› Por Rodolfo Rabanal
La inmoderada distancia de cuarenta años me separa del momento en que escribí este texto al que, con alguna razón, me resisto a llamar “cuento”. No obstante, se trata de una historia donde algo ocurre exteriorizando un conflicto cuyo desarrollo lo torna “familiar” a las demandas del género.
Concebí “Conversación a las diez” en los términos de un desafío formal que no dejara de apoyarse en una estructura más bien clásica. Mi planteo, básicamente retórico pero funcional a mis propósitos, consistía en averiguar si un artificio puede volverse verosímil sin ignorar que toda producción ficcional o artística es en sustancia un artificio. Sólo que ese artificio jamás nos da la garantía de que resulte verosímil.
Recuerdo que escribí esta pieza en un par de noches y volví a escribirla una semana más tarde, a fines de 1975. Me alentaba entonces la ilusión de resolver la historia recurriendo a una técnica y a un tono próximos a la poesía dramática, representada en la escena teatral. Me animaba el recuerdo del teatro leído en las emisiones de Radio Nacional de los primeros años sesenta y algunos memorables logros de T.S. Eliot en esos mismos senderos.
Desde ya, no tardé en advertir que iría a tener problemas: que sepamos, nadie habla en versos, de modo que suprimí esa ambición abandonando la forma original que parecía reclamar el proyecto y dejé, en cambio, que el clima se encargara de transmitir una cierta voz poética que estaba, después de todo, en la raíz de la historia. El resto, como suele ocurrir, fue obra del azar y del trabajo.
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