› Por Pedro Lipcovich
2 El equipo de limpieza de los ventanales avanza hacia la primera de las torres de Catalinas. Su propósito es destruirlas. Siete integrantes tiene el equipo: cuatro hombres y tres mujeres. Sus contratos de limpieza comprenden cuatro de las torres de Catalinas. La obtención de los contratos requirió capital, aplicado a: compra de trajes, camisas, corbatas y zapatos de calidad para los integrantes que negociaron con los administradores y encargados de las torres; vestidos y ropa interior de las integrantes que, mediante la seducción, contribuyeron a negociar con los administradores y encargados; sumas en efectivo para sobornos de administradores y encargados. El capital fue previamente calculado y obtenido por el equipo mediante asaltos a mano armada en bancos del Gran Buenos Aires.
Cuando ya se habían firmado los cuatro contratos, uno de los integrantes observó que ellos siete no alcanzarían para cumplimentar la cláusula de dos limpiezas por semana: entre todos podían limpiar en una jornada todos los ventanales de una torre; si las torres fueran tres, se garantizarían así dos limpiezas por semana, restando un día de descanso. Pero, al ser cuatro, necesitarán ocho días. ¿Y si subimos a ocho la cantidad de días de la semana?, propuso una de las integrantes. Otro agregó que, entonces, mejor sería fijar una semana de nueve días, para tener uno de descanso. ¿Por qué no una semana de diez días?, propuso otra: tendrían así dos días de descanso, que de todos modos serían menos, en proporción, que los de la semana convencional de siete días. Por otra parte, la semana de diez días responde a una olvidada tradición entre pueblos indoamericanos.
Había que determinar la articulación entre la semana del equipo, de diez días, y la semana de siete días a la que se atenían los administradores y encargados. El equipo calculó: tomando un mínimo común múltiplo de 70 días, en ese lapso brindarían a cada torre 14 lavados. Esto es, 1,4 lavado por semana convencional. Calendario: lunes, torre A; martes, torre B; miércoles, C; jueves, D; viernes, A; sábado, B; domingo, C; lunes, D; martes y miércoles, descanso, y el jueves recomienza el ciclo. Administradores y encargados aceptarían el cronograma, ya que los contratos, al haberse basado en la seducción y el soborno, eran flexibles. Ahora, vestidos con monos naranja, avanzan hacia la torre A, que tiene veinticinco pisos. Sus caras están totalmente vidriadas, de acuerdo con el concepto arquitectónico que asimila el revestimiento de vidrio a la piel de un animal; tal como la piel, no tiene solución de continuidad ni permite apertura salvo procedimientos especiales. En la azotea hay dispositivos de sostén para las silletas que utilizarán los integrantes del equipo. Todos están bien entrenados. Una formó parte de un grupo teatral dedicado a espectáculos acrobáticos en altura. Otro ya fue limpiavidrios en oficinas. Otra trabajó en un circo, otro fue alpinista y los otros tres han sido entrenados por los primeros.
La primera mañana es puro placer. En la altura, mecidos por el viento, la espuma del jabón hace arco iris. Trabajan en parejas en tres caras del prisma y en la cuarta cara el séptimo, que ha preferido la soledad.
Se reúnen a la hora del almuerzo. Han traído sándwiches pero les da vergüenza comer en la explanada, bajo las miradas de los que entran y salen de la torre. Uno de ellos propone ir a comer los sándwiches en la plaza Roma pero algo los detiene, una especie de pereza; desestimando el almuerzo, el equipo vuelve al trabajo.
La tarde no tiene el encanto de la mañana. Ya en los pisos inferiores, se han perdido los placeres de la altura. El sol está fuerte; mejor que no hayan comido porque la hora de la siesta se haría muy pesada. Por las ventanas se ven sombras de hombres y mujeres encerrados con papeles.
Cuando terminan, ha empezado a anochecer. Están cansados. Hubiera sido mejor, en la hora del almuerzo, evaluar la experiencia de trabajo en la mañana y desarrollar ideas para la destrucción de las torres; después hubieran podido aprovechar la tarde de trabajo para observar y calcular. Pero desperdiciaron el mediodía, y la tarde se les consumió en el rechazo estéril a lo que veían por las ventanas. Ahora están deprimidos. Buscan un taxi que los lleve, dos adelante y cinco atrás; ellos son delgados y flexibles.
Ya en el galpón donde residen, en Barracas, no tienen ganas de cocinar; comen los sándwiches que habían llevado para el almuerzo. En la heladera hay cerveza. Después de comer miran televisión. La antena, en el techo del galpón, no funciona bien y sólo se ve un canal, que trasmite programas de entretenimientos con premios. Se van a dormir.
Cuando suena el despertador, vuelven a vestir los monos naranja. Uno de ellos prepara el desayuno, café con leche y pan con queso. Toman un taxi en la avenida Patricios. Empiezan con el segundo edificio.
Esta mañana es gris y ventosa. Se entretienen, practican el riesgo calculado de echarse contra el viento. A media mañana el viento cambia de pronto y una chica –que fue de las últimas en entrenarse– pierde sustentación, está por caer pero gira, ágil, y logra aferrarse a las cuerdas de la silleta. Las nubes variadas llenan el cielo de significaciones.
Así siguen los días. Mañanas de maravilla, tardes de decepción. Limpian los vidrios de los cuatro edificios y después otra vez los cuatro. En la noche de su octava jornada, antes de los dos días de descanso, tres de los varones y una de las chicas se emborrachan. Los otros tres juegan un partido de cartas pero se aburren y terminan por irse a la cama, donde cada uno de ellos se masturba.
El primer día de descanso cae martes. Uno de los integrantes va a la panadería y compra dos docenas de facturas. Durante el desayuno, uno de los integrantes propone poner nombre a cada uno de los días de su semana de diez, de modo que los feriados siempre caigan el mismo día. Nadie sugiere nombres y él dice que simplemente podrían numerarlos. Una de los integrantes dice que ya los numeran de manera implícita, y la conversación decae. Después del desayuno no saben qué hacer. ¿Limpiar el galpón? Uno de ellos propone instalar un macetero con plantas cerca de la luz, pero la única ventana está a varios metros de altura, sería fastidioso subir a regar. Empiezan a caminar por el interior del galpón, como en una jaula. Entre la mesa y las camas se intrincan sus pasos. Se cruzan, se enfrentan, se eluden. Casi hubiera sido danza, pero sus movimientos están privados de gracia.
Uno de ellos, llevado por los pasos, va hasta la cocina, en un ángulo del galpón. Toma un repasador, lo mira, vuelve a dejarlo. Alzando y bajando el torso va al botiquín, en el otro extremo del galpón, y toma el frasco de alcohol. Entrechocándose con los otros, cada uno concentrado en su furor, vuelve a la cocina. Alzando y bajando los hombros empapa el repasador en alcohol. Con el repasador en alto como una bandera chorreante, los demás le abren paso hacia las camas. Tira el repasador sobre una cama y prende fuego.
Poco después de las once de la mañana, el equipo estaba en una pizzería de la avenida Montes de Oca. El incendio había destruido totalmente el galpón. Ellos habían preservado sus tarjetas de débito y retiraron dinero de un cajero automático. Se propusieron alquilar ese mismo día un departamento. Sin embargo, objetó una de las integrantes, no debían correr el riesgo de volver a incendiar su vivienda, menos aún si iba a ser un departamento, donde el fuego pondría en peligro el resto del edificio. Uno de ellos propuso, provisoriamente, ir a un hotel.
¿Por qué no el Sheraton?, dijo una. Tendrían la ventaja de vivir en Catalinas. Cuando, por ejemplo, se desatara una tormenta mientras trabajaban, fácilmente podrían retirarse a sus habitaciones. Desde un teléfono público, reservaron en el Sheraton. Todavía en Barracas fueron a una fábrica con venta al público donde compraron ropa para reemplazar la que se había perdido en el incendio. Los monos naranja se compraban en un lugar especializado y eso podía quedar para el día siguiente, miércoles, el segundo de sus feriados. Eran cerca de las dos de la tarde. Tenían hambre pero también querían ocupar ya sus habitaciones y decidieron resolver ambas cosas almorzando en el hotel.
De los restaurantes del Sheraton eligieron uno que ofrecía comida mexicana. El picante les produjo una especie de ebriedad. Después de comer bebieron café y dos de los varones fumaron cigarros que compraron allí mismo. Sus cuartos estaban en los pisos 10 y 11. Dos de las integrantes y dos de los integrantes se encontraron en uno de los cuartos para tener sexo.
Descansaron hasta pasadas las cinco y se reunieron en uno de los salones del hotel. Volvieron a pedir café. Los preocupaba que, con tanto tiempo libre por delante, se repitiera la acción incendiaria: una de las integrantes propuso cancelar el feriado del miércoles y volver a trabajar, pero en la torre correspondiente los esperaban recién para el jueves y además la compra de los monos naranja los iba a retrasar demasiado.
Hubo un silencio. Uno de ellos recordó y les recordó que la limpieza de los vidrios de los edificios de Catalinas no era sino un paso en el sentido de destruirlos, pero el trabajo, exquisito en los pisos superiores, los había distraído: ¿querían todavía destruir los edificios, aun al precio de perder definitivamente esa experiencia entre el cristal y el viento?
No podían contestarlo todavía. Pero el riesgo de incendio no podía esperar y decidieron una medida de emergencia. Uno de ellos pidió un taxi. Los demás lo esperaron en el salón mientras él buscaba en la ciudad: compró cadenas, candados y unos recipientes chatos que se usan para alimentar a animales domésticos.
Seis de los integrantes del equipo amarraron al restante en su cama, mediante cadenas y candados, de modo que no pudiera ejercer acción incendiaria. Luego cinco de los seis amarraron al restante del mismo modo, y así sucesivamente, hasta que sólo quedó una en libertad. Permanecerían así todo el miércoles, día de descanso, y el jueves se reintegrarían al trabajo. En los recipientes chatos había agua y comida a su alcance. La séptima integrante hizo una última recorrida por las habitaciones para constatar que todos estuviesen correctamente encadenados y con las provisiones a su alcance. En la puerta de cada habitación colgó un cartel “Do not disturb”. Luego se dirigió a un conserje del hotel, le dio unos cientos de dólares y le encargó la compra de monos naranja cuyas especificaciones y medidas le entregó por escrito. También le solicitó un hombre para un servicio personal: pocos minutos después, ella había sido firmemente atada a su cama por el empleado de servicios personales, comprometido a mantenerla así hasta la madrugada del jueves.
El jueves, luego de ser desatada, ella liberó a los demás, vistieron los monos naranja y retomaron el trabajo. Pero sabían que ocho días después volvería a presentárseles el mismo problema. Cierto, podrían apelar a la misma solución. Llegarían a figurar en la tradición del Sheraton como aquellos huéspedes que, cada ocho días, gustaban de ser encadenados. Pero además el encadenamiento preventivo tendría que extenderse durante los dos días completos del feriado semanal, no ya uno como había sido tras el incendio en Barracas. Convenían en que el encadenamiento los aburría y los debilitaba.
Entonces, ¿por qué no quemar el Sheraton?, propuso una de las integrantes. Otro de ellos observó que eso era consistente con el proyecto de destruir las torres de Catalinas, ya que el Sheraton mismo era una torre de Catalinas. Desde ese jueves dedicaron las noches, después del trabajo, a examinar las condiciones de destrucción del hotel. Llegaban cansados. Cada uno se daba un baño de inmersión en su cuarto y se reunían en uno de los salones a tomar el cocktail. El mozo que los servía ¿debía morir en el incendio? Coincidían en que ninguno de los mozos debía ser víctima. ¿Tampoco el gerente? Tampoco. ¿Y los pasajeros? También debían ser protegidos. A esta altura caía sobre el equipo un gran fastidio: se veían llevados a la condición de Dios, o del gerente general de una empresa o del director de una cárcel, en el hecho de que numerosos destinos personales, como hormigas en un picnic, se interponían en sus proyectos. Se descorazonaban. Después del cocktail iban a comer pero no sentían el gusto de los manjares y varios bebían hasta emborracharse.
Las mañanas en la altura eran arruinadas por la resaca; aun para los que no bebían la experiencia ya no era pura, forzada por la necesidad de aliviar o disimular la mezquindad de las noches.
Y bajaba la calidad de su trabajo: en malas condiciones físicas, desmoralizados, no alcanzaban a limpiar las ventanas de los pisos bajos, y el encargado de uno de los edificios, con mucha prudencia y respeto, se quejó.
Había que hacer algo. Esa noche, salieron del hotel. Era sábado. Cruzaron el parque y caminaron por el vestíbulo de la estación Retiro, que estaba en arreglos. Una de las chicas recordó que su padre le había hablado de una grandeza –fue la palabra que usó el padre y repitió ella–, una grandeza perdida en los vestíbulos de las grandes estaciones de trenes. La sola palabra “grandeza” no permitía evocar esa grandeza, si alguna vez había existido. Los poseía una angustia y, por iniciativa de una de las integrantes, decidieron ir a bailar.
Uno de los integrantes había oído hablar de un lugar en la calle Ecuador. Tomaron el subte hasta Avenida de Mayo, hicieron la combinación, bajaron en Once y atravesaron la plaza. Todavía estaba cerrado. Cruzaron el vestíbulo de la estación Once –allí no había evocaciones de grandeza– y fueron a comer pizza con cerveza.
Salieron de la pizzería y caminaron por Pueyrredón. Todo empezaba a ser aburrido y amenazante. Llegaron a improvisar una danza, los siete por la vereda, pero en el aire había algo solemne, pesado. Faltaba quizás una hora para que abriera el lugar. Dos de los varones se sentaron en la plaza contra unos árboles, con la cabeza baja. Los otros dos caminaron por Rivadavia hasta Loria, ida y vuelta sin hablar ni mirarse. Las chicas fueron a La Perla del Once; dos permanecieron en silencio ante una mesa y la otra estuvo todo el tiempo en el baño.
Convergieron en el lugar. Todavía había poca gente, pasaban grabaciones. Sin proponérselo, los integrantes del equipo se distribuyeron: dos varones, cada uno por separado; otros dos próximos pero sin prestarse atención; dos chicas junto a la barra, y la otra –una de las que no habían ido al baño en La Perla del Once– se metió en el baño.
Llegaba más gente. Se prendieron luces sobre el escenario y unos hombres empezaron a acomodar los aparatos de sonido. Nadie bailaba todavía. Algunos hombres lanzaron miradas sobre las dos chicas del equipo. Unos músicos subieron al escenario, probaron sus instrumentos. Crecía la animación. Los integrantes del equipo –salvo, quizá, la que permanecía en el baño– participaban de la expectativa, aunque sólo lo manifestaran con una inquietud corporal o un brillo en la mirada.
El cantante llegó sin previo aviso. Apareció de entre unos cortinados mientras se encendían poderosos focos sobre el escenario. Era bajo y fornido; su pecho muy velludo se dejaba ver por la desabrochada camisa de colores. De inmediato, mientras el público lo recibía con aplausos, empezó a cantar.
Su voz era fuerte y descuidada. Sus canciones se apoyaban en el efecto irónico de conjugar una melodía divertida con una letra dramática. El público, bajo el amparo que esa ironía otorgaba a su tristeza, daba cauce a la alegría.
Unos hombres invitaron a bailar a las dos chicas del equipo, que aceptaron. Uno de los varones del equipo invitó a bailar a una mujer y fue aceptado. Otros dos fueron rechazados, y el último del equipo se limitó a contemplar el espectáculo.
A la chica recluida en el baño la música le llegó como una estridencia que acentuaba su desconcierto. Después de orinar se había quedado sentada y cuando empezó el concierto sintió no una necesidad física pero sí un deseo de defecar. Después se puso de pie ante su producto. Tenía un olor fuerte y sano. El agua del inodoro –debido a una pequeña pérdida en el tanque– producía un murmullo como de río distante.
La interrumpió el ruido de la puerta al abrirse. Y voces de mujeres. Se limpió y apretó el botón para hacer correr el agua. Cuando abrió la puerta del compartimiento, las voces se habían ido. Se lavó las manos, se arregló y salió al baile.
Dos horas después, seis de los integrantes del equipo estaban cansados y aburridos. Sólo la que había estado en el baño seguía radiante. Distintos hombres la sacaban a bailar. El cantante, viéndola ocupar el centro de la pista, le dedicó un tema y después la hizo subir al escenario y la besó, mientras las mujeres en la pista aullaban.
Poco después el cantante se retiró, se apagaron las luces del escenario y volvió la música de grabaciones. Los siete se reunieron para irse pero un empleado se acercó a la que había estado en el baño: traía una invitación del cantante para que, si no tenía compromiso, lo acompañara el resto de la noche.
Un miembro del equipo insistió en que ella sí tenía compromiso: con ellos, y ese compromiso le vedaba retirarse. Pero los demás advirtieron que el compromiso, si lo había, no determinaba para el caso una respuesta específica. Sin embargo, observó una de las chicas, el hecho de que ella se retirara con el cantante podía afectar el futuro de todos. Entretanto, el empleado que portaba el mensaje se dispuso a irse: había que decidir y ella, Lucrecia, fue con él.
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