› Por Damián Huergo
Vale aclarar que este cuento pertenece a ese subgénero extraño, aún poco explorado (quizá ni sea necesario hacerlo), que integra la mitología familiar y que –a falta de etiquetas– llamaré “literatura de cuñados”.
Mi historia con la literatura, sobre todo con la escritura, tiene sus particularidades. Como la de todos, supongo. Vengo de una familia de volqueteros (madre y padre con sus respectivos camiones por separado) y del conurbano runfla. Empecé a leer, a copiar y a escribir cuando tenía doce años por un novio de mi hermana, el Ñoqui, el cantante de Placer. A pesar de lo que el mundo veía en él, para mí era quien me hablaba de Racing, me pasaba cedés, me traficaba textos e intentaba enseñarme a tocar la guitarra. Fui entrando en esa montaña rusa que es la adolescencia y, entonces, conocí, admiré, sufrí y me decepcioné con todas sus partes. Sin embargo, nunca dejó de ser una de las personas más queridas, influyentes y otros etcéteras que tuve en mi vida. Ahora, luego de mil vueltas, medio que está saliendo del ruedo de su propio cuerpo y cabeza. Otra vez. Los Babasónicos le produjeron su último disco, la crítica de rock pasó a hablar más de su música que de su vida y, cada tanto, cuando se hace un lugar se larga a bardearla por ahí.
Hace poco con su hijo, mi ahijado, vimos Boyhood en un cine de la avenida Corrientes. Cuando salimos, comimos de parado en la barra de Guerrín. Entre porción de fugazzeta y triángulos de fainá, le pregunté ¿qué fue lo que más te gustó? La charla sobre Stars Wars cuando acampan, me dijo. Y el final, agregó. Mejor dicho, la frase del final, eso de que no sos quien atrapa los momentos, sino que son los momentos los que te atrapan a vos.
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