› Por Carlos María Domínguez
El cuento por su autor
Ramón Báez me contó la historia de su encuentro con Johnny Weissmüller una tarde de mayo, bajo la parra de su casa en el Cerro de Montevideo. Para creerle había que vencer la sensación de que podía haberse escapado de una novela de Arlt. Criaba cincuenta variedades de orquídeas –me las mostró–, hacía experimentos con las plantas, a las que les cambiaba la información genética, iluminaba el perímetro de su casa con un solo polo de electricidad y el otro provenía de una varilla enterrada en el jardín, que captaba la de la atmósfera –y también me mostró–.
Con el tiempo nos hicimos amigos, supe que nació en Carmelo en 1932, fue lustrabotas, canillita, nadador fondista, vagabundo, obrero portuario. En el ’49 se afilió al Partido Comunista y en el ’67 custodió al Che Guevara durante su visita a Montevideo y Punta del Este. Jubilado por razones de salud, Ramón se hizo escritor de libros para niños y cuentos rurales.
A Rosario fue con un amigo de Carmelo, acamparon tres kilómetros al norte, sobre las barrancas del Paraná, y todos los días bajaban nadando por el río hasta los fondos del club con la esperanza de que Weissmüller se fijara en ellos. Hasta que una mañana les salió al cruce y les pidió que se acercaran. “Nos palmeó con una sonrisa grandota y nos habló en tres idiomas diferentes. Pero no entendimos nada. Tenía una figura imponente. Sería un hombre de 150 kilos, la caja medía 80 centímetros y tenía la mirada más linda que vi en mi vida. Yo lo veía desde mi condición de gurí, con 18 años, y él andaría por los cincuenta. Fuimos hasta la orilla y a través de un traductor nos preguntó de qué escuela de natación veníamos. Nos quedamos mudos. Lo único que sabíamos era toparnos con el río y vencerlo.” Pero Ramón se entendió con Weissmüller. “Cada vez que salíamos del agua, después de nadar, me revolvía el pelo y me abrazaba. Entonces me miraba y se le iban los ojos. Yo sabía que se le iban a otro tiempo, a un tiempo que para él –estoy seguro– era lindo, algo precioso de su juventud, porque aparecía dulzura en la cara del hombre.”
Ramón le oyó contar su odio a Chita, el origen del grito de Tarzán. “Yo lo veía beber whisky como si tomara agua o leche, evidentemente el loco estaba en pedo, pero lo lleva con pareja dignidad.” Y se dejó ganar en el río Paraná: “Para mí era la gran tentación, te imaginás, pero al verlo así, en el agua, con esa angustia en los ojos, fue como si me hubiese visto a mí, dentro de muchos años, cuando la potencia también me abandonara; bajé el ritmo, lo dejé ir adelante y ganar. Al salir a la orilla me abrazó con fuerza y volvió a revolverme el pelo, y a mirarme de ese modo que tenía él, como si cruzara el tiempo humano”.
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