› Por Fernanda García Lao
2 Empieza por empezar, instalo el ahora como quien escupe en el suelo. Sobre esa mancha comienzo. Enseguida, un par de seres aparece en el sillón. Mi baba a sus pies. Gente sin nombre. Curvas como personas que viven por el deseo de ser. No son más que un bulto en mi cabeza, pero ella me mira. Él no. Aún no le pensé los ojos. Es una protuberancia masculina. Como todos nosotros. Una flecha hacia adelante. En cambio, las mujeres crecen hacia adentro.
Nadie viene a verme. Ya no sé si quedan personas en mi familia. Con esto de no hablar, se achican las posibilidades. Una vez éramos muchos. Un batallón de gente con esperanza. Y frases listas para decir. Un ruido espantoso en las reuniones. Quitarse la palabra, decir no. Había que ocupar el silencio y estrujarlo, ser asonante. Desorbitarse un poco para que el otro no pueda. Una familia es eso. Un escuadrón que se aniquila. Si crecen las desavenencias, da la sensación de que el tiempo no está de adorno. Es importante crear la sensación de que pasa algo. En la calma sucede poco. Que nadie se duerma. El primero en enmudecer será aniquilado.
La mujer del sillón me sonríe. Le veo una teta, no dos. Una. Con el pezón. Un leve sabor ahí. Una mácula dulce. Observa mi reacción con un leve movimiento de ojos. Me ubica en el espacio y me dan ganas de moverme. Voy a hacer un paso hacia la izquierda sólo para obligarla a vivir hacia ese lado. Gira todo. Ella, él y el sillón sobre el que los ubico. A ella, la luz le da en el pelo. El no tiene, apenas una pelusa seca. Allí hubo una vez una cabellera. Ahora, ni el sol lo reclama. Un gesto, sin embargo. Le escribo un gesto para decir que no está paralizado. Lo pongo a silbar, mientras me refugio en las teclas. Sus labios no los veo. Las arrugas le escapan al silbido. Se cuela el aire por ahí. Me silba un clásico. Me viene la idea del mirlo a los dedos. Escribo mirlo y me da miedo. Los pájaros me asustan. El pulmoncito dónde está. Puro aire que vuela y sisea. Ni un poco de carne en ese manojo de viento.
Mi novia Uno era una pobrecita. Casi inexistente. De tan ligera se me iba. Tuve que aferrarla. O eso dije. La escribí hace tanto que casi no la recuerdo. La puse sobre el piano. Por entonces yo tocaba. Las teclas eran menos mecánicas que ahora. Otro pulmón. Ese piano tenía más cuerpo que ella. Metía su cabeza ahí para enseñarle. Semioculta, le quedaban las patitas en el aire. Parecía una osamenta. Yo le sacaba las medias para tener una actividad acorde. Y le introducía mi compás. Ella hacia ecos en el piano. Su voz era excelente. Desde el centro, ensordecía. Hacíamos un compás atribulado. A veces rapidito, otras tan lento que la perdía. En salir me tardaba horas. O nos quedábamos dormidos. Ella adentro del piano, yo, de ella. Mi padre entró a la habitación. Qué haces copulando con el piano de la abuela. Mi novia no estaba. O sí. Estaba escrita. Papa no la leyó. Nunca tenía un hueco. Era un tipo completamente colmado. Un productor de situaciones. No estoy copulando, alcancé a decir. Pero una gotas blancas discrepaban con mis palabras. El semen brilla sobre la laca negra.
El tipo del sillón la está tocando. Me evado un minuto y éste me la quita. Ella se deja tocar. Incluso parece contenta. Le desbrocha el pantalón. Pero no hay carne. El tapizado es verde oscuro. Ella se recuesta sobre lo que no hay y absorbe el terciopelo. Agita su lengua en estado de serpiente repentina. Ahora sí, él se merece un genital. Uno, aunque más no sea. La cosa se pone dura y ella se da cuenta. Se siente útil. Los dejo entretenidos y me hago un té.
Papá vendió el piano. Entonces, mi novia Dos tuvo que conformarse con la cama. La tiraba ahí cuando quería. La tapaba con la sábana para verla sonreír yo solo. Tenía la boca enorme, plástica. Era ella quien me inventaba a mí. Yo era una proyección de su apetito. Humedecía mis labios, se inclinaba de costado. Besitos en el ángulo me daba. No de frente, nunca. El amor se hace así, escribía yo. Hay que persistir. Ponía su cuerpo a mi disposición, flácida como un deseo. Nunca dijo nada. Era yo quien la forzaba con la lengua. Quería llenarla de leche. Hay mujeres vacunas. Esta era al revés. Un espacio a inundar. Las horas se hacían sobre ella. Contaba el tiempo por sus gemidos afónicos. Ahí voy de nuevo, le decía. Mis manos se ponían calientes de sacudirla tanto.
Vuelvo con la taza de té quemándome la boca, y no hay nadie. Los del sillón se han ido. Me obligan a suponer. Entonces digo bebé, y un resto envuelto en un pañal acuoso se hace lugar entre los almohadones. Nunca vi a nadie desde el principio. Los inicios me ofenden. Cómo se piensa algo que no es. Es más fácil seguir una idea que provocarla. Orinar un asunto es exprimirlo hasta el jugo. Dejo el té en la mesa y me acerco a esa carga que llora. Se le ve la campanilla. Es roja, resplandece por el llanto. El sujeto que berrea no me registra. Estoy fuera de su ángulo de dolor. Él sí participa del mío. Busco una palabra que lo defina. No la encuentro. Estrenar el mundo suplicando, a los gritos, es un acto estéril. Yo no sé cómo fui. Escribo y borro el centro de la idea sin darle tiempo a instalarse. Estrenar el mundo es un acto estéril. Punto.
Recuerdo a mis hermanos. Eran muchos, cada uno con su tenedor. Había que lanzarse sobre la cacerola para obtener alimentos. Mamá no ponía platos. La multitud se esforzaba. Parecíamos las patas de un cangrejo que se devora a sí mismo. Inclinados hacia las salsas, los fideos se enredaban a velocidades enormes. Los rollos de pasta eran ingeridos con desesperación. Yo comía poco. Apenas unos gramos, lo que quedaba en el fondo, pegado. Por eso no me desarrollé hacia afuera. Y crecí sin ocupar espacio. Me hice cóncavo, casi femenino. Mis hermanos eran altos, hacían deportes arriesgados. Siempre regresaban con sangre, oliendo a vendas, a costra. O eso pensé. Hablaban esa clave indescifrable tan típica de los atletas. Gente guturalmente muy desenvuelta. Fue triste que murieran de golpe. De un vuelco fui hijo único. El vacío se precipitó en ellos. Y quedaron irreconocibles. Sus elementos de escalar fueron a parar al lavadero. El sistema de poleas era bueno, pero el peso de sus músculos cortó los cables. Me recuerdo llorando frente a los calzones enganchados a aquellas sogas fuertes, tan masculinas y tan muertas. Mis hermanos tuvieron una vida potente pero breve. Los hubiera hecho durar más, pero el cuaderno donde los escribí tenía pocas páginas.
La pareja vuelve al sillón y el bebé enmudece. Parece que era de ellos. La mujer le pasa la mano por el pañal y dice está sucio. El hombre saca uno nuevo de la cartera de goma. La operación dura uno o dos pensamientos míos. Un montículo de caca es pateado debajo del sillón.
Una tarde, papá se metió en mi cama a dormir la siesta. Estaba enojado con mamá. Cuando entré no sabía. La Dos estaba haciéndolo debutar con su erotismo de silencio, la luz entraba rota por la persiana. Los vi de atrás, desnudos bajo las sábanas. Ella le lamía las tetillas y él se contoneaba. Habían apagado el ventilador. Cerré la puerta sin ser visto y entonces inauguré el insomnio. Dejé de acostarme ahí para no pensar en ellos. Puse una bolsa de dormir en el suelo, sobre las baldosas grises. La espalda se me hacía de mármol. La pérdida del amor duele en los riñones, escribí. Fue mi primer textito razonable: Algo se filtra. Papá lo leyó sin permiso y al mes siguiente salió publicado en una revista. Lo había firmado con su nombre.
Mamá se fue el lunes siguiente. Podría haber elegido otro momento menos incómodo. No me despertó para mis clases, tomé un café aguado. Tampoco dejó una nota, ni siquiera una advertencia. Ese hueco dio lugar a la mentira. Papá inventó dos versiones. Entonces, el recuerdo era intermitente. A veces era de día, otras no. Ella lo insultaba o le daba un beso tibio que duraba hasta que dolían los labios, hasta que comenzaban a arder. La única coincidencia entre ambas leyendas era el final, la plata. Mamá había llenado un bolso después de destripar el colchón. Resulta que yo había dormido sobre el vil metal. De ahí mi pesimismo histórico. El peso devaluado había lisiado la felicidad posible.
Ya no sé quién inventó a mamá primero. Si él o yo. Lo cierto es que ella tuvo que existir así, escindida. Una mujer sin claridad, mal realizada. Por eso nos dejó, estoy casi seguro. Qué fue primero, el feto o la gallina.
El sillón ha quedado vacío. El trío se anuló en un bostezo doméstico y familiar. Han dejado el pañal como única reseña de vida.
Tal vez aquella tarde, papá no estaba abusando de mi novia Dos, y sólo buscaba dinero. Pero hubiera preferido el deseo por un cuerpo que no existe que esa avaricia torpe que no es otra cosa que decadencia moral. Mejor una traición de la carne, escribí. Tuve la precaución de quemar mis ideas. Nunca más un papelito nauseabundo. Andá a plagiarme, papá. No entrás en mi cabeza.
Me quedo instigando un asomo de lucidez, suponiendo otra vida que mejore mi yo, haciéndome el otro. Escribir es eso. Entonces, descanso en el sillón y cabeceo, hasta que el mundo se ahoga. Despacio.
Empieza por empezar, incluso cuando no se mueve.
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