VERANO12 • SUBNOTA › DAMIAN HUERGO
El primer poema que escribí fue un plagio. Crucé frases de dos canciones que alternaban el repeat de mi discman. Uno de los temas era “20 de Noviembre”, de Estelares. El segundo se llamaba “Renacer”, el cuarto tema del único demo de Teleúnicos, una banda de punk-pop de Longchamps. Ambos cedés me los pasó quien en ese entonces era el novio de Erica, mi hermana mayor. Al grupo platense lo conoció cuando tocaron juntos en un sótano porteño. De Teleúnicos era el cantante y compositor.
Yo iba a la primaria a la mañana, a un colegio que quedaba a veintitrés pasos –exactos– del portón de rejas de mi casa. En un radio de cuatro cuadras tenía lo que necesitaba para inventarme una idea de la felicidad: el club, el potrero y la casa de la chica que recibía los versos robados. Sin embargo, a la hora de la siesta, en ese momento en que el barrio les pertenecía a los pibes, yo me quedaba en el patio, esperando el sonido de la cadena del portón que anunciaba la entrada de Walter, mi cuñado, más conocido como “el Ñoqui”.
Su paso era lento y tornadizo. Caminaba moviendo los brazos como si necesitara tirar brazadas al aire para avanzar. Lo recuerdo con el invierno detrás, usando jeans gastados, un camperón verde militar con el cuello levantado y el pelo castaño, tenso y grasoso, que revelaba un día más en su record anarco-hedonista de no pasar por la ducha. Mientras mi hermana preparaba café, de los bolsillos gigantes del camperón sacaba alfajores Capitán del Espacio y casetes grabados de Joy Division, Sex Pistols, Flema o The Buzzcocks. Cada tanto, también traía algún ejemplar ajado de Cerdos & Peces que me lo pasaba como si fuese el Billiken. A mis doce años, el Ñoqui era una mezcla de Noel Gallagher offline con el espíritu navideño rabioso de Luca Prodan.
Mi vieja y mi viejo, por separado, trabajaban de volqueteros. Nací y me crié en un barrio del conurbano donde un par de botines cotizaba más que una biblioteca. Si no había una pelota de por medio, no encontraba el sentido de relacionarme con un otro. Los libros y casetes que me grababa el Ñoqui venían a poblar el desierto. Jack Kerouac, Joe Strummer, William Burroughs, Charly García, Fogwill, Patti Smith, John Lydon eran algunos de los nombres de la invasión bárbara que iba conquistando mi cabeza. Una frase de Bukowski me sacudía el modo de mirar. La potencia suave de un acorde de Paoletti me cambiaba la forma de aprehender el mundo. Un mundo que se estiraba y expandía. Un mundo que intentaba ajustar a mi vida infantil como a una remera cuatro talles más grandes.
Ese era el lado B del Ñoqui, su costado acústico, desenchufado, el que sin intentar ocultar pocos pudimos presenciar. El otro, el más visible, era aquel que cualquiera preferiría esconder. Una versión que crecía en el barrio con el murmullo costumbrista y la incomprensión propia de los mitos que suceden en presente. Yo la pescaba de oído, como si estuviera traduciendo una obra de un idioma que no conocía la totalidad del vocabulario. La percibía en el cenicero cargado de colillas que mi vieja sostenía cuando hablaba con una amiga. La intuía en el ceño fruncido de mi viejo al preguntarme “si lo había visto en los últimos días”. La escuchaba en las conversaciones de las amigas de mi hermana, mientras les cebaba mate y –a la par– miraba sus cuerpos hipersexualizados.
Pedazos sueltos que fui juntando, armando, buscándoles sentido, a medida que iba creciendo y que empezaba a pasar tiempo con él por afuera de casa. Primero fueron algunas excursiones –a comprar ropa usada– al dinamitado shopping de Avellaneda y a la Galería 5ta. Avenida de Capital. Luego un raid por las casas de sus amigos músicos y por salas de ensayo de zona sur, donde fui conociendo el sonido de las drogas antes que su sensación. De esas bandas, recuerdo la psicodelia narcótica de esa perla extraña que fue Victoria Abril, previo a que la chica Almodóvar metiera abogados en el medio y les hiciera cambiar el nombre.
El bautismo decisivo fue cuando me llevó –junto a mi hermana– a ver a Los Visitantes. Ese verano había cumplido trece años. El Ñoqui me había regalado el casete de Espiritango. Lo escuchaba una y otra vez como si hubiese hallado el sonido que iba a tener mi adolescencia. En el andén de la estación de Longchamps me había desatado los cordones de las zapatillas. Creía que andar suelto era canchero. Entramos a Cemento cuatro horas antes de que saliera la banda. El Ñoqui alternaba entre la barra y el baño. En el escenario hubo una explosión. Del humo salió Palo Pandolfo agitando la guitarra como Bob Patiño su cuchillo colérico. Los primeros cuatro temas me quedé al lado de mi hermana. Cuando empezaron a tocar “Tanta trampa”, el Ñoqui me vino a buscar y me metió en el pogo. De ese primer viaje de fuerza y calor anónimo volví sin una zapatilla y con la impresión de haber vivido una experiencia festiva y colectiva que iba a repetir.
Cuesta enfrentarnos a los referentes. Crecemos buscando su aprobación indirecta y en cada movimiento buscamos esa opinión tan benévola como implacable. Pero a la vez necesitamos eludir y confabular ante quien consideramos un referente artístico y sobre todo vital. El Ñoqui, cuando empecé la secundaria, representaba esa idea maldita, irreverente y punk que –suponía– debían tener los escritores. Al menos, el tipo de escritor que yo deseaba ser. Vivir rápido, morir joven y dejar una obra bonita.
Dentro del universo de los vínculos sociales, pocas relaciones se emparientan tanto con la ley de gravedad como la que implica a los referentes. La caída puede ser por indiferencia, voluntad parricida o por agotamiento crónico.
A los quince me tocó padecer la resaca de la fiesta de la convertibilidad post punk, sin haberla disfrutado.
Mi vieja –que ya tenía que lidiar con las andanzas adictivas de mi hermano– se ocupaba de contener a mi hermana en casa, de empujarla a que siguiera estudiando. Mi viejo sumaba paciencia y kilómetros en el Escort azul. La llevaba a neuropsiquiátricos y a granjas de inhabilitación en Cañuelas, Luján y La Plata, donde el Ñoqui estaba internado.
Un domingo los acompañé a un centro que quedaba en Adrogué. Le llevé un número de El Gráfico con el Lagarto Fleitas en la tapa y una edición pocket de Crash. Un guardia petiso revisó página por página la revista. Arrancó la publicidad de la cerveza Quilmes y otra con el logo de Marlboro. Luego leyó la contratapa de la novela de Ballard y me la devolvió. “No se puede”, me dijo. El Ñoqui se movía en el parque de la granja arrastrando el peso de los ansiolíticos. Con mi viejo lo saludamos y volvimos al auto, a esperar a que le dijeran a mi hermana que el horario de visita había terminado.
El Ñoqui no duraba mucho tiempo en los “centros nazi-terapéuticos”, como los llamaba. En los que ofrecían tratamientos con las puertas abiertas no era difícil escapar. Bastaba con irse caminando y volver a la casa de su mamá, donde estaba el local de pastas que le dio su apodo. En otros tuvo que saltar por la ventana, correr de la policía con tres vértebras rotas, o tirarse del tren en movimiento cuando volvía del juzgado con una orden de internación.
En esa época había logrado –en lo posible– desprenderme afectivamente de él. Yo andaba de novio con la chica que le regalaba versos robados, jugaba en la novena de Los Andes, trataba de no repetir cuarto año del secundario y leía –con ansiedad y furia– todo lo que había en la biblioteca popular del barrio ferroviario. En la compactera, los cedés de The Clash, Mal Momento y Los Violadores cambiaron por los de Dylan, Los Redondos y Oasis. Por el Ñoqui no preguntaba nunca. Cada noticia que me llegaba era agarrar una botella rota con las manos desnudas.
Sin embargo, parafraseando a un músico uruguayo, dentro de la oscuridad se acurrucaba luz de vida. Un mediodía, luego de almorzar, mi hermana me llamó desde la pieza. En los últimos días andaba saltando de enfermedad en enfermedad. A la mañana iba a hacer el CBC a Ciudad Universitaria y llegaba a casa molida. Me acosté a su lado. Estuvimos un rato largo mirando la tele en silencio. Hasta que me agarró la mano, la llevó a su panza y me dijo “estoy embarazada”. “Qué vas a hacer”, le pregunté. “Tenerlo”, me dijo. Luego la abracé fuerte. Y sonreímos.
Cuando nació Joaquín, en la sala de espera del Policlínico de Lomas, entre amigos y familiares había más gente que personal médico. Era la noche del 20 de noviembre de 1998. Hacía un calor insoportable. Con el Ñoqui fuimos al bar de la estación de servicios que daba a la avenida Yrigoyen. Hacía meses que no lo veía. No sabía si estaba internado, tocando o bardeando. Le pregunté en qué andaba. No me acuerdo su respuesta, menos si le creí. Lo que no me olvido es que le pregunté si la decisión de que fuera el padrino de su hijo había sido sólo de Erica. Sin mirarme a los ojos, dijo “de los dos”.
La noción mecánica de que “un hijo te rescata” –a priori– sólo es una expresión de deseos. Los años siguientes al nacimiento de Joaquín para el Ñoqui no fueron mejores que los anteriores. Un tobogán de cocaína, alcohol y actuaciones reventadas lo alejaron –definitivamente– de mi hermana, de la música y lo dejaron en el suelo. En el último verano del siglo XX, junto a dos compañeros de tránsito entró a robar un almacén en Gesell. Fue su primera vez, suficiente para quedar pegado. La sentencia salió rápido: dos años y ocho meses en el penal de Dolores.
Cuando me enteré, estaba viviendo en La Plata. Había ido a estudiar Letras, aunque pasaba más tiempo en los pasillos que dentro de las aulas de Humanidades. En esos días empecé varios cuentos que –tras mil correcciones– formaron parte de mi libro Ida. Algunos se los envié por correo al penal de Dolores. Sus respuestas eran eufóricas, llenas de palmadas en la espalda para que continuara. Yo guardaba las cartas en un cajón del escritorio, cerca del teclado donde me sentaba a escribir.
Desde que está en libertad el Ñoqui le dio forma a Placer, una banda de punk-pop que lo puso en el lugar del rock que siempre había boicoteado. Este año sacaron el tercer disco, celebrado por la crítica y por el público que los vio en vivo. Hace una semana le envié –por Facebook– a mi ahijado un video de YouTube. En primer plano aparece el Ñoqui con anteojos negros. Está sentado en un taburete en el medio de un estudio de C5N. Solo con una guitarra criolla, canta: Las nuevas ilusiones / desaparecieron en un instante / y fuimos hacia arriba, bien arriba / porque estuvimos ciegos y bajo tierra.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux