› Por Brassaï
¡Nuestro primer encuentro! (A menos que ya nos hubiésemos conocido cuando estuve en París con June, mi mujer, en 1928.) ¿Podríamos comparar nuestros recuerdos? Me parece estar viéndote de pie, al borde de la acera, cerca del Dôme, en la esquina de la calle Delambre y el boulevard Montparnasse. Llevabas un periódico en la mano. Comenzabas a dedicarte a la fotografía. Debía ser alrededor de 1931. Recuerdo tan claramente el lugar donde te encontrabas que podría señalarlo con un círculo. ¡¡¡Cuando nos encontremos nuevamente en París te lo mostraré!!! Tuve la impresión –fugaz– de que poseías un gran sentido del humor. Todo lo que decías era como una broma. Tus ojos me hipnotizaban –como los de Picasso–. Este encuentro permanece fuertemente grabado en mi memoria.”
(Carta a Brassaï, el 25 de noviembre de 1964.)
Así es como Henry Miller tiene la costumbre de evocar, por carta o personalmente, nuestro encuentro en Montparnasse. “Es curioso –me dijo una vez–, de la mayoría de las personas jamás recordamos dónde o en qué circunstancias las conocimos. Nuestro encuentro lo recuerdo como si fuera ayer.”
Por mi parte, sitúo el encuentro en Henry en diciembre de 1930, poco después de su llegada a Francia. Fue mi amigo, el pintor Louis Tihanyi, quien nos presentó. Era una especie de relaciones públicas del Dôme. Todo el mundo conocía su abrigo de terciopelo lustrado verde oliva, su sombrero gris de ala ancha, su monóculo, su sobresaliente labio inferior –el sosias de Alfonso XIII, pero sin el bigotito–. Caminaba de mesa en mesa, de grupo en grupo, a través de la terraza abarrotada, que bajo el verde luminoso de los árboles del paseo parecía celebrar cada noche el 14 de julio. Aunque estaba sordo y casi mudo, era la persona mejor informada de Montparnasse, y conocía no sólo a los habituales sino a cualquier recién llegado.
–Te presento a Henry Miller, un escritor americano –me dijo con su voz desarticulada y gutural, que dominaba el ruido de la terraza y el alboroto del paseo.
Henry Miller... Nunca olvidaré esa cara rosada emergiendo de un impermeable arrugado, el labio inferior carnoso, los ojos de color verde mar, ojos de marino habituados a escrutar el horizonte a través de la bruma, esa mirada tranquila, llena de serenidad –la mirada ingenua y atenta de un perro– emboscada tras unas gruesas gafas de concha, investigándome con curiosidad. Cuando se quitó el ajado sombrero gris, su calvicie aureolada por unos cuantos cabellos plateados brilló bajo el neón. Esbelto, nudoso, sin un gramo de carne de más, tenía el aspecto de una asceta, de un mandarín, de un sabio tibetano. Un maquillador le hubiera añadido un bigote, largos cabellos grises y una barba patriarcal, con lo que Miller, con sus ojos oblicuos, orientales, su gran nariz, sus aletas aristocráticas, se hubiera parecido al sabio de Iasnaïa-Poliana, a León Tolstoi... También oí por primera vez su voz grave, sonora, calurosa, viril, puntuada de yes, yes y de hum, hum, y ese ronroneo de placer que acompañaba sus palabras en sordina.
June, la mujer de Henry –ella será la Mona, la Mara de sus relatos– ya había estado en París en 1927, cuando se fugó con su amiga rusa y dejó solo a Henry consumiéndose en Nueva York, en su sótano. Se alojaba en el Princesse Hôtel en la rive gauche, cerca de Saint-Germain-des-Près. Ese mismo año June volvió a Nueva York cargada de recuerdos y regalos, “más encantadora que nunca”. Su retorno al redil borró del espíritu de Miller el drama de su “traición”. La Crucifixión que pensaba escribir sobre este drama se convirtió en La Crucifixión rosada”. Henry la interrogaba: ¿había visto a Picasso? ¿A Matisse? No, no los había visto. Sin embargo había conocido a Zadkine, a Marcel Duchamp, a Edgar Varése y a otros artistas de los que Miller no había oído hablar, y que más tarde serían sus amigos: Michonze, Tihanyi, etc.
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