› Por Pedro Lipcovich
Pero, ¿qué puede decir de su cuento el autor? Puede contar las circunstancias en que fue escrito y así añadirá un segundo relato; puede vincular el texto con su vida personal; aunque el cuento sólo vale en tanto trasciende esa vida. También puede el autor ofrecer su propia lectura del cuento, decepcionante o curiosa. Por mi parte, sucede que los textos, una vez publicados, me resultan ajenos y duros, huesos pelados de un animal que vivió sólo para que ellos estén ahí.
Entonces, este verano, para que el autor pudiera decir algo, me pregunté qué da autenticidad a la escritura. Pensé en el origen –la infancia, el cuerpo–, pero advertí que no era eso: porque, entretanto, se me había hecho presente un libro, ¿Qué es la literatura?, de Jean-Paul Sartre: “La función del escritor consiste en obrar de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente”.
Hace más de diez años, los textos que habrían de constituir el libro Muñecos chicos crecieron huérfanos. No sólo carecían de lector que los aguardara, sino que el autor mismo no parecía desearlos: los escribí, por lo menos los primeros, en los intervalos que dejaban mis fracasos en el intento de componer otro relato, mayor, el que importaba. Al releerlos, sin embargo, no encuentro huellas de ese trauma de nacimiento; advierto en cambio un humor del cual yo mismo no supe mucho al escribirlos: ellos no se han creído la historia del trauma.
No sé si “Esmeralda perdida” habla de unos bordes entre la carne y el alma. No sé si “Es descuidado con sus juguetes” trata de esos tres tan distintos: el que cuenta en el texto, el que juzga en el título y el que actuó. No sé si “La rosca inversa” habla de un tropiezo esencial, o si “Intervenciones en Santiago del Estero” habla realmente de la imposibilidad de morder la herida. Tal vez hablan de otra cosa o al hablar fracasan o hablan con torpeza pero, sin dudas, hablan de algo que no son ellos mismos. Y el origen –la infancia, mi cuerpo– es sólo la credencial que el autor, cada día, presenta para entrar a su lugar de trabajo.
De noche, en su caja, los muñecos juegan a los muñecos. No se los puede ver desde afuera pero cuando el oído se aguza en el silencio absoluto, intolerable, cuando el oído se aguza es posible, por momentos, escucharlos. Los muñecos chicos han de hacer de muñecos para que con ellos jueguen los muñecos grandes. Pero esto no se puede ordenar bien. Por ejemplo, hay una muñeca muy grande con figura de bebota y, muchísimo más chico, un soldadito veterano de guerra: ¿cuál debería jugar con cuál? El soldado, valiéndose de su experiencia militar y por su carácter irascible, toma la iniciativa de atacar a la bebota pero fracasa, atrapado en la blandura inmensa y porque, además, el mismo pundonor que lo ha llevado a tomar la iniciativa le detiene el brazo antes que dañar, él, soldado de mil batallas, a una beba. Ella hubiera querido reaccionar pero cómo podría, con sus brazos cortos, de trapo, beba cuyo cuerpo fue creado para ser tenido en brazos, cómo podría luchar. Los muñecos terminan por pedir una intervención de afuera de la caja, pero no para establecer la paz sino para imponer la destrucción que ellos mismos no están en condiciones de lograr, como lo prueba el hecho de que a la mañana, pese a los conflictos agotadores de la noche, los muñecos amanecen intactos, temprano, antes del desayuno, cuando la luz por las ranuras de las persianas viene a traer un alivio sucio. Así los muñecos, todos, son crueles porque, cuando llegue la destrucción, el dolor no ha de ser de ellos sino del que, por último, tendrá que acceder a su pedido.
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