› Por Sylvia Iparraguirre
Hace muchos años, en una biografía de Herman Melville, leí una de sus cartas a un amigo en la que le confesaba: “Me atormenta una perdurable inquietud por las cosas remotas”. La anoté; me pareció que resumía cierta aura, de algún modo inexplicable, que se advierte en la lectura de la obra entera de Melville. Tiempo después pasó a ser uno de los acápites de la novela La tierra del fuego. La advocación de Melville, se cruzó, dos años después, en el 2001 con un pedido que vino desde España: me llamaron de editorial Anaya para pedirme un libro de cuentos que “siguiera la línea de La tierra del fuego”. Les dije que no tenía ninguno; insistieron en que, seguramente, alguno debería haber. Y que si no, me pusiera a escribir ese libro, que lo esperaban. Estaban muy lejos los españoles de saber o de interesarles que en la Argentina, un país hecho a las crisis, vivíamos una de las crisis económicas e institucionales más profundas de la segunda mitad del siglo XX. Suelo pensar que fue como antídoto ante lo que veíamos esos días en la televisión, las muertes entre la gente que se manifestaba, el no poder asimilar lo que estallaba en la calle, que me puse a escribir los cuentos que formaron después El país del viento. Nunca antes me había pasado escribir un libro de esa manera y nunca me pasó después. Terminaba un cuento y empezaba el siguiente. Las historias aparecían una tras otra sin el menor esfuerzo, alimentadas por los cinco viajes que tenía entonces a Ushuaia y la infinidad de libros leídos sobre la región, gente entrevistada, artículos escritos, anécdotas oídas y anotadas y paisajes visitados. Cada cuento tiene un marco real, un suceso histórico, mayor o menor, que dispara el hecho de ficción que es el cuento.
“La tormenta” pertenece a ese libro. El tristemente célebre penal de Ushuaia estuvo, al principio, en la Isla de los Estados, uno de los lugares más inhóspitos y salvajes del archipiélago que forma la Tierra del Fuego y el grupo de islas hasta el cabo de Hornos. En 1902 se decidió trasladarlo de la Isla de los Estados a Ushuaia. Hubo un motín y varios presos huyeron. Estos son los datos de la realidad; para “La tormenta” imaginé un soldado muy joven, enrolado en la Prefectura Naval, que queda abandonado en la isla. Tal vez por un no deliberado simbolismo obvio apareció el nombre: Novello. Por esas cosas raras que suceden cuando uno escribe, le tengo un cariño especial a este personaje. Y por esos vericuetos de la escritura, yo fui Novello, ese chico de diecinueve años, dejado en la isla, y a quien le sucede la aventura que se lee en “La tormenta”.
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