenemos relación de sangre. Pero a todos nos une un parentesco: somos capaces de morir por la rama. Desde pequeños, nos han enseñado a ser héroes. Cada vez menos hombres en el mundo, Majestad, están dispuestos a morir por una idea.
Las pupilas de Romo brillaron.
–¿Qué requisitos debo cumplir para convertirme en uno de los Caballeros de la Rama? –preguntó Romo.
–No más que estar lo suficientemente convencido –contestó el que le seguía en edad al primero que había hablado.
Comieron y bebieron, y Romo no dejó de hacer preguntas acerca de cómo sumarse al grupo. Al llegar la medianoche, cada cual marchó a sus aposentos; seguirían camino al alba.
Romo no se dirigió a su habitación. Permaneció en la sala de reuniones, tratando de hojear unos libros, bebiendo té de a ratos y haciendo esgrima con su sombra.
–¿Te irías con ellos si te lo propusieran? –preguntó Merlín, que entró, como pocas veces hacía, casi como una aparición en la sala.
–No lo dudaría un segundo –respondió Romo, poniendo la espada paralela a su propia pierna.
–¿Sabes, Romo, amigo mío? Te sorprendería la cantidad de gente que está dispuesta a dar la vida por algo. Lo que hace valiosa una idea no es que uno esté dispuesto a dar la vida por ella, sino la posibilidad de vivir con ella. Lo mismo vale para una casa, un río o una mujer. Uno puede dar la vida por cualquier cosa y sentirse un héroe, pero los verdaderos héroes son los que nos ayudan a vivir, no los que están dispuestos a morir por cualquier cosa. ¿Morir por una idea? ¿Cuál es el mérito? Pero vivir con una idea, eso sí que es una proeza. Labrar la tierra, construir una casa, formar una familia, es una tarea harto más difícil que morir por cualquiera de esas cosas. ¿Dime para qué sirve esa rama? Esas manzanas ni siquiera pueden comerse. Y déjame decirte algo sin que me escuchen: ¿tienes la plena seguridad de que esa rama es verdaderamente un prodigio y no un truco de los Caballeros de la Rama, que la cambian sin que nadie lo sepa, año tras año, estación tras estación, para tener por qué morir y darles sentido a sus vidas vacías?
El té de Romo se había enfriado, el libro se había cerrado sin que pudiera marcar la página y la sombra parecía haberle ganado el combate de esgrima. Merlín se fue a dormir sin que el muchacho pudiera contestarle. Romo se durmió en el sillón de la sala de reuniones, y no cumplió con lo que se había prometido a sí mismo: despertar antes del alba para darles el último adiós a los Caballeros de la Rama.
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