Vie 02.03.2012

VERANO12 • SUBNOTA  › EDGARDO COZARINSKY

Tres fronteras

El hombre estudiaba por las rendijas de la persiana apenas calada a las dos mujeres que esperaban un ómnibus en la parada de la vereda de enfrente. Una era joven, bronceada, y cada tanto agitaba con impaciencia el pelo castaño rojizo que le caía sobre los hombros; usaba shorts y una remera sin mangas que terminaba poco más arriba de la cintura, descubriendo el ombligo delicado sobre una redondez apenas esbozada. La otra estaba enfundada en una túnica de color marrón, la cabeza y los hombros envueltos en un chal que sin reunir las condiciones del chador respetaba su severidad. Cuando el vehículo finalmente llegó, y las llevó hacia destinos acaso contiguos aunque sin duda contrarios, el hombre pensó una vez más que había asistido a uno de esos ejemplos de convivencia, raros en los últimos meses del siglo XX, que aún podía ofrecer Foz de Iguaçu.

Eran las tres de la tarde y hacía media hora que esperaba en ese cuarto del hotel Maravilha, bajo las aspas quejosas de un ventilador precariamente atornillado al cielorraso. A menudo se decía que podría elegir un hotel apenas más caro pero dotado de esos signos exteriores de modernidad entre los cuales el aire acondicionado, que invariablemente le producía sinusitis, solía merecer publicidad, pero tanto él como Aurelia se habían acostumbrado a ese “albergue transitorio” (a ella le hacía reír la denominación administrativa que esos establecimientos recibían en la Argentina), a mitad de camino entre la ciudad y el aeropuerto, en un barrio puramente brasileño, que parecían desdeñar tanto paraguayos como argentinos. Para el hombre había una ventaja adicional en darle cita allí: hacía varios años, recién ascendido al grado de comisario, había podido hacer un favor a un colega expulsado de la policía provincial; éste, al abrir un hotel del lado brasileño de la frontera, le había asegurado su discreción: allí él no sería el comisario Morales, de Puerto Iguazú, sino el señor Mendonça, de São Paulo, a pesar de un acento poco verosímil en las pocas frases de portugués que necesitaba pronunciar ante el conserje.

Como en otras ocasiones, el retraso de Aurelia lo arrastró a urdir, sin proponérselo, una cadena de hipótesis catastróficas: descartado el accidente, demasiado banal, seguía un control de identidad en la frontera, y aunque la muchacha tenía en orden sus papeles paraguayos eso suponía colas lentas, tal vez un embotellamiento de tránsito en el puente; por otra parte, a esa hora del día Aurelia no trabajaba, de modo que ninguna demora vinculada a sus tareas en el casino podía explicar el atraso; él la había llamado desde un teléfono público a las 11 de la mañana y era ella quien le había pedido encontrarlo a las dos y media, como de costumbre, en el Maravilha. Mientras jugaba con estas posibilidades para descartarlas inmediatamente, se iba precisando en su imaginación el rostro cobrizo de la muchacha, los ojos rasgados y el pelo renegrido, que con mínima asistencia de maquillaje le habían permitido a los dieciséis años debutar como “atracción oriental” en el show del Shanghai, en Ciudad del Este. El empresario de ese aparente night club, un cantonés sin nostalgia por su ciudad natal y atento al prestigio erótico que para algunos hombres mayores aún sugería el nombre de la “capital del vicio”, la había bautizado Primavera Repentina, apodo, según él, de una prestigiosa cortesana de la dinastía Ming; en las vitrinas exteriores del local, bajo una foto en colores de Aurelia, ese nombre aparecía en castellano y en inglés (“Sudden Spring”), dibujado con letras salpicadas de strass.

Todas estas cosas las había aprendido en sus funciones de policía. Como cualquier empleada del Casino Iguazú, Aurelia había sido objeto de una averiguación de antecedentes en la que habían colaborado la policía argentina y la paraguaya, imponentes instituciones representadas para la ocasión por sus modestos delegados de Puerto Iguazú y Ciudad del Este. El comisario Morales sabía que no estaba “prontuariada”, ni siquiera como prostituta ocasional, y en sus visitas de inspección al casino había podido apreciar hasta qué punto respondía sonriente, con cortesía profesional, a los avances de algún jugador de black jack que se sostenía difícilmente sobre un taburete mientras le enviaba un aliento perfumado por dosis generosas de whisky, sin que la amabilidad de la muchacha supusiera aceptar ningún encuentro after hours ni, menos aún, distracción en el manejo veloz de los naipes o el pago de las apuestas.

En esas visitas “de civil”, reconocido por todo el personal del casino pero no identificable como policía por turistas ni habitués, se veía obligado, ante la interdicción de jugar, a observar largamente a los jugadores y al personal que los atendía, sobre todo a las jovencitas de minifalda escueta y piernas esculpidas que oficiaban como lo que él se obstinaba en llamar croupier, palabra que había guardado de una incursión juvenil en el casino de Mar del Plata. Entre todas ellas, obligadas a dominar perfectamente el castellano y el portugués, a manejar rudimentos de inglés, Aurelia lo había atraído inmediatamente por su indecisa belleza, tal vez guaraní, tal vez asiática. Morales había averiguado su dirección en Ciudad del Este, y durante un tiempo la había seguido en silencio, tal vez invisible para ella, en el cotidiano cruce del puente que la llevaba de Paraguay a Brasil, y luego en el trayecto que desde Foz de Iguaçu cruzaba el río para llegar casi inmediatamente al casino argentino.

Apenas declinaba el día, el letrero luminoso del Casino Iguazú, un enorme tucán de neones rojos, verdes y amarillos, se hacía visible desde territorio brasileño, donde los juegos de azar seguían prohibidos. Ese tácito llamado atraía charters de jugadores desde el lejano nordeste como desde la próxima São Paulo, colmaba los hoteles de Foz de Iguaçu, explicaba el desarrollo de su aeropuerto, incongruente con la importancia muy relativa de la ciudad. El comisario Morales se entretenía en adivinar, antes que abrieran la boca, si los visitantes del casino eran argentinos o brasileños, aunque debía admitir que con el paso del tiempo sus criterios de reconocimiento se mostraban cada vez más falibles, las diferencias de otrora cada vez más borrosas. Pero bastaba que Aurelia ocupase su puesto tras la mesa de black jack para que esa estentórea, abigarrada humanidad se apagase en su atención, como se debilita la luz de la lámpara que permitió leer de noche apenas surge, tras los cristales, el sol. Durante veinte minutos, ese sol iba a acaparar su mirada con los gestos más insignificantes. Jamás la muchacha se permitía cruzar con la suya esa mirada, de miedo que otros ojos vigilantes, desconocidos, superiores, estuviesen observándolos. Durante los quince minutos de descanso, desaparecida Aurelia quién sabe entre qué bastidores de ese escenario, Morales volvía a distraerse con las comparsas que cruzaban el decorado.

El azar, que le estaba vedado en términos de apuestas por dinero, había permitido al comisario acercarse a Aurelia en esa vida llamada real. Ocurrió un mediodía en que la seguía con su automóvil (prefería no usar para esas pesquisas privadas un vehículo oficial), avanzando a paso de hombre por el puente entre Ciudad del Este y Foz de Iguaçu, viéndola caminar por la estrecha vereda peatonal, tan joven, tan libre, sin las bolsas y paquetes que cargaban, infatigables, tantos paraguayos que iban a Brasil a comprar ropa barata, tantos brasileños que iban a Paraguay a comprar televisores de Taiwan o computadoras de Seúl. Estaban en la mitad del puente cuando entrevió al chico en patines que pasó como una ráfaga y arrancó la cadenita de oro que Aurelia siempre llevaba al cuello. La muchacha gritó, algunos transeuntes la rodearon, él detuvo el automóvil y se presentó como el comisario Morales de Puerto Iguazú. Sabía, como todos, que el chico había desaparecido y nunca podrían identificarlo, pero la ocasión era perfecta para que Aurelia se dejase acompañar mientras decidía si iba a perder una hora haciendo una denuncia formal. (¿Dónde? ¿En Paraguay? ¿En Brasil?). Finalmente, la muchacha desechó la idea y aceptó la invitación a almorzar de ese hombre afable, tan caballero, como correspondía a su edad, que tal vez triplicase la de ella.

En una “churrascaria” de Foz él la miró ingerir, sin prisa y sin pausa, los sucesivos pasos de un “espeto corrido”. Ese apetito, el movimiento delicado pero implacable de las mandíbulas, las informaciones fragmentarias que surgían sobre su vida en Ciudad del Este y su trabajo en el Casino Iguazú, todo contribuía a enriquecer el personaje que él había empezado a construir en torno a su imagen, sin que esos toques de realismo empañaran la seducción de la mujer imaginada. Mientras masticaba, Aurelia también lo escuchaba, atenta, sonriente. Como todo viejo ante una joven, Morales sabía que es más fácil dejarse engañar por el amor propio que por cualquier intriga ajena; sin embargo, se concedía la duración de ese almuerzo, como más tarde se regalaría los encuentros que iban a venir, para pensar que la muchacha lo miraba con simpatía sincera, acaso con afecto.

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Kevork preparaba una bandeja de mezze en la cocina del Delicias de Baalbek, en Foz de Iguaçu. Ordenaba, según el plan establecido por el chef, montículos de puré de garbanzos, de puré de berenjenas, de hojas de parra rellenas, de morrones con nueces, carne cruda molida con cebollas, minúsculas albóndigas de carne asada con trigo, perejil picado con tomate, cubos de queso de cabra marinado con especias. Ya sabía hacerlo sin consultar la ilustración que colgaba sobre la mesada, con los distintos planes según el precio y la cantidad de comensales para los cuales se destinaba esa entrada. Era prolijo y rápido, virtudes que el dueño del restaurant apreciaba tal vez más aún que el chef.

Ambos ignoraban que un mudo desprecio por esos alimentos acompañaba la eficaz tarea del asistente de cocina. Kevork había crecido en una familia libanesa afincada en el noroeste argentino, viendo a una madre y a cuatro hermanas que pasaban buena parte del día preparando comida con morteros y cuchillos de diferente grosor: el humus, el mutabal y demás delicias a las que dedicaban ese esfuerzo, que los hombres de la casa aceptaban como natural, tenían un gusto, una textura muy distintos de estos purés obtenidos gracias a un mixer y un abrelatas.

Los compañeros del restaurant lo llamaban Jorge. Traducían su nombre como una implícita manera de ponerlo a distancia: era el único cristiano maronita entre seis musulmanes. Cuando se inauguró la monumental mezquita nueva de Foz, Kevork los había acompañado como un gesto de amistad; aunque se descalzó, permaneció cerca de la puerta mientras ellos se prosternaban en la serie de inclinaciones rituales que escandían la plegaria, y mientras los miraba sintió que su presencia, en vez de acercarlo fraternalmente a los demás, subrayaba que pertenecían a mundos diferentes.

¿Era por el hecho de no ser musulmán que lo habían elegido para una misión cuyo sentido no le había sido revelado? La respuesta más modesta, llanamente razonable, era otra: tenía pasaporte argentino, documento que despertaba poca o ninguna curiosidad en la frontera, sobre todo al pasar de Brasil a la Argentina. Ese documento, que lo identificaba como Jorge Adum, había servido para que en un solo mes cinco amigos del dueño del restaurant, sirios como éste aunque se decían libaneses, cruzaran la frontera sin suscitar la menor duda de la policía ante la discrepancia entre la fotografía de un morocho bigotudo y ese otro morocho bigotudo que presentaba el pasaporte. (Algunos de los desconocidos que utilizaron el pasaporte de Kevork ni siquiera eran sirios; en el restaurant, al desatarse las lenguas con sucesivos vasos de arak, él los había oído balbucear en un árabe aproximativo, pobrísimo, y sospechaba que eran iraníes, gente que se decían los más celosos defensores del Islam a pesar de ser incapaces de recitar una sola surah del Corán en el original.)

Finalmente llegó el día en que lo inevitable, tantas veces postergado, ocurrió: al comisario argentino de Puerto Iguazú, de visita en el puesto fronterizo, le bastó una sola mirada para advertir que el documento no correspondía a la persona que lo presentaba; la incapacidad del supuesto argentino para hablar castellano no contribuyó a allanar la situación, y el anónimo iraní terminó deportado, con fotografía e impresiones digitales en los archivos de la policía local. Desdichadamente, también quedó en esa comisaría el pasaporte, su fotocopia tal vez enviada a la lejana capital, el nombre seguramente archivado en la omnívora memoria de las computadoras.

Kevork Adum temía que nunca más pudiese tener un documento argentino a su nombre. Veía con inquietud que se acercaba noviembre, mes en que debía, como todos los años, visitar a su madre en el día de su cumpleaños, reencontrarse con sus hermanas, volver a gustar su comida incomparable. El dueño del restaurant le había prometido una cédula de identidad brasileña donde figuraría con el apellido materno, pero él sabía que iba a temblar cuando debiese cruzar la frontera con ese documento, aunque en él apareciera su rostro, y que esa inseguridad lo haría sospechoso, y que a alguien podría ocurrírsele verificar el posible, improbable parecido entre su rostro, ahora afeitado, y la foto de un pasaporte desde hacía meses guardado en el cajón superior derecho del escritorio de un comisario que –lo había averiguado– se llamaba Morales.

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Hacía varias semanas que Morales había hecho “intervenir” el teléfono celular de Aurelia. No se consideraba celoso, pero el afán de conocer, de poseer por el conocimiento, acaso de dominar por esa posesión, eran en él una pasión más fuerte que el deseo. Podía pasar días sin penetrar el cuerpo firme, dócil, perfumado de la muchacha, pero todas las noches, antes de dormirse, escuchaba la grabación de sus llamados hechos o recibidos en un minúsculo lector de cassettes colocado sobre la almohada.

Cuando Aurelia finalmente llegó esa tarde a la habitación 203 del Maravilha él no le reprochó los cuarenta y cinco minutos de atraso: ya sabía que ese día la muchacha querría mantenerlo todo el tiempo posible en el hotel, lejos de la comisaría, sobre todo lejos del puesto fronterizo. En un primer momento esta certeza lo había entristecido; luego se resignó, como lo había hecho a su propio abdomen, a la calvicie; finalmente comprobó que el resentimiento hacía más intenso su deseo. La muchacha no opuso resistencia cuando la derribó sobre la cama y se echó sobre ella omitiendo los gestos de ternura y las palabras susurradas con que solía conducirla gradualmente al placer. Esa violencia, nueva para él, despertaba en Aurelia una sumisión también desconocida.

Morales se hundía en ella, trataba de llegar lo más hondo posible dentro de esa carne húmeda que no lo rechazaba, que lo recibía con aplicación, mimando los movimientos del placer, imitando sus gemidos. No pensaba, más bien no quería pensar, pero los pensamientos se atropellaban en su conciencia, arrastrados por una corriente incesante que la agitación del cuerpo no parecía estorbar. ¿Sería ésta la última vez que ella se le entregaba? Si su amante lograba cruzar la frontera ¿nunca más lo llamaría al teléfono celular para darle cita en el Maravilha? Pesaba la posibilidad de que Aurelia prefiriese no malquistarse con un policía del país donde trabajaba,pero, inmediatamente, esa hipótesis hacía aparecer como en un espejo su imagen inversa: si él pretendiese abusar de su posición, ella podría denunciarlo por complicidad. Habría sido algo ridículo, inverosímil meses antes, pero en momentos en que Washington presionaba a Buenos Aires, exigiéndole que mostrase culpables para los atentados antisemitas, se volvía insidiosamente plausible. Acaso el futuro no le reservara más que silencio y miradas huidizas ante una mesa de black jack en el casino.

–Más, más, rompeme, lastimame...

La voz de Aurelia enronquecía, no era la que él había oído en el casino, pidiendo apuestas, pagándolas; tampoco la que le había contado su vida en un suburbio de Asunción, los seis hermanos, la madre a menudo ausente, el padre desconocido, un argumento que podía ser cierto o derivar de tantas ficciones baratas que copian la realidad. No importaba. No le había importado en la sobremesa de la churrascaria que, después de aquel primer almuerzo, se había convertido en el restaurant habitual de los encuentros a mediodía, cuando no se citaban directamente en el hotel, a la hora de la siesta. Tampoco le importaba ahora. Sólo importaba mantener el ritmo sin fallar. Sabía que a su edad “a la erección hay que cuidarla”, que si se salía ya no podría volverla a meter, y quería acabar pronto, tal vez menos por el placer que para detener ese aluvión que le inquietaba el pensamiento, donde ahora aparecía un rostro que sólo conocía por una fotografía de identidad, el de Kevork, joven, seguramente hábil, capaz de satisfacer a Aurelia más de una vez por encuentro, y de hacerse rogar.

Esa imagen, que no podía despertar su deseo, lo excitaba por el rencor. Ahora se hundía en Aurelia con la furia y el desconsuelo de su erección menguante. A último momento, cuando ya creía que no podría proseguir, casi sin darse cuenta, eyaculó. Durante una fracción de segundo dejó de pensar, su conciencia se nubló pero no del todo, lejos, muy lejos de la pequeña muerte que había conocido en su primer orgasmo de adolescente. Se separó del cuerpo de la muchacha y quedó jadeando, sin hablar, a su lado; luego ella corrió al cuarto de baño.

Extendió una mano. Sintió la tibieza de las sábanas, un resabio del perfume francés que él le había regalado semanas antes. Se había quedado solo, ahora durante unos minutos, pero como lo iba a estar, sin duda, en ese futuro tan fácil de imaginar que era el resto de su vida.

Nota madre

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