› Por Cesare Pavese
La importancia actual de este escritor del ochocientos que sólo hoy renace a la fama, puede ser condensada completamente en una contraposición: nosotros, hijos del ochocientos, llevamos en la sangre el gusto por las aventuras, por lo primitivo, por la vida real, que siguen y suceden a la cultura y nos libran de las complicaciones, obrando como revigorizantes de un alma decadente, enferma de civilización: nuestros héroes se llaman todavía Rimbaud, Gauguin y Stevenson; mientras que Herman Melville ha vivido antes las aventuras reales, lo primitivo. Ha sido primero bárbaro y luego ha entrado en el mundo del pensamiento y de la cultura, llevándoles la salud y el equilibrio adquiridos en su vida anterior. Ahora bien, es claro que desde hace un tiempo nosotros sentimos una gran necesidad de volver a lo primitivo. Lo demuestran el renovado gusto por los viajes y los deportes, el cine, el jazz, el interés por los negros y todo lo demás que no vale la pena mencionar y que, con una palabra sintética, llamamos antiliteratura. Y esto es, sin duda, muy lindo; pero la manera en que se lo manifiesta, ofende. Ya que, me parece, en el fervor antiliterario se tiende a un primitivismo tal, que casi es imbecilidad, debilidad. Quiero decir que es cobarde huir de las complicaciones a un paraíso simplista que, después de todo, como se sabe, no es más que otro refinamiento de la civilización. Antes me equivoqué: nuestros héroes no son Rimbaud, Gauguin y Stevenson, sino la resaca de la humanidad. Mientras que el ideal de Melville culmina en Ismael, un marinero que puede remar con los compañeros iletrados durante medio día detrás de un cachalote y que luego se retira a meditar sobre Platón, bajo el palo mayor.
No es por azar que Herman Melville sea norteamericano. Estos recién llegados a la cultura que son considerados por sus defensores como los responsables de la vuelta al primitivismo de nuestros ideales y, excluyendo todo reproche, con razón, tienen mucho que enseñarnos sobre el tema. Ellos sí que han sabido renovarse, pasando la cultura a través de la experiencia primitiva, real, pero no –como está de moda entre nosotros– renegando de una palabra por otra, sino más bien, a través de eso que se llama vida, enriqueciendo, templando y potenciando la literatura.
“Un pensamiento no significa nada de nada si no está pensado con todo el cuerpo.” Esta es una frase muy norteamericana y a este ideal tiende, consciente o inconscientemente toda la tradición de los Estados Unidos, desde Thoreau a Sherwood Anderson, llegando a crear poderosos individuos que pasan un buen número de años de manera primitiva, viviendo y absorbiendo, y luego se dan a la cultura, reelaborando la realidad experimentada en pensamientos e imágenes que por su dignidad y su pureza serena y viril tienen algo de ese equilibrio que acostumbramos llamar griego. Estamos muy lejos de los paraísos artificiales que acogen a nuestros exquisitos “barbarizados” en los lugares más alejados.
Herman Melville llegó a la vida enfermizo y alienado. Parece que cuando tenía alrededor de diecinueve años ya emborronaba cuartillas. Luego, de pronto, el mar; cuatro años de peripecias y de compañerismo, la pesca ballenera, las islas Marquesas, una mujer, Tahití, Japón, los cachalotes, algunas lecturas, muchas fantasías, El Callao, el cabo de Hornos, y en octubre de 1844 baja a tierra en Boston un hombre cuadrado, quemado por el sol, conocedor de los vicios humanos y del valor. “Un hombre bien desarrollado es siempre sano y robusto”, dirá más tarde Melville, en medio de una vida de estrecheces, melancolía y hasta de desgracias, puesto que esta gente tan práctica no es en absoluto superficial y dada a lo fácil como se podría sospechar. Casi todos los escritores norteamericanos que ya han aportado a la literatura este ideal de equilibrio y de serenidad han cumplido su obra en medio de duras dificultades, necesidad y enfermedades. Ejemplo para todos es Walt Whitman, paralítico durante casi veinte años, y arruinado. También esto ha contribuido a su experiencia de la realidad, concentrando sus pensamientos, haciéndolos más conscientes. Lo sano de esta gente está, mucho más que en el cuerpo, que en su condición, en la virilidad y pureza de espíritu que sobreviven a la integridad física.
Y ni siquiera Melville, en su larga vida literaria, que comienza con el desembarco en Boston, será el escritor fecundo, un poco fácil y exterior, que se puede esperar de quien ha viajado y visto muchas cosas exóticas. Muchos de sus libros fracasarán, en medio de heroicos esfuerzos, aun tratándose, como en el caso de Mardi, de magníficos defectos de crecimiento; y otros, como Moby Dick, serán reelaborados o atormentados hasta hacerle perder la salud, hermanándolo, en esto, con muchos otros connacionales “bárbaros” que se contaron, en cambio, entre los más insatisfechos y refinados cinceladores del siglo.
Melville es evidentemente un griego. Uno lee las evasiones europeas de la literatura y se siente más literato que nunca, se siente pequeño, afeminado, cerebral; lee Melville, que no se avergüenza de empezar Moby Dick, el poema de la vida bárbara, con ocho páginas de citas, y de seguir discutiendo, continuando con las citas, dándoselas de literato, y uno siente que respira mejor, se siente más vivo y más hombre. Y, como en los griegos, la tragedia (Moby Dick) puede muy bien ser sombría, pero la serenidad y la pureza del coro (Ismael) son tan grandes, que uno sale siempre del teatro sintiendo solamente la exaltación de su capacidad vital.
Por lo tanto, Herman Melville es, sobre todo, un hombre de letras y de pensamiento que comenzó como ballenero, como robinson y vagabundo. Sin ir más lejos, tenemos un ejemplo de su modo de ser primitivo, leyendo los fragmentos de ese elogio de la vida marinera que hace al autor un lobo de mar conocido y respetado por todos como es el Noble Jack, que en los momentos de ocio acostumbra recitar, a sus compañeros más dignos de ello, fragmentos de las Lusíadas. Y es el bárbaro, el descubridor en literatura de los Mares del Sur, el que escribe:
¡Seguro, Camoens fue en un tiempo marinero! Después está Falconer, cuyo Naufragio no se hundirá nunca, aunque él, pobre diablo, haya desaparecido junto con la fragata Aurora. El viejo Noé fue el primer marinero. ¡Y San Pablo también conocía la brújula, muchacho! ¿Recuerdas aquel capítulo de los Actos? Yo no lo hubiera contado mejor. ¿Estuvo alguna vez en Malta? La llamaban Mulita en tiempos del Apóstol... Y está Shelley que era todo un marinero. Shelley –¡Pobre Joven!...– se ahogó en el Mediterráneo, cerca de Livorno... Trelawny asistía a la cremación, y también él era un infatigable navegante. Sí, y Byron ayudó a poner un pedazo de quilla en la hoguera... y ¿no era Byron un marinero? un marinero diletante... Oigame, Chaqueta Blanca, no ha existido nunca un gran hombre que haya pasado toda su vida en tierra... Juraría que Shakespeare fue guardián del castillo de proa de algún barco. ¿Recuerda la primera escena de La Tempestad?... La inspiración, muchacho, es toda una ráfaga de aire marino... porque, vea usted, no hay obstáculos para el océano, el océano arranca enseguida la falsa proa de un inservible, se lo dice y le hace sentir que lo es...
(White Jacket, Cap. LXV)
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