Mar 25.02.2014

VERANO12

Ojos de Plata

› Por Miguel Angel Molfino

Cuando despertó, todos los olores y los aromas de la mañana entraron por sus ojos, sintió la tibieza de los colores de los árboles y las flores y suspiró tragando un sorbo intenso de vida. Se desperezó. Calculó que aún faltaban diez minutos para que su madre le trajera el desa-yuno a la cama. Escuchaba el aleteo vibrante de las palomas yendo y viniendo del alféizar de su ventana al cerco de madera que él mismo había pintado de un blanco sagrado, unos meses atrás. El siseo circular del regador dibujaba la frescura del agua del verano derramándose sobre el césped. Gotitas filosas como diamantes. Un alguacil volaba muy cerca del marco de la ventana, raspando el aire con sus alitas invisibles.

Se incorporó en la cama, tanteó la mesita de luz y empuñó el bastón. Tropezó en la alfombrita al dar el primer paso. El mundo que no se ve es más torpe que el mundo invisible, pensó. Tenía treinta y ocho años y era ciego. Había nacido ciego y eso era lo más sólido, concreto, que cargaba en su vida. Más sólido y concreto que su propio y entero cuerpo.

Su madre, que vivía envuelta en tules y tules de melancolía, le alcanzó el desayuno. Apenas si se saludaron. No era que no se amaran, habían hecho de sus respectivas vidas un nido de ausencias inexpresables. Pensaba a veces que el no haberle visto jamás la cara había construido esa distancia. No como un rechazo sino como una anestesia. Aunque le repugnaba tocarle la piel fría y grasosa, era como rozar la panza de una iguana.Tampoco conoció a su padre, su madre nunca habló de él por ningún motivo y él nunca preguntó. Se había acostumbrado al mundo opaco de la ceguera. Y allí se estaba bien. Se veía todo más claro.

Estaba convencido de que cargar con sus ojos muertos lo había puesto a salvo de algunas desgracias, aunque no quería detenerse demasiado en ese punto. No por temor sino porque prefería no encontrarse con su propia memoria. Por eso, jamás había regresado a pisar las hojas secas del último otoño con Adela, hace años, en la casa Berghausen.

Sabía que el sol, al agitarse las hojas del chivato, a esa hora, dibujaba encajes que abanicaban la pared del espejo (su madre se lo había contado) o que en cualquier momento Muti entraría maullando y saltaría a la cama. Sucesos breves y silenciosos: la vida que había elegido no era sombría, pensaba. Era simple y sincopada como un tema de jazz.

Desayunó, se duchó y salió de su casa rumbo al trabajo. Era clasificador de tornillos, tuercas y arandelas. Sus dedos eran toda la clave de ese farragoso trabajo en Casa Piatti & Cía. Por las noches, usaba los mismos dedos para tocar jazz en su guitarra acústica. Sus interpretaciones eran disfrutadas y aplaudidas. Tocaba blues muy sentidos, temas de Robert Johnson y música de ese tipo, muy Mississi-ppi. Lo hacía en un pub de pequeñas dimensiones, el Paradise Club, cerca del puerto de Barranqueras. Las propinas no eran mucha cosa pero le servían. Era toda la ganancia que podía arrancarle a su guitarra celestial.

En el Paradise lo anunciaban como Ojos de Plata Méndez (aunque su nombre era Luis) y tocaba junto a su viejo amigo, Ray Estévez, un buen trompetista. Sus anteojos espejados, iluminados por los spots del escenario, convertían a los cristales de los Clipper en dos monedas de plata. Ese era Ojos de Plata Méndez sobre el escenario.

Aquel día trabajó en la ferretería toda la mañana tarareando mentalmente “Boom Boom”, de John Lee Hooker. Almorzó en el bodegón de la esquina y llamó al celular de Ray para decirle que tenía ganas de tocar esa noche unos blues de Hooker y de Muddy Waters. Ray estuvo de acuerdo y también le habló de varios temas que a Ojos de Plata Méndez no le interesaban en absoluto. Era charlatán, denso, y ésa era toda su debilidad, por lo demás era un buen tipo.

Largó el trabajo a las ocho de la noche. Cruzó Barranqueras en un taxi hasta llegar al Paradise. Prendió el primer cigarrillo del día y lo fumó en un banco de plaza instalado frente a las puertas todavía cerradas del pub. El aire entraba a sus pulmones recombinándose con los aromas del tabaco, sentía la noche entrañable. Amaba la noche, amaba Barranqueras y amaba su guitarra que lo esperaba a un costado del pequeño escenario en su funda roja.

Sin embargo, lamentó haber pasado, como una sombra, sobre el recuerdo de Adela Brost.

¿Cuándo sentí por primera vez el aroma a jazmín y vainilla frente a mí?

Una vez que finalizaban los fríos, incluso antes del verano, ya vivía la espera. El motor del auto de tío Luis apagándose frente al jardín de casa, la voz de mamá recibiéndolo (parecía tener dos o tres voces distintas contándole novedades), el abrazo y el beso de mi tío, el encierro en mi habitación para sentarme en la cama y aguardar que pasase el tiempo necesario y que me pusiera al borde de la partida: toda esa gran escena inauguraban las vacaciones, el calor dorado del verano, la proximidad del viaje a la quinta Berghausen y el aroma a jazmín y vainilla de Adela.

El primer verano fui feliz, lo puedo decir así.

Durante las mañanas, después del desayuno, mientras los mayores quedaban hablando en la sobremesa, Adela me tomaba de la mano, me ayudaba a bajar la larga escalinata de la casa (solía cargarme el bastón blanco en su axila) y nos largábamos a caminar por los mil senderos del jardín. Era muy linda la sensación de cercanía, de intimidad que tan rápidamente contagiaba Adela. El roce de los codos, su perfume, los ruidos invisibles que la mañana arrancaba de los árboles, todo desprendía una vitalidad potente y anhelante.

Por la tarde, con mamá, tío Luis, Adela y sus padres, nos tirábamos en la playa debajo de unas sombrillas ululantes, de colores chillones. Adela me contó que los colores eran chillones y lo de ululantes se lo conté yo: ella no reparaba en los sonidos que despertaba el viento sobre las cosas. Allí, después de entrar al mar y jugar con las olas, regresábamos, nos sentábamos en la arena y yo la escuchaba hablar de caballos (le habían regalado un petiso), de su abuelo Herman que había llegado a finales de la Segunda Guerra Mundial, de sus futuros viajes a Polinesia y China, azotados por la arenilla mientras sentía cómo el sol se hundía y dejaba que mi piel se enfriara. Así todas las tardes.

Ese primer año fue irreal. Muchas veces sospeché que todo había sido creación mía; veía tan claramente el rostro de Adela (y no solamente en mis dedos), sus ojos de fiebre, el cuerpo delgado decaído junto al mío en los escalones de la glorieta, sabía cuándo empezaban a deslizarse las sombras de las nubes sobre la lomada, veía el verde de la gramilla tornándose rojo en el único y múltiple ocaso que sucedía en el jardín, hasta veía la proximidad de sus labios sobre los míos, sin que yo esperara todavía un beso. Debió pasar un verano para que sucediera. Fue cuando cumplió diesisiete años y yo fui su único invitado.

Jamás, ni su madre ni su tío Luis se lo habían señalado, pero sabía que, una vez que dejaban la ruta asfaltada y después de pasar sobre el caño de una alcantarilla (el sonido era hueco), el auto tomaba un largo y casi recto camino de tierra apisonada con pedregullo (los ramas de los árboles susurraban a los costados) hasta frenar a pocos metros de la escalinata de la casa Berghausen. Estaban en otoño y era la primera visita que hacían bajo la bruma fría que rodeaba al hogar de los Brost.

Siempre las visitas se habían dado en tiempo de vacaciones, pero todo se había precipitado con la enfermedad de Rainer Brost y la puesta en venta de la propiedad. Sería el último año en Berghausen.

Cuando ocuparon las habitaciones de siempre, Luis preguntó por Adela, ya que no estuvo en el porche junto a sus padres, recibiéndolos como era habitual. Don Brost comentó que Adela había bajado al pueblo muy temprano y había dejado dicho que no regresaría hasta la noche.

A pesar de mantener el amor en secreto, de que sólo en los veranos se encontraban, por decisión de Adela y, tal vez, para evitarle a Luis la vergüenza de que la madre se las leyera, atravesaban los largos meses sin escribirse una sola carta. En esos páramos, Luis aprendió a cerrar, bajo siete sellos, los recuerdos de Adela.

¿Qué tenía de malo que se haya ausentado unas horas? Después de todo, no era verano. Si salió a caminar por el parque fue para evitar una avalancha de sospechas, intuiciones y miedos. Lo tragó la neblina. Una lloviznita impalpable le enfrió la cara, le recordó su ceguera y se obligó a obedecer a su pena. Dejó que lo arrastrara como el hilo de agua que oía fluir en una canaleta.

Contar las horas fue como trepar una montaña con ligeros descansos: el almuerzo, una siesta inquieta, el chisporroteo de la leña quemándose en la chimenea del living, voces, risas, la sensación permanente de que –de un momento a otro– la campanilla del teléfono lo despertaría de ese agobio. El cosmos parecía no darle alivio.

Hasta que la señora Brost dijo, asomándose a uno de los ventanales: “Está llegando un auto, debe ser Adela”.

Imaginó la neblina nocturna, un par de faros miopes y a ella, conduciendo con sus manos enguantadas, detrás de los cristales empañados.

Al estrecharla, la mano era firme y fría. “Te presento a Fernando”, me dijo Adela, y si bien aclaró sin tardar que era un gran amigo, lo supe y no fue difícil adivinar por qué. En las tinieblas se ve todo lo que uno no quiere ver. Allí estaban la mirada atemorizada de Adela persiguiendo las huellas de sus palabras en mi cara, el hombre llamado Fernando oliendo a perfume y a celos, el silencio que llegaba (y que miraba) desde la cocina donde mamá, el tío y los Brost se habían reunido para tomar el té; allí estaba yo, tieso y ridículamente digno, ensordecido de dolor, de pie ante el vacío súbito que había anegado la casa; allí estaban el fuego languideciendo en sus últimas chispas y las primeras sombras que vivirían en el Berghausen una vez que todo hubiera acabado.

A los dos días regresamos a Barranqueras. Fue un fin de semana especialmente helado, la luz del sol no calentaba de verdad y sin embargo, como buenos amigos, el sábado y domingo nos dedicamos a nuestros paseos. No se habló más de Fernando. Tampoco se habló ni se intentó volver a la pasión veraniega que por varios años nos citara en el Berghausen. Simplemente se esfumó. Cuando le conté que había avanzado en mis estudios de guitarra, me abrazó, me besó en la mejilla con fuerza y me dijo que ya nos juntaríamos, quería escucharme tocar. Uno no siempre sabe en qué momento se está despidiendo de alguien o de algo, pues bien, cuando me pasó la mano sobre el pelo, a media hora de partir de regreso, supe que era la última caricia. Más que una caricia pareció el paso de una brasa.

Al cerrar la puerta del auto en marcha, despidiéndonos, Adela me alcanzó a decir que le gustaba cómo me quedaban mis nuevos anteojos. Fue lo último que le escuché decir. Le levanté el mentón con una mano y ella sonrió y se alejó. Me tocó con su boca mi mejilla. Los labios estaban fríos como los vidrios escarchados de los ventanales. Fue el último beso, el más triste.

El horrible olor a nafta que despedía el viejo motor del auto y la serie de explosiones con las que arrancaba nos hizo reír como siempre, era un clásico del viejo Chevrolet. Mamá y el tío, con sus saludos de despedida, iban dejando atrás a los Brost.

Cambié el aire, como los boxeadores. Tenía el estómago dolorido, justamente, como si me hubieran asestado mil puñetazos. Me reacomodé en el asiento, recosté mi cabeza en el ventilete de la puerta, prendí un cigarrillo (jamás había fumado en el coche del tío), abrí un poco la ventanilla y el chiflete de viento frío deshizo el humo y las cenizas se dispersaron como una nube de caspa gris.

El silencio de mamá y de mi tío en el asiento delantero, el hecho de que no se quejaran por haber encendido un cigarrillo ni del tufo del tabaco, no dejaba de molestarme; sabían todo el dolor que cargaba y serían capaces de fingir que no lo sabían.

Han transcurrido desde entonces varios años y una sola vez volví. No tendría que haberlo hecho. Pero volví. Le pedí a Ray Estévez que me llevara y él sólo aceptó por curiosidad (lo sé) y porque le pagaba todos los gastos de su F-100. Fue durante un invierno que se decía que era el más frío, el más largo.

No fue fácil llegar, las lluvias había dejado a la miseria el camino de entrada a la Casa Berghausen. Lo que hallamos fue una catástrofe.

Ray me contó que los techos se habían desplomado, arrojando las tejas en varios metros a la redonda. “Como si hubieran explotado”, dijo Ray. “Las paredes y los pocos muebles que los Brost abandonaron se veían desconchados y más sucios que la sala de máquinas de un barco carguero”, dijo Ray. Se mantenían, zozobrantes, tres focos que brillaban día y noche a la altura de las ramas vacías del fresno. Por lo demás, el viento bandeaba la casa sin puertas ni ventanas, aullando como un monstruo perdido.

No quise bajar de la camioneta. Era suficiente con lo que tenía ante mí. Con el corazón seco y frío, le dije: “Vamos, Ray. Regresamos”.

Primero sintió aromas a jazmín y vainilla, después el gemido del tablón de madera del banco de plaza y, finalmente, una suave respiración que, se le ocurrió, exhalaban unos labios rojos. El había volteado como buscándole el rostro, como si la pudiera ver, pero el intento había fallado: volvía a ser un ciego tratando de disimular su carencia. Le parecía patético hacerlo, pero no podía evitarlo.

“Hola”, dijo la voz, y sonrió. Ojos de Plata sintió esa sonrisa, el temblor de una cuerda invisible. Dejó que la brisa que venía del río hamacara el silencio y el perfume. “Hola”, dijo Ojos de Plata. Bocinazos, motos y gritos que llegaban desde el fondo del puerto. Silencio.

Ojos de Plata tiró la colilla del cigarrillo. La voz del Muñeco Díaz que le dice que hacés ahí solito, dando lástima. Era uno de los socios del Paradise. Llegué temprano, no me digas que no es una linda noche para fumar y estar solo. Dale, vení, acompañame a abrir. Al encenderse los neones del cartel, una suave lluvia eléctrica cayó sobre Ojos de Plata.

A las diez y media de la noche subió al escenario ayudado por Ray. No había muchos parroquianos. Hubo aplausos dispersos. Los murmullos y el olor a licor era todo lo que entraba al cuerpo de Ojos de Plata. Afinó un rato la guitarra, Ray metió un soplido a su trompeta como despertándola.

Y tocaron. Fue una noche estupenda para Ojos de Plata. Cuando cantaba “Blow Wind Blow”, de Muddy Waters (“When the sun rose this morning, I didn’t have my baby by my side...”), el olor de la cretona del telón fue ocultando la noche rumorosa del Paradise y muy de a poco, envuelta en el frío y en la neblina azulada de la noche, sonreía sin gracia, como una geisha, una mujer muy parecida a Adela Brost. El paisaje parecía dibujado en tinta china sobre un papel japonés.

Fue su mejor noche en años. Pero también le sonó a despedida. Pensó que, tal vez, esa noche, mientras durmiera, la muerte descendería sobre su cama para apagarle el corazón indefenso.

Por eso esperó la mañana y cuando la luz entró a su cuarto y le entibió el cuerpo y el carrousell de sonidos empezó a girar al ritmo del regador del césped del jardín, sospechó que, en una de ésas, había nacido para ser eterno.

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