› Por Juan Diego Incardona
Década del noventa: los hijos de los obreros suicidas, guitarras del rock barrial al hombro, empiezan a dialogar con fantasmas, con un pasado que vuelve. Los barrios sufren metamorfosis y adquieren formas de bustos de próceres peronistas, como Ciudad Evita. Los vecinos se vuelven mutantes. El obrero desocupado se corta el dedo y le vuelve a crecer. ¿Qué está pasando? Se corta la oreja y le vuelve a crecer. Se corta la lengua y le vuelve a crecer. En los alrededores del Mercado Central, hombres gatos, lobizones, luces malas, criaturas más ligadas al universo rural que al universo de la ciudad. Es como si en la decadencia uno volviera al origen de los tiempos, a la fundación en este caso mítica del barrio, que es anterior a los monoblocks y a las casas italianas con el porche en la entrada, o a la casa californiana que pinta Daniel Santoro en su “mundo peronista”.
Estamos en el partido de La Matanza. En este mundo, es el arte y no la ciencia el mecanismo de acceso a lo desconocido. Y el que puede ver lo sobrenatural en esa comunidad es un alma sensible. El rock barrial, algo que despierta tanto prejuicio que generalmente es considerado “lo peor del rock and roll”, “son todas letras malas, drogas, alcohol y todos hechos mierda”, es el caldo de cultivo de los nuevos médium. Los pibes de flequillo recto, de pañuelitos en el cuello, de jardineros, se convierten en genios naturalistas, locos visionarios frente a su propia comunidad que está en ruinas. Sus ritmos, sus letras, ven lo que los demás no pueden ver, el mito en medio de la historia, que está paralizada.
Es decir, está el obrero que pierde el trabajo, enferma y muere. Se ahorca debajo de un puente o de un árbol. Pero también están los sobrevivientes que, al resistir la epidemia y el cierre de las fábricas, crean anticuerpos y se regeneran: se cortan dedos y les vuelven a crecer. La historia argentina tiene muchos de estos ejemplos. Se corta la lengua y le vuelve a crecer. Y el reencarnado se pregunta: ¿quién era yo que soy uno y que soy otro, que estoy poseído? ¿Quién es el que me posee, este espíritu que de algún modo me da propiedades mágicas para regenerarme? La historia se vuelve conjetural; estamos en las ruinas, las fábricas se cerraron, las instituciones se enrejaron, los campitos también se transformaron, los basurales crecen y es como un mundo postapocalítpico.
Recuerdo Villa Celina. Todos esos tipos que están poseídos o reencarnados ya no son uno solo, son muchos. Viene toda una legión de demonios peronistas que los poseen, son plurales, y están multiplicados por los fantasmas. Una historia que es muchas historias y con finales divergentes. El obrero que sube a un taxi, el patrón de la Pyme que se pone una remisería, el obrero que junta cartón, el que revende ambulante en los trenes y colectivos. Borgeanamente, también es un jardín de senderos que se bifurcan y que conducen no a una sola meta, sino que también, en este caso, tejen un laberinto. Es un laberinto proletario, como el Barrio Piedrabuena, Lugano 1 y 2, Fuerte Apache y La Salada. En las esquinas de ese laberinto, los pibes están zapando las primeras canciones.
Este cuento fue publicado originalmente en el libro Rock barrial, que será reeditado próximamente por Interzona.
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