› Por Eduardo Berti
Nada peor que explicar o comentar el chiste. Y este cuento –lo siento– no es más que una mala broma. Pero me han pedido que escriba algo acerca de él, como suele hacerse en Veranoi12, y debo decir que siempre, en clave más o menos humorística, las homonimias me han interesado sin que sepa bien por qué. Me refiero no tanto a las palabras homónimas como a las personas que se llaman igual, como en mi novela Todos los Funes, donde se dan cita varios personajes de ficción con el mismo apellido: desde el memorioso Funes de Borges hasta los Funes de Cortázar, Roa Bastos, Horacio Quiroga y otros más.
Recuerdo cierta vez que me crucé con un homónimo completo (nombre y apellido) a punto de tomar un Buquebús rumbo a Uruguay. Una empleada llamó “Eduardo Berti” y, como en una especie de sketch de los Monty Python, otra persona y yo nos pusimos de pie, nos acercamos al mostrador a la vez, en una danza incómoda, desconfiada, y terminamos mostrándonos entre risas los pasaportes.
Me gustaría decir que este cuento es un homenaje a Jacques Carelman y sus “famosos desconocidos”, pero estaría mintiendo. En realidad, yo ya había escrito “Grandes éxitos” hace más de dos años, cuando me puse a leer acerca de Carelman, el genial inventor de “objetos imposibles” que a mediados de los años sesenta distribuyó entre sus amigos la parodia de un catálogo de venta por correo donde ofrecía “objetos liberados de las imposiciones de la utilidad”, según dijera René Clair: objetos insólitos y absurdos como, por ejemplo, la bicicleta para escaleras (con ruedas cuadradas), las “zapatillas para hacer la limpieza” (con un cepillo y una pala para barrer sin agacharse), el “puzzle de dos piezas” (ideal para principiantes) o el “aparato para poner los puntos sobre las íes”. Muchos de ellos acompañados de leyendas seudo-publicitarias: “Señoras: cuando laven la ropa, no se queden todo el tiempo viendo cómo gira la lavadora; con esta TV incorporada, lavar la ropa es un placer”.
El caso es que Carelman (que murió en abril pasado, ya octogenario) era un rabioso coleccionista y tenía, me han contado, en su casa al norte de París, una nutrida galería de “famosos desconocidos”: es decir, una colección de tarjetas personales o profesionales donde podía leerse, por ejemplo, “Viajes Michaux” o “Florería Flaubert”. Algo me dice que de haber existido la absurda editorial Grandes Exitos habría sido uno de sus pocos lectores, si no el único.
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