› Por María Rosa Lojo
La idea de este cuento surgió hace muy poco, en la última Feria del Libro de Guadalajara. Varios escritores compartíamos la cena en el hotel y hablábamos, cuándo no, de libros. La conversación recayó en Lucio V. Mansilla. Con semejante disparador, no pude parar.
Me ocupé del autor de Una excursión a los indios ranqueles (1870) durante años, como investigadora y como autora de ficción. Le dediqué, entre otros textos, mi novela La pasión de los nómades (1994) y publiqué hace poco, con mi equipo, el manuscrito inédito de su Diario de viaje a Oriente (2012). En todo ese tiempo me sucedieron, por culpa de Lucio V., algunas cosas extraordinarias (al menos, fuera de la común y ordinaria rutina de mi vida) y coseché amigos y viajes inesperados. No sólo el que hice en 1992 con mi pequeña familia por la pampa central argentina para que el fantasma de Mansilla, mi personaje, pudiera ver con nuestros propios ojos la Argentina de final de siglo y de milenio. Hubo otra excursión, a las afueras de Sussex, en el sur de Inglaterra, al año siguiente de publicarse la novela.
Habíamos ido a Galicia, con mi marido y nuestros tres hijos, para que conocieran la tierra de mi papá, y especialmente a mi tío Benigno, su hermano casi mellizo, que había estado esperando en vano su retorno después de que el desastroso final de la Guerra Civil lo alejara de España. Pero también contábamos con otra invitación. Cuando apareció en Buenos Aires La pasión de los nómades, empezó mi correspondencia con Eva Gillies, una argentina casada con el médico y entomólogo Mick Gillies. Ella estaba terminando de traducir la obra más difundida de Mansilla y quería conocerme. Nos ofreció hospedaje a toda la familia en su casa inglesa y allá fuimos. No en avión, porque era muy caro para cinco personas. Alquilamos un autito y, como ya era nuestra costumbre, nos lanzamos a la ruta.
Parte de lo que pasó en esa casa se cuenta en este relato, y yo empecé a narrarlo en la cena de Guadalajara. “¿Pero en qué libro tuyo está eso? ¿Dónde lo puedo leer?”, me preguntó el amigo y colega Miguel Vitagliano. “Es que nunca lo escribí”; “¡¡Cómo que no lo escribiste!! ¿Pero qué estás esperando?”. Así, gracias a Miguel, inicié esta historia, filtrada por el caleidoscopio de la ficción. Entre otras cosas, aclaro que los nombres con los que aparecen mis dos hijos mayores son en realidad sus segundos nombres. Y que el más chico no se llama Lucio sino Federico. No porque yo no lo hubiese intentado. Lo propuse a la familia y se votó. Pero perdí por goleada y ésta es, acaso, mi revancha. Aunque el punto de vista desde el que aquí se narra no sea precisamente el mío.
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