› Por Johnny Depp
En el invierno de 1989 me encontraba en Vancouver, Columbia Británica, haciendo una serie de televisión. Estaba en una situación muy difícil: obligado por contrato a un rollo rutinario que, para mí, rayaba en el fascismo (polis en el cole... ¡Dios!). Mi destino, al parecer, se hallaba en algún lugar entre Chips y Joanie Loves Chaachi. Sólo tenía un número limitado de posibilidades: 1) sobrevivir saliendo lo menos quemado posible, 2) conseguir que me echaran cuanto antes y salir un poco más quemado; 3) abandonar y que me demandaran no sólo por todo el dinero que yo tenía, sino también por todo el dinero de mis hijos y los hijos de mis hijos (lo que, supongo, me habría causado severas quemaduras y posibles ampollas para el resto de mis días y hasta habría afectado a las futuras generaciones de Depps que aún tuvieran que venir). Como he dicho, era un verdadero dilema. La opción 3) quedaba fuera de consideración gracias al consejo extremadamente sensato de mi abogado. En cuanto a la 2), bueno, lo intenté pero no picaron. Finalmente me decidí por la 1): pasaría por ello lo mejor que pudiera.
La quemadura mínima pronto se convirtió en autodestrucción potencial. No me sentía a gusto conmigo mismo, ni con aquel período carcelario autoimpuesto y fuera de control que mi ex representante me había prescripto como buena medicina para el desempleo. Estaba colgado, rellenando el hueco entre anuncios. Farfullando incoherentemente las palabras de un guionista que no conseguía leer ni por obligación (y sin saber, así, qué clase de veneno podían contener los guiones). Pasmado, perdido y embutido en las tragaderas de los americanos como joven republicano. Chico de la tele, galán joven, ídolo de adolescentes, tío bueno. Plastificado, posterizado, posturizado, patentado, pintado, ¡¡¡plástico!!! Grapado a una caja de cereales con ruedas, a 300 kilómetros por hora en una carrera unidireccional, para acabar estrellado en manos de los coleccionistas de termos y tarteras. Chico novedad, chico comercializado. Jodido y desplumado, sin salida de esta pesadilla.
Y de pronto, un día, me llegó un guión de mi nueva agente, un regalo del cielo. Era la historia de un chico con tijeras en vez de manos, un inocente inadaptado en una urbanización. Leí el guión en seguida y lloré como un recién nadio. Asombrado de que alguien pudiera ser tan lúcido como para concebir y escribir una historia así, la volví a leer de inmediato. Me afectó y conmovió de tal manera que mi cabeza se vio inundada por fuertes oleadas de imágenes: los perros que tuve de pequeño, la sensación de ser raro y obtuso mientras crecía, el amor incondicional que sólo niños y perros son lo bastante evolucionados para sentir. Me identifiqué con la historia que me obsesionó por completo. Leí todos los libros infantiles, cuentos de hadas, libros de psicología infantil, todo, cualquier cosa... y entonces la realidad se impuso. Yo era un chico de la tele. Ningún director en su sano juicio me contrataría para este personaje. No había hecho ningún trabajo que demostrara que podía con un papel así. ¿Cómo podría convencer a este director de que yo era Eduardo, de que le conocía de la cabeza a los pies? A mis ojos, eso era imposible.
Se organizó un encuentro. Iba a conocer al director, Tim Burton. Me preparé viendo sus otras películas (Bitelchús, Batman, La gran aventura de Pee-Wee). Alucinado por la innegable magia que ese tipo poseía, estaba aún más seguro de que nunca me vería en el papel. Me avergonzaba de pensar en mí como Eduardo. Después de varios tiras y aflojas con mi representante (gracias, Tracey), me obligó a asistir a la reunión.
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