Mié 13.01.2010

VERANO12 • SUBNOTA

Después de Oncativo

› Por Angel Bonomini

Al cumplirse cincuenta días de la batalla de Oncativo, en el atardecer del 16 de abril de 1830, la descarga simultánea de cinco fusiles quemó la vida de un soldado del vencido ejército de Facundo.

Fusilado de espaldas y con los ojos cubiertos por un pañuelo negro, quedó abrazado a un árbol al que estaba atado con tientos.

Cuando sintió el golpe único de los cinco tiros, aflojó las manos atadas y advirtió que de ellas se desprendía algo parecido a una arena que hubiera estado escondida entre sus dedos y que tenía una calidad de cosa ajena y venerable.

El fusilamiento se debía a un crimen. Hasta el momento de cometerlo, el hombre compartía el calabozo con un compañero de armas.

Después de Oncativo, un sargento del general Paz los había enlazado en la persecución y, como si el lazo fuera el símbolo de la unión a que los sometería el destino, los dos cayeron en el reducido recinto de un calabozo de muros de adobe provisto de dos catres y del aparente consuelo de una ventana enrejada que, por su altura, ni dejaba ver el cielo.

Hacía dos días, comprobada la culpabilidad del hombre, el coronel Puch –en la ocasión al mando del batallón rezagado en un villorrio, cerca del lugar del combate, donde reparaban carruajes y atendían heridos y prisioneros– ordenó: “Mañana, al amanecer, me lo fusilan”. La orden la recibió el sargento Bermúdez, el mismo que había apresado al reo y a su compañero. Puch partió esa noche para reunirse con Paz.

En el amanecer del 16 de abril lo desnudaron de la cintura para arriba, lo obligaron a abrazar el árbol y lo ataron con tientos. El hombre esperaba la ejecución, pero Bermúdez pareció olvidarse de la orden. Pasó la mañana.

Los soldados hablaban de caballos. Bromeaban y reían. Hicieron asado. Uno se empecinó con la guitarra y repitió un centenar de veces la misma cantilena. De vez en cuando sonaban cajas y cornetas. A la siesta todo se aquietó. Algunos pájaros se oían y nada más. El hombre seguía esperando la muerte.

No era fácil discernir si la demora en la ejecución respondía a un rasgo de piedad o de crueldad por parte del sargento. Menos que nadie el que estaba atado al árbol sabía si se le estaba retrasando piadosamente la muerte o si se le estaba prolongando inútilmente la agonía.

Al despertar de la siesta el sargento Bermúdez llamó a un muchacho que podía leer y le entregó un grueso cuaderno. Sabía que el coronel Puch había tomado la decisión del fusilamiento después de leer esas páginas. Y sabía también que el coronel (hombre más bien piadoso que justo) tenía una sensación de asco después de la lectura. Tanto que, antes de subir a la galera, volvió a llamar a Bermúdez y en voz muy alta, para que varios lo oyeran, completó la orden: “Fusílelo de espaldas”.

El mozo leyó el cuaderno. Tenía un montón de cuentos. A veces, Bermúdez reía abiertamente. Otras, se quedaba muy serio. Por fin, llegaron a las últimas páginas. Bermúdez se las hizo releer tres, cuatro veces. Le dijo al muchacho que dejara la lectura y cebara unos mates.

Como a la hora, y como si al fin hubiera comprendido, gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, agregó. Los situó a quince varas del hombre abrazado al árbol y le vendó con su propio pañuelo los ojos. El reo pidió morir viendo. Sin contestar, el sargento se apartó y con la mirada nomás ordenó el fuego. Volvió a acercarse, le sacó el pañuelo y le plantó su largo cuchillo por atrás de la clavícula.

Las últimas páginas del cuaderno decían así:

“Después de Oncativo, como después de cualquier batalla, el aire quedó sucio y confuso. La pólvora y la muerte dejan, en esos casos, una isleta del olor del infierno. Los vencidos se van huyendo y los que obtuvieron la victoria se quedan con una oscura nostalgia. Lo que cualquier soldado sabe, siempre, es que la victoria no se diferencia demasiado de la derrota.

“El sargento Bermúdez se encontraba entre los voluntarios que acompañaron a La Madrid en persecución de Quiroga, a quien quería darle caza como si se tratara de un animal. No era ajeno a ese odio el amargo recuerdo que tenía La Madrid de la batalla del Tala: los de Quiroga lo habían dejado por muerto, baleado, tajeado en quince partes y pisoteado por los caballos.

“Los voluntarios se desperdigaron en la persecución. El sargento Bermúdez se había quedado solo y, al fin, con el caballo cansado, al paso, se metió en un pajonal que le llegaba a los estribos.

“De pronto, dos hombres se pusieron a correr ante los ojos azorados del sargento. Sin dudar, Bermúdez apuró su caballo y preparó el lazo. Fermín Alcácer y Javier Vega salieron atados del pajonal. Ya sueltos, sin hablarles, el sargento los hizo andar delante de su caballo. Lentamente hacia el campo de batalla.

“Sirva para describir al sargento lo siguiente: Vega y Alcácer iban casi arrastrándose de sed. Era el atardecer. Les preguntó desde el caballo si querían agua. Los prisioneros contestaron con los ojos. Bermúdez sacó un chifle del recado y se los alcanzó. Después que bebieron hasta la última gota, el sargento los recriminó riendo: ‘Podrían haberme preguntado si yo quería’, y taqueando al zaino se les acercó y los rozó con la vaina del sable. ‘Preferible que lleguen vivos los prisioneros’, dijo riendo.

“Vega sintió vergüenza y, mirando al sargento desde abajo, dijo: ‘Disculpe, señor; he sido torpe’.

“Siguieron en silencio. Cada uno iba pensando en las muertes que habían ganado ese día. Pensaron en la victoria y en la derrota. Recuperaron los ojos de los hombres que habían lanceado. Vieron el anca de un caballo cortada de un sablazo. Volvieron a envolverse en una ola de polvo que apenas permitía distinguir al que querían matar. Oyeron gritos, insultos, toses y gemidos. La noche se cerraba. ‘Las órdenes de ese bruto de La Madrid’, pensó Bermúdez.

“Vega más bien pensó en todo, en la belleza y en la monstruosidad de la batalla; en que tal vez toda belleza es algo monstruosa y en que, de algún modo, toda monstruosidad encierra belleza. Los tres hombres se parecían en el cansancio y en el sueño, pero al fin todo se les olvidó cuando divisaron, a lo lejos, las luces de los fogones. Ya estaban acercándose otra vez al lugar del combate. Vega sintió que ser prisionero era peor que haber muerto. Bermúdez y Alcácer pensaron que, al fin, iban a poder dormir.

“Antes de llegar se oyeron guitarras y voces. Estaban inventando coplas para festejar la victoria. Bermúdez pasó entre fogones y algunos lo vivaron con discreción. Todo el mundo bebía y los animales recién carneados se doraban al fuego.

“Había terminado el entierro de los muertos y empezaba la fiesta. Los heridos estaban apartados, junto a las carretas, y se les llevaba alcohol como consuelo.

“Bermúdez desensilló, palmeó el zaino y lo llevó de la crin a beber de un balde. Después, también él se hundió en el mismo balde a beber y lavarse, como si el agua fuera olvido para tanta atrocidad cometida con su sable y con sus manos.

“A Vega y a Alcácer los dejó con los heridos. Al rato les llevó ensartados en la punta de su largo cuchillo dos pedazos de carne asada.

“Ya con los de su escuadrón se quedó a oír los cuentos de la batalla, como si él no hubiera participado y, mientras bebía y comía, hacía preguntas para informarse de ese hecho ajeno y lejano que le parecía un cuento.

“A los tres días, Vega y Alcácer fueron conducidos a un villorrio de las cercanías de Córdoba. Habían arrastrado hasta allí los carruajes maltrechos, los animales y los hombres heridos, prisioneros y la parte del ejército que quedaría a cargo de recomponer armas y material. La operación estaba a cargo del coronel Puch, salteño, creo; enérgico y callado.

“Los prisioneros iban, como los soldados, montados y sin ser objeto de trato distinto. Se les daba de comer igual que a todos; dormían juntos, y les hubiera bastado decir que se pasaban al ejército de Paz para que todo siguiera igual y se les olvidara la condición de presos. Pero Alcácer y Vega no se pasaron y, al llegar al villorrio, sin consulta, fueron conducidos a un calabozo que tenía dos catres y apenas una ventana enrejada –más que nada un consuelo– que, por la altura, ni permitía ver el cielo.

“El resto de los prisioneros fue a parar a otras partes. Algunos se pasaron a Paz; otros hicieron de ordenanzas de oficiales; uno se hizo asador, y otro quedó libre en la tropa porque sabía tocar la guitarra.

“Vega y Alcácer tenían un guardiacárcel viejo, buen hombre, abuelo de muchos nietos, muy amigo del sargento Bermúdez. Los atendía bien y a la hora. Hablaba siempre con sus presos: les contaba batallas y, como era domador, les enseñaba asuntos de caballos.

“Vega le pidió al viejo que le consiguiera papel y algo con qué escribir. Al cabo de un par de días le llevó un grueso cuaderno y pluma. A partir de ese momento Vega se pasó las horas escribiendo.

“Alcácer era analfabeto, robusto, recóndito y observador. Dejaba pasar las horas tendido en el catre cavilando y acariciándose las cejas de un color azulado de tan negro.

“Venga escribía historias, describía fiestas, mujeres, trabajos, paseos, peleas. Escribía siempre en primera persona y, después, le leía a su compañero. Pero Alcácer, al oír las historias sentía un invariable malestar. Con el tiempo advirtió que Vega era libre, que podía crear viajes, y hasta amores a pesar de estar como él reducido a los límites de un estrecho calabozo. Le pareció hasta justo sentir rencor. Especialmente cuando se declaraba a sí mismo que Vega era dueño del mundo, de sus contingencias, mientras él tenía que permanecer cercado en los límites de su estrecha realidad.

“En sus sueños, el analfabeto, en el íntimo lenguaje de sus sueños, descifró que Vega era dueño de todo lo que él no poseía, que era la imagen de su prisión: Vega se le convirtió en los muros y las rejas que lo encerraban. Pensó en matarlo. Sabía que hacerlo le costaría ser fusilado.

“En sus lentas horas de odio, con paciente resentimiento, mientras se acariciaba las cejas echado en el catre, elaboró un plan de asesinato que lo excluyera de toda sospecha.

“Una mañana Alcácer le propone a su compañero de calabozo que escriba un cuento con el siguiente argumento: ‘Después de Oncativo, dos soldados del ejército de Quiroga apresados por un sargento de Paz van a parar a un mismo calabozo. Uno llama al guardiacárcel –un viejo domador que siempre les habla de caballos–; aduce un malestar físico. El encargado de custodiarlos tiene familiaridad con los presos. Hombre mayor que ha vivido numerosas batallas, los trata como a hijos. Lo llama, pues, uno de los presos. El viejo entra en la celda confiado, porque allí la prisión más que nada es formal. Pero el que ha aducido el malestar lo estrangula. Después, como es más fuerte, reduce a su compañero. El asesino pide auxilio y acusa a su compañero de haber matado al viejo’.

“Vega manifiesta que eso no es un argumento sino una simple enumeración de hechos. Alcácer insiste en que lo escriba. Vega dice que lo hará para iniciarlo en el placer de imaginar tramas a fin de que la prisión se le haga más soportable. Pero no escribe el cuento, aunque simula hacerlo.

“El analfabeto insiste en que se lo lea. El escritor finge la lectura del presunto texto escrito, como siempre, en primera persona. Oído el cuento, Alcácer finge un malestar y llama al viejo. Cuando entra el guardiacárcel, lo estrangula. Después reduce a Vega y pide auxilio.

“Cuando llegan unos hombres de Paz al calabozo el asesino acusa a Vega de haber matado al viejo domador. Dice, además, que la prueba, la confesión misma del asesinato, se encuentra escrita en el cuaderno. Pero en mi cuaderno –yo soy Vega– no figura el cuento urdido por Alcácer, que podría haber pasado por confesión, sino esto que acabo de escribir.”

Cuando Bermúdez oyó por tercera o cuarta vez la historia, la comprendió. Primero pensó en desobedecer las órdenes del coronel Puch y matarlo a culatazos. Después, tal vez por pereza, pensó que nada era mejor que ver brotar en la espalda del asesino cinco súbitas manchas con sólo alzar el mentón y mirar de un modo que se pareciera a una orden. Entonces le pidió al muchacho que le había releído la historia que le cebara unos mates.

Mateó en el vacío, sin que se le ocurriera nada. Como a la hora gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, dijo. Y mientras se acercaba al árbol empezó a aflojarse el pañuelo negro que llevaba atado al cuello.

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