› Por José Bianco
No hablaré del escritor que ha merecido y sigue mereciendo muchos y muy densos estudios de carácter estilístico, entre filosóficos y literarios. Hablaré del hombre, tan parecido a su obra, tan digno de ella.
Lo conocí a fines de abril de 1935. Victoria Ocampo preparaba el número 10 de Sur, que hasta entonces aparecía cuatro veces por año. A partir de ese número, Sur sería una revista mensual. Con ese propósito invitó a un grupo de escritores y de amigos a casa de su madre, donde vivían Angélica y Silvina Ocampo. Entre ellos estaba Borges. Aquella primera noche lo vi, hace más de cincuenta años, no conversé con él: me limité a observar a ese hombre joven y ya famoso entre los que éramos no mucho más jóvenes que él, desaliñado, jovial, atento al mundo y a la vez apartado del mundo, exento de toda solemnidad y completamente ajeno a la impresión que causaba. Aunque afable, Borges se parecía al profesor Higgins, de Pygmalion, en que no tenía “buenos o malos modales, o cualquier otra clase peculiar de modales, sino los mismos modales con todos los seres humanos: se conducía, en suma, como si estuviera en el cielo, donde no hay vagones de tercera clase y un alma es tan buena como otra”. Adiestrado en el ejercicio estimulante de la paradoja, le ocurría echar por tierra, con una broma, cualquiera de esas conversaciones insoportables a fuerza de consabidas, laboriosos monumentos al tedio que alguna vez todos, sin darnos cuenta, nos empeñamos en levantar. Ese año, después de conocerlo, nos encontramos varias veces. Ese año, o al siguiente, fui a su casa y me presentó a su madre, una mujer que parecía menor, mucho menor que su verdadera edad. Borges me preguntó:
–¿Cuántos años le das a mi madre?
Por entonces, las mujeres usaban un maquillage muy adecuado. Más que ahora, prodigaban valerosamente sus afeites con esa especie de candor que Baudelaire preconiza en L’Art Romantique. La señora de Borges ni siquiera condescendía a pintarse los labios. No parecía la hermana mayor de su hijo, sino la hermana, simplemente.
Borges agregó:
–Va a cumplir sesenta años.
La señora de Borges, que tanto admiraba a su hijo, mucho hizo por él, en el doble sentido espiritual y material de la palabra. Fue algo así como la cuerda que sujeta a la tierra una cometa. Sin su madre, este hombre tan ajeno a las realidades de la vida quizá se hubiera perdido en las nubes para caer enredado después en los hilos grises del telégrafo. He conocido también al padre de Borges, un señor buen mozo, tácito, de ojos negros y apagados. Fue en el hotel Las Delicias, de Adrogué, donde Borges me convidó a comer un par de veces. En la mesa, el señor Borges no lo participó en la conversación para ocuparse de mí. Decía: “Quizá Bianco quiera tomar vino. ¿Por qué no le ofrecen a Bianco un poco más de este postre, que no parece malo?”.
Recordé a este señor tan cortés, que había conocido en el verano de 1937, cuando leí Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius en mayo de 1941.
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe (...) persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos (...) Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente...
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