VERANO12 • SUBNOTA › EDUARDO BERTI
–¿Nunca ha tenido problemas?
Dos hombres conversan en el puesto 420 con el que atiende tras el mostrador, quien acaba de admitir que no es un mero empleado, sino uno de los dueños de la editorial.
–Sí, varias veces. Me han hecho hasta ahora dos juicios y he ganado. Me amenazaron, incluso. Pero no hay modo de que pierda. Tomo mis buenos recaudos, pido los documentos e investigo a fondo. Si tengo la menor duda, no doy el paso siguiente.
Alrededor de ellos, en el puesto 420 (“Editorial Grandes Exitos, la de los grandes nombres”), los carteles son enormes: Hemingway, Tanizaki, Faulkner, García Márquez, Saramago, Proust, Kundera, Borges, Calvino, Pavese, Vargas Llosa, Nabokov, Grass, Beckett, Woolf. La lista sigue.
–Ninguna editorial del mundo puede jactarse de un catálogo con estos apellidos –dice el dueño, todo orgulloso.
Los dos visitantes asienten y sonríen.
El puesto es pobre, uno de los más pobres de esta Feria del libro a la que los dos visitantes acuden por primera vez y también –esperan– por última vez.
Los libros están mal hechos, tienen fallas de impresión, hasta páginas en blanco y se desarman si se los abre con ímpetu.
Uno de los visitantes, el más joven, decide comprar tres libros. El de Reinaldo Víctor García Márquez se llama Vida de un mecánico chileno y es un compendio de anécdotas cotidianas. El de Kenneth Faulkner es un diario de viaje por Escocia. El de Margarita A. Pavese es un libro de recetas: Salsas, ensaladas y tartas, volumen III.
En cada uno de los libros lo más visible es el apellido ilustre; Reinaldo, Kenneth o Margarita apenas se pueden leer, más diminutos que el título.
–¿Cómo hace? ¿De dónde los saca? –pregunta el visitante más joven.
–¿Cómo se le ocurrió hacer esto? –pregunta el otro, casi interrumpiendo.
–Yo tenía una editorial sin pena ni gloria. Tuve esta idea cuando un buen amigo de infancia, Michel Proust, me trajo un libro de chistes que recopiló entre los ancianos de su pueblito natal. Le dije, en broma, que el mayor problema del libro era su primer nombre. “Pongámoslo muy pequeño”, respondió sin pestañear. En seguida nos pusimos a imaginar una editorial de apellidos famosos. Fue sólo un juego, al principio. Pero el juego nos divertía y nos tentaba. Entonces me acordé de un primo que se llamaba Jean-Claude Melville y al que, como era muy gordo, apodábamos Moby-Dick. ¿Tendría Melville algún libro para darnos? Por supuesto que no tenía nada, apenas sabía escribir, pero ¿quién no ha soñado con publicar, con ser escritor? “Voy a inventar algo”, nos dijo. Michel y yo pensamos que sería incapaz, pero parece que encontró a un maestro de escuela, un amigo de su hermana, que lo ayudó y el resultado no estuvo mal. De pronto, teníamos dos libros listos. ¿Y ahora qué hacemos?, nos dijimos. Yo estuve a punto de renunciar, de abandonar el proyecto, pero Michel me animó a seguir. Hoy es tan simple encontrar a la gente por sus apellidos: guías telefónicas, Internet, Facebook, lo que ustedes quieran. El primer año enviamos emails y cartas, hasta pusimos un aviso en un periódico. Ahora sucede al revés y a veces no damos abasto. Ayer me llegaron tres libros, por ejemplo. Pero algunos hacen trampa. Un tal Maupasand, por ejemplo. Luego está el problema de los seudónimos y de los nombres verdaderos. Creo, sin temor a exagerar, que de todos los problemas que tuvimos ninguno fue tan delicado. Una mañana recibimos un paquete voluminoso: Mis vecinas, de Marie-France Crayencourt. Confieso que hemos publicado muchos libros olvidables, si bien tenemos nuestro piso de calidad y hasta hemos rechazado una vez a cierto autor. Este libro, creo, fue el mejor de todos los que recibimos. Bien escrito, con humor, con agilidad. Los personajes, bien retratados. Las acciones, entretenidas. Los diálogos. Todo perfecto, sí, salvo el nombre de la autora. Como había dejado un teléfono, la llamé. Me atendió la voz de una anciana. Le expliqué, porque temía que no se hubiese dado cuenta, el principio básico de la editorial. Muy ofendida, me dijo que ella se apellidaba igual que Marguerite Youcernar. O, mejor dicho, que Marguerite Crayencourt, ¿entienden? Con todo el dolor del mundo, tuvimos que decirle que no. Lo mismo nos pasó después con cierto Paul Hathorne que, así nos aseguró, era lejano descendiente de Nathaniel Hawthorne. Todos nos dicen que son descendientes o que creen serlo. En su caso era verdad, según parece, salvo que era de la rama familiar que conservaba el apellido antiguo.
–¿Y los libros se venden? –pregunta el más viejo.
–Algunos más que otros, como siempre. Sin embargo, no me quejo: Linda Beckett ha vendido muy bien, unos ocho mil ejemplares de Me llamo Beckett. Vende mejor que Samuel, al menos en este momento.
–Asombroso –dicen los dos hombres a coro.
–Le voy a comprar un libro –se atreve a decir el más viejo–. ¿Cuál me recomienda usted?
–Me está poniendo en un aprieto porque son todos... Iba a decirle “mis hijos”, pero es muy trillado, ¿verdad?
–¡Trilladísimo! Pero si usted lo siente así...
–Llévese este –dice el hombre–. Joyce Joyce: Mi gato y yo. Tengo un ejemplar firmado por la autora. Lo guardaba para una mujer que iba a buscarlo ayer, pero no vino. Se lo doy a usted –y guiña un ojo.
–Yo quisiera –dice el joven después de un breve silencio– que usted me firmara y me dedicara un libro. Sé que no es el autor, lo sé. Pero creo que lo genial aquí es su idea. Y que usted, como autor de semejante idea, tiene el derecho de firmar.
El hombre se resiste, pero muy poco.
–De acuerdo –acepta–. ¿Cómo se llama usted?
–Simon.
“Para Simon”, empieza a escribir, mientras dice:
–¿Y su apellido? Disculpe, es un vicio profesional.
–Simon es mi apellido. Me llamo Fabrice Simon.
–¡Como Claude Simon, Premio Nobel 1985! –exclama el hombre con ojos soñadores–. Justamente nos falta un Premio Nobel francés.
–Por favor, señor, no pensará que yo...
–Yo no pienso nada, señor Simon. Yo sólo le planteo una idea que usted no está obligado a aceptar.
–Desde ya le aclaro que yo no escribo. Yo soy agente literario. Somos agentes, los dos. El trabaja en la competencia, pero somos viejos amigos.
–Vamos, Fabrice –interviene el hombre más viejo–. Que no quieras publicar es una cosa, pero no niegues que te gusta escribir y que a veces...
–Es un problema deontológico, Alain. Además, ¡no voy a ser yo mi propio agente!
–Claro que no –contesta el otro–. Yo seré tu agente, ¿qué tal?
Fabrice Simon suelta una risa y sacude la cabeza.
–Ahora usted y yo tenemos que negociar –dice, muy divertido, el editor–. Le advierto, desde ya, que somos una editorial muy pobre, que recién empieza. Salvo lo de Beckett, que ha sido un milagro y que no tendría que haberles contado, no vendemos más de doscientos ejemplares. Y el Beckett, en realidad... La autora nos compró la mayor parte para obsequiar a sus amigos y donar a todas las bibliotecas de Gran Bretaña.
–Ya veo, ya veo –dice el viejo–. ¿Qué tiene para ofrecer? Proponga usted una cifra y le diré lo que pensamos de su oferta.
–¿Una cifra?
–Un adelanto, señor. Un adelanto a cuenta de regalías.
El editor pestañea.
–No tenemos la costumbre de pagar adelantos... Pero, en fin, tratándose de un Premio Nobel podemos hacer una excepción.
–Más le vale o nos iremos a otra editorial. ¿Promete que va a pensarlo? Aquí tiene mi tarjeta. Me llama o me escribe, es lo mismo.
El editor lee en silencio. De pronto exclama:
–¡Alain Flaubert! ¿Es su verdadero apellido?
El viejo muestra, con alguna parsimonia, su documento de identidad.
–¿Y con quién tengo que hablar en su caso? –dice el editor y mira a Fabrice Simon.
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