› Por Mariano Quirós
La última vez que vi a mi amigo Gastón fue muy rara, entre otras cosas porque no era él. No era Gastón. De más está decir que fue una situación engorrosa: vi a mi amigo de la infancia sentado en el banco de una plaza y, sin dudar, me acerqué a saludarlo.
–¡¿Qué hacés acá...?! –pregunté, con esa mezcla de histeria y euforia con que celebramos los encuentros inesperados.
Pero, como dije, este tipo no era Gastón, cosa que se me hizo evidente incluso antes de lanzar aquel saludo. Y digo que se me hizo evidente porque era imposible que la persona a quien yo saludaba fuese Gastón, porque mi amigo había muerto hacía unos pocos días en un accidente de tránsito. Hacía dos días, para ser más precisos.
En un principio atribuí la confusión a mis problemas en la vista –de chiquito me diagnosticaron miopía y más tarde me sumaron astigmatismo, con lo cual confundir a la gente se me había vuelto una cuestión casi cotidiana–, pero un rato después, y probablemente empujado por la sugestión, adjudiqué mi error a un asunto más metafísico, como si mi amigo intentara enviarme un mensaje desde el más allá a partir de mis problemas oftalmológicos. Pero qué mensaje...
Como sea, al tipo con quien confundí a Gastón no le resultó graciosa mi torpeza ni pareció que le bastaran mis pedidos de disculpa. Y no era para menos, sobre todo porque en mi entusiasmo por saludar a mi querido amigo muerto me dejé llevar y solté un pequeño pero sonoro chirlo contra su hombro. Contra el hombro de este tipo, digo, que no era el hombro de Gastón.
–Qué te pasa... –preguntó el falso Gastón en un tono neutro, tirando a secote. Respondí que mil perdones, que me había confundido, y la verdad es que me había equivocado como nunca, porque el tipo este muy poco tenía que ver con mi amigo, físicamente quiero decir, porque Gastón era más bien bajito y morrudo, mientras que este perfecto desconocido era alto y, a diferencia de mi amigo –un chico siempre alegre y vivaz–, parecía más bien macilento y desganado.
Apuré el paso y seguí mi camino, con la idea de salirme rápido de aquel engorro y olvidarme pronto del falso Gastón, cuya mirada, y con ella el fastidio, yo sentía posados sobre mi espalda. Me prometí, como hago siempre, una urgente visita al oculista.
Pero antes tenía que visitar a la mamá de Gastón en el sanatorio. La pobre mujer, por supuesto, estaba deshecha. Además de su hijo, en el accidente también había muerto su marido. Ella había sobrevivido de milagro. O no tanto de milagro, sino más bien por una cuestión lógica: a diferencia de su marido y de su hijo, ella se había puesto cinturón de seguridad, de manera que al momento de producirse el choque mi amigo y su padre salieron despedidos del auto, mientras que ella, que si bien sufrió heridas de consideración –un brazo fracturado y unas cuantas costillas rotas–, quedó dentro, un poco apretada por la chatarra pero con vida.
–¡Por qué Dios me abandonó..! –así, con esa súplica, me recibió esta mujer, a quien yo había visto durante mucho tiempo como una especie de tía postiza. Esas mujeres que siempre están a gusto recibiendo en su casa a los amigos de su hijo.
Como no hay modo de responder a expresiones como aquella, no dije nada y me limité a darle un abrazo. Fue también un abrazo ligero, un abrazo en la medida de lo posible, porque la postración en que se encontraba no permitía estrecharla tanto como uno hubiese querido. Porque aunque es verdad que semejante dolor no se contiene con un mero abrazo, en esas circunstancias es lo más que podemos ofrecer.
En la habitación del sanatorio estaban también las dos hermanas de mi amigo y el marido de una de ellas. Repartí abrazos entre ellos, entre los que mezclé palabras de consuelo apenas murmuradas, con lo que no creo que hayan alcanzado a descifrarlas. Pero estaba claro que se trataba de un pésame. O por lo menos eso espero, porque cualquier otra cosa, cualquier otra frase que no manifestara condolencia, hubiese sonado fuera de lugar.
Abracé con más entusiasmo a la menor de las hermanas. Además de ser la más simpática, era también la soltera, de modo que no me inhibía la presencia del marido al momento de poner de manifiesto mi cariño. Aunque, bien pensado, no creo que el marido se enojara si se me ocurría ser más amable con su mujer. Digo, la situación no daba para ese tipo de enojos. En todo caso, el problema era más bien mío. En definitiva que eso, abrazar mucho o poco a la hermana mayor de mi amigo muerto, no era lo importante. Lo importante, creo, era acompañar un poco a esas personas desgraciadas.
Ahora bien, ¿era deseada mi presencia? ¿No hubiesen preferido la madre de Gastón, sus hermanas y su cuñado un poco de tranquilidad? Porque seguramente no había sido yo la primera visita. Quizás estaban ya hartos de la gente, de las muestras de condolencia, de las palabras que sirven para muy poco..., qué situación horrible y tan incómoda.
Supongo que fue eso, la incomodidad, lo que me empujó a contarles del equívoco en que me había visto envuelto hacía escasos minutos, al saludar al falso Gastón. Incluso agregué al comentario una cierta efusividad, dije que de alguna manera aquella había sido la última vez que vi a Gastón. Y agregué que no, que no era Gastón. Tan graciosa me pareció mi propia historia que repetí varias veces: “La última vez que lo vi, no lo vi”.
Desde la cama, desde su convalecencia, la mamá de mi amigo me tendió el brazo que podía mover, una seña para que me acercara. Lo entendí como un gesto piadoso de su parte. Me salvaba, la mamá de Gastón, del abismo hacia el cual yo solito, sin ayuda de nadie, me había lanzado con esa historia tan traída de los pelos, aunque tan cierta sin embargo.
Cuando me tuvo a su lado, tomó mi mano izquierda con delicadeza. Me agradeció, en un hilo de voz, la molestia que me tomaba al visitarlas, a ella y a sus hijas, en un momento tan feo.
–Siempre fuiste el amigo intelectual de Gastón –dijo finalmente. No supe qué responder, en parte porque lo suyo no había sido una pregunta, pero más que nada porque el comentario, su comentario, no venía muy a cuento. Era, si se me permite, un dato de lo más superfluo. O un simple desvarío.
Pero, para mi desdicha, la mujer agregó:
–Estaré atenta a tu próximo libro.
Por supuesto, para nada me molesta que la gente se interese en las cosas que escribo. Qué más puede pedir uno. Pero, sin quererlo, me había metido en un problema: mi último libro, que se publicaría en cosa de unos días y sobre el cual ya había trabajado en las pruebas de galera, incluía un relato cuyos protagonistas eran, increíblemente, Gastón y su padre. Sí, a mi amigo muerto y a su padre, también muerto, los había convertido yo en personajes literarios. Y no precisamente personajes que salieran del todo favorecidos.
No es algo que me preocupe demasiado, entiendo que todos los escritores llevan hacia sus textos a personas de carne y hueso. Las llevan hasta allí y después hacen con ellas lo que quieren, lo que les venga en gana, siempre de acuerdo con sus necesidades, las necesidades del escritor, claro está.
Por otra parte, al momento de escribir yo el relato aquel donde Gastón y su padre no quedaban, que digamos, muy bien parados, no tenía modo de saber que mi amigo y su padre acabarían muertos en un accidente de tránsito. Ahora, llegado el caso, era como que yo simple y cruelmente me situaba contra personas que ya no podían pronunciarse.
Pero más aún: el problema estaba en el hecho de que la madre de Gastón efectivamente se interesaría en mi libro como no se había interesado nunca por ningún otro de mis libros. Antes, antes de la muerte de mi amigo, que yo escribiera cuentos y novelas era para ella como un dato pintoresco. Su hijo tenía un amigo escritor, una pequeña excentricidad, algo que contar en las reuniones con amigas. Cuentos y novelas que, por lo demás, ella no se gastaría en leer, le alcanzaba con estar al tanto de mi estrafalaria afición.
Pero ahora, con el hijo muerto, cualquier cosa del mundo de los vivos que le permitiera sentir la –cómo llamarla– presencia de su hijo, la empujaría con ansias en la búsqueda de eso.
Y ya que estaba con ánimo de sumarme preocupaciones, había una peor: en mi relato yo había sido injusto con mi amigo y con su padre. Y no, no es que quisiera congraciarme con ellos ahora que estaban muertos, no era por mero remordimiento. Me sentía ni más ni menos que como un vil traidor.
La madre de mi amigo –una vez hubo pronunciado aquella promesa tan desafortunada, la de estar atenta a mi próximo libro–, aun desde su horrible realidad, fue capaz de percibir mi consternación, porque en un pispás pasó de consolada a consolarme.
–Debemos ser fuertes –repetía la pobrecita, ajena por completo a mi penoso dilema (aunque bien pensado, ¿dónde estaba el dilema?).
Quedé un par de segundos en silencio, aferrado a la mano de la madre de Gastón, sin ánimo de pronunciar ya frase alguna, sin esforzarme en dejar a un lado las incomodidades y molestias del duelo.
Fue la hermana menor quien tomó la posta y, agarrándome de un brazo, me llevó fuera de la habitación. Gracias a Dios me libró del saludo final a la otra hermana y al cuñado, que habían quedado con caras largas, compungidos en un rincón.
La vida de esa familia había cambiado bruscamente, de un modo salvaje.
Ya fuera, en el pasillo del sanatorio, la hermana menor me tendió una libretita y una birome. Que escribiera el título de mi libro, pidió, así lo encargaba y, de paso, lo recomendaba entre la gente amiga. Cotejé la opción de escribir un título apócrifo, inventar algo sobre la marcha. Pensé también en anotar el título de alguno de mis libros anteriores. Pero la posibilidad de ser recomendado me empujó a escribir en la libretita no sólo el título de mi inminente nuevo libro, sino también el nombre de la editorial que lo publicaba y de las librerías donde seguro lo conseguirían.
A modo de despedida la hermana de Gastón me abrazó y me dio un tierno beso en la boca. Me pidió también que no las olvidara, que la presencia del amigo intelectual era siempre bienvenida. Y volvió a besarme.
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