› Por Federico Falco
Uno de mis recuerdos más felices es el de una tarde de infancia, cuando tenía cinco o seis años. Estaba tirado en el suelo y dibujaba una persecución en una hoja grande. Unos ladrones (los buenos) trataban de escapar de tres o cuatro coches de policía (los malos) que disparaban contra ellos. Mientras dibujaba los patrulleros, los revólveres y la trayectoria de las balas, me iba contando a mí mismo la historia de esos ladrones en peligro. Era como si el mundo que me rodeaba hubiera desaparecido y yo sólo viviera en el dibujo y en la historia que inventaba para entretenerme. Murmuraba los diálogos y con mi boca hacía las voces de cada uno de los personajes, los ruidos del acelerador del auto, de los disparos y de la frenada en la curva. Vivía adentro del dibujo y no podía estar pasándolo mejor.
Por eso, cuando la gente del Espacio Cultural Museo de las Mujeres, de Córdoba, me invitó a participar en una de sus muestras, se me ocurrió que una buena idea podía ser usar el museo como un lugar donde se pudiera volver a dibujar y contar historias sin que a nadie le importara si afuera llovía o había sol.
Les propuse dejar vacías las paredes de la sala e instalar en el centro una gran mesa de madera rodeada de sillas cómodas. Sobre la mesa, había lápices, fibras y crayones y una pila de papeles en blanco. Escribí 68 historias cortitas y llenas de imágenes y las imprimí en fichas de papel grueso. Eso fue todo. Quien quisiera, y durante el tiempo que deseara, podía leer las fichas hasta encontrar una historia que llamara su atención y le diera ganas de sentarse a dibujar. Después, la gente del museo pegaba los dibujos sobre las paredes y allí quedaban expuestos.
La obra estuvo un mes en exhibi-ción/construcción. De a poco las paredes se fueron llenando de dibujos. Cada uno interpretaba las historias a su modo, y las completaba y las dibujaba y les daba forma de acuerdo a su imaginación, su destreza y su propia creatividad. Los dibujos se volvieron un testimonio del tiempo que su autor había pasado ensimismado sobre la hoja, perdido en el mundo de la historia, sin que le importara nada más. Durante ese mes, yo cada tanto pasaba por el museo y miraba desde la puerta. Me daba la sensación de que en la sala siempre había aire de casa a la hora de la siesta: los lápices desordenados sobre la mesa y alguien con la cabeza gacha –en algunos casos, con auriculares puestos– dibujando en silencio. Al final, las paredes quedaron completamente cubiertas de dibujos; uno podía recorrerlas y ver cómo algunos se habían detenido más en un detalle, a otros les había llamado la atención una escena, algunos dividieron la hoja en cuadros como de historietas, otros superpusieron los diferentes tiempos y situaciones en un único plano. Caminar por esa sala, mirando las paredes, era una experiencia fascinante.
Estas son algunas de esas Historias para dibujar. Ya no vienen impresas en fichas ni acompañadas de hojas en blanco ni lapiceros desbordados, pero ojalá todavía sigan dando ganas de sentarse a dibujar, aunque sea por un rato, sin que nada más importe.
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