› Por Antonio Skármeta
El cuento por su autor
Entre los nueve y los doce años viví en Buenos Aires. Mi padre había viajado desde Chile con su familia “en busca de mejores horizontes”. Y aunque él no los encontró, yo sí.
Esos tres años en la calle Mendoza, entre Arcos y O’Higgins, fueron los más felices de mi vida. Detallo la razón: mi padre no encontraba trabajo y no le molestó para nada que yo aceptara por las mañanas un trabajito como repartidor a domicilio en la frutería de la esquina y que en las tardes visitara la escuela Casto Munita, frente a la plaza República de Cuba, en Belgrano. Más aún, cuando recibí el primer salario semanal, amablemente me lo expropió –explicándome con una mano en el corazón que me lo devolvería en cuanto “consiguiera un laburo”–.
¡Curioso cómo se le dan las cosas a un escritor! Esa conducta, que a mi sentimental padre le pudo resultar penosa y hasta humillante, me llenó de un indescriptible júbilo. Con mi modesto salario, más las propinas que me daba una señora elegante de la calle Zabala, adicta a las frutillas, yo lograba mantener al menos por una semana a mi padre, madre y hermana menor. La libertad que me daba trabajar y entender el valor de ese trabajo me procuró a los diez años la certeza de que todo era posible y que el mundo era un lugar maravilloso.
A esta sensación contribuyeron también los chicos del barrio –cuyos padres sí tenían una situación holgada– que me miraban pedalear la bicicleta con indisimulada envidia, pellizcando alguna uva de los racimos que portaba en un canasto de mimbre sobre el manubrio. Fui siempre para ellos “El Chileno”. Ironía de la vida que cuando volvimos a Chile tres años después, dotado de un impecable acento porteño y cierta sapiencia en letras de tango y chacareras que me habían enseñado en el barrio los inmigrantes de Santiago del Estero, en la escuela me dijeran “El Che”.
Y otro aporte a la dicha fue el de mis maestros en la escuela pública. Bastó que uno me detectara leyendo un poema de Rubén Darío (“Margarita, está linda la mar...”) para que en cada ceremonia escolar me programaran, con delantal blanco y escarapela celeste, como recitador. La recompensa por este sacrificio tuvo consecuencias enormes en mi vida y en mi oficio de narrador: a fin de año, el maestro me regaló una edición empastada del Martín Fierro y la tentación de aprenderme de memoria sus estrofas. Tentación a la que sucumbí. Todavía hoy, en alguna entrevista por radio, los periodistas me desafían a que recite algunos versos de la obra de José Hernández.
No se les escapará a los avezados lectores de Página/12 que a esos momentos de vida porteña tan plena, siguieron en mi país muchos años bellos, excitantes, y también otro especialmente amargo que no necesitó detallar. Así fue como en 1974, fui yo el padre que trajo a su esposa y sus dos hijos pequeños a Buenos Aires. No se trataba ahora de buscar “mejores horizontes”, sino simplemente un horizonte, cualquiera que fuese.
Aquí les dejo “Cuando cumplas veintiún años”.
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