Vie 02.03.2012

VERANO12

Tres fronteras

› Por Edgardo Cozarinsky

El cuento por su autor

Siempre me atrajeron las fronteras. Naturales o artificiales, trazadas por montañas y ríos, modificadas por guerras y negociaciones, me sugirieron el juego inocente de cruzarlas, una y otra vez, para observar y escuchar, de un lado y otro, lo que cambia, lo que permanece, lo que el paisaje y el habla reservan como sorpresa o desencanto.

Para nosotros, porteños, los Andes separan brutalmente sociedades y acentos apenas ligados por un idioma común. El viajero descubre que el Rin, en cambio, separa menos Francia de Alemania que Alsacia y Baden, regiones gemelas que la Historia con mayúscula entregó a naciones largo tiempo rivales, aun enemigas. La historia con minúscula se ha encargado de dotar de novelería a otras fronteras. La ciudad de Basilea, en Suiza, tiene suburbios que se derraman en territorio francés y alemán, que cruzan diariamente, en un sentido u otro, los obreros de las plantas químicas que hacen la riqueza de la ciudad. En medio del Rin que divide la ciudad surge un poste coronado por tres banderas de metal que indican de qué lado están los tres países que confluyen.

Tres fronteras... La de Basilea debe haber sido difícil, pródiga en posibilidades de ficción y anécdotas de riesgo durante la Segunda Guerra Mundial… Hoy, la de Perú, Brasil y Ecuador guarda el prestigio de misterios, ayahuasca y contrabando, abordables para el intrépido o el traficante.

Las tres fronteras nuestras me regalaron la semilla de este relato.

Después de haber cumplido, como buen turista, con el espectáculo único de las cataratas de Iguazú, exploré atractivos menos obvios. Desde Foz de Iguaçu, Brasil, se divisa el enorme tucán de neón, rojo, verde, amarillo, que llama a territorio argentino, más exactamente al Casino Iguazú, a los aficionados al juego de azar, prohibido en Brasil. Por esta razón el aeropuerto de la ciudad brasileña, demasiado grande para su población, recibe diariamente vuelos regulares y charters que traen ludópatas de Recife o de Brasilia; cruzan impacientes la frontera hacia ese palacio instalado en el mejor estilo de Singapur o Hong Kong.

Una reputación muy diferente ha hecho de Ciudad del Este, Paraguay, escenario de ficciones baratas. Allí también hay un casino, modesto, del que se cuenta que muchos jugadores han perdido sus ganancias no en las mesas sino asaltados al cruzar el puente que une la ciudad con Brasil. En Foz de Iguaçu, la publicidad del casino argentino declara, en portugués: “Venga a jugar al Casino Iguaçu, donde si gana podrá volver a casa con su ganancia…”

Y, desde luego, está la enorme mezquita (¿la más grande del continente?) y los excelentes restaurantes libaneses en Foz de Iguaçu, y amas de casa que cruzan el puente para comprar ropa en Brasil y electrodomésticos en Paraguay, y la engañosa paz pueblerina de Puerto Iguazú, la localidad argentina que no aspira a ser ciudad…

Hay personajes, me temo, que llevo conmigo de ficción en ficción, el hombre mayor encaprichado con una joven, la prostituta de lealtad voluble. Pero se me ocurre que pocas veces como en este cuento se desprenden tan naturalmente de un paisaje menos natural que cultural. Son tres, como las fronteras, y cada uno carga con una historia cuyo final prefiero entregar al lector.

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