Sáb 11.01.2014

VERANO12

EL METROPOLE

› Por Paula Pérez Alonso

El cuento por su autor

Nicholas Ray decía que la imaginación es una fuente preciosa de protección y lo expresaba con la claridad del relámpago. Desde chica sentí cierta distancia con lo cotidiano, intuía que el rasgo de tensión con la realidad era algo así como una mediación benéfica que nos salva de transformarnos en autómatas. También sus opuestos, la naturalidad y la adaptación, son marcas de nacimiento. Ese rasgo de tensión, que a veces se enreda con un cierto temor, puede ser productivo o dañino, pero siempre nos lleva a querer escapar, sin demasiada conciencia. Seremos viajeros, seremos locos, adictos o imaginativos.

Durante la niñez, a la que uno nunca querría volver, la imaginación era la huida vital, el único espacio irreductible, cuanto más secreto más insondable; era la soledad elegida que no ofendía ni avisaba a nadie; la locura o el desborde podían ser ilimitados y encontraban una contención; estallaban sin salpicar, porque siempre implosionaban hacia ese mundo desaforado. Las consecuencias de tanta hiperactividad no eran visibles ni inmediatas. Ese era un jardín secreto que por suerte a nadie le interesaba visitar: así como más tarde me di cuenta de que nadie siente curiosidad por el relato de los sueños de los demás porque cuando se intenta traducir esas imágenes fabulosas a palabras pierden toda su gracia, a los adultos nos interesa poco descubrir las fantasías de los chicos; es el mundo de los adultos el que siempre es mucho más inquietante o atractivo. Queremos conocer cuántas otras posibilidades tiene una vida, cuáles son las nuevas variantes que los inventores de ficciones pueden crear con mejor o peor carácter y destino.

El verano pasado estaba en la playa mirando el movimiento permanente del mar, los barcos, veleros o lanchas que entraban o se alejaban del puerto y, a pocos metros de la orilla, la actividad previsible de los cuerpos tendidos al sol, los más chicos jugando en las olas, otros amagando a entrar al agua, otros detrás de los poderosos anteojos de sol esperando que alguna mirada expectante se fijara en ellos. Alguien dijo: “Tenés que ser muy fulero para no parecer atractivo con unos Ray-Ban...” Uno no va a la playa si no está dispuesto a soportar el fulgor que se pone en juego, la obligación de disfrutar, la supuesta naturalidad de los cuerpos, la necesaria alegría. Sin embargo, el refugio de todo eso era pensar en otra cosa. Había empezado a escribir una novela que tiene como uno de sus escenarios al desierto de Atacama y de allí se desprendió esta historia con el mar como fondo constante: “Metropole” o “El Metropole”, porque es el nombre de un hotel.

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