› Por Edgardo Cozarinsky
El cuento por su autor
No suelo releer mis libros. Temo que me asalten las ganas de reescribir algún pasaje y sé que no debo ceder a la tentación, más vale asumir los pecados cometidos y emplear la energía en algo nuevo. Pero también puede ocurrir que no me reconozca del todo en ellos y los relea con la ilusión de descubrir un texto ajeno. Ninguna de estas dos posibilidades ocurre con “Milongas”. Hace cinco años lo escribí a pedido de Fernando Fagnani y Gloria Rodrigué, que conocían mi cariño por el mundo del tango bailado en templos barriales, no en espectáculos para turistas. A mí me entusiasmó la idea de mezclar en un mismo volumen ficción, ensayo, crónica y documentos.
Un relato de ese libro no ha dejado de seguirme, con otro nombre y algunas modificaciones que tienen menos de corrección que de despegue hacia un imaginario privado. Recuerdo observaciones de Martínez Estrada, a menudo tan certero a pesar de la amargura que lo gobernaba: “Quizá ninguna música se preste como el tango a la ensoñación. Entra y se posesiona de todo el ser como un narcótico. Es posible, a su compás, detener el pensamiento y dejar flotar el alma en el cuerpo...” (Radiografía de la pampa, 1933); “... el tango no se baila con el cuerpo sino con la sangre y el alma. (...) el alma es lo corporal de Buenos Aires” (La cabeza de Goliat, 1946),
En el tango bailado, la noción de estilo no es una meta por alcanzar sino una condición inevitable. Aun para el más inseguro principiante, lo que la música le sugiere, se lo sugiere a él solo, y si puede llamarse estilo a la respuesta individual de un cuerpo a la música que oye, ese estilo podrá ir definiéndose, puliéndose, volviéndose en algunos casos admirable, en otros meramente correcto, aun anodino.
La primera comprobación del visitante a una milonga es que cada pareja baila con figuras que la música parece dictarles sólo a ellos. En la pista, rara vez los movimientos de una pareja coinciden con los de otra en un mismo momento de la música. Desde el arranque nomás, baile y bailarín son indiscernibles, como lo dijo en un poema admirable William Butler Yeats: “How can we know the dancer from the dance?”
Me confieso incapaz de indiferencia cuando a las tres de la mañana, en cualquier salón de barrio, sigo con la mirada a una pareja mayor, severamente vestida, deslizándose con elegancia, sin ornamentos por la pista, al lado de una pareja joven, él en zapatillas que no podrán “sacarle viruta al piso”, ella en jeans, ejecutando con destreza las más arduas figuras que un profesor les ha enseñado. Esas parejas no se excluyen. En su coincidencia, una misma madrugada, a pocos metros de distancia, poseídos por una misma música, se resume para mí el encanto de la milonga actual.
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