VERANO12 • SUBNOTA
› Por Beatriz Guido
El pasaje nacía y terminaba frente a la iglesia de La Piedad. Era un callejón silencioso y sombrío; las casas se enfrentaban simétricas, iguales. Sólo dos de ellas eran distintas: tenían una escalinata de mármol y un jardín al frente, cercado por lanzas de bronce.
En el pasaje habitaban unas treinta familias. El único negocio de esa calle era una santería. En sus vidrieras yacían arrumbados, durante todo el año, las estatuas del Pesebre, los árboles de Navidad, las estrellas fosforescentes y las luces de colores.
Durante la noche se oía desde el pasaje el murmullo incesante de Corrientes y Callao.
Julián se sentó en el umbral de la puerta de su casa y preguntó a Laura.
–¿Crees que hoy será el día?
–Dicen que está cada vez más cerca de la Tierra –contestó ella sentándose a su lado. Después de un silencio, agregó:
–¿Para qué miramos el cielo si de día no se lo puede ver?
–Pero puede caer –contestó él remedándola–; hay que estar alerta.
–El cielo tiene un color muy extraño.
Sin embargo, nada hacía sospechar esa tarde de 1938 la presencia de un nuevo cometa.
–¡Mirá si cae en el pasaje! –dijo Julián esperanzado.
Pensaba, con razón, que el pasaje era el centro del mundo.
Nunca había salido de allí, de esas pocas cuadras que rodeaban a la iglesia de La Piedad. A él, como a los demás chicos de esa calle, nunca se le había ocurrido ir más allá de la Plaza de la República. No conocían las playas de la costa ni el río.
En el verano se bañaban con mangueras en las terrazas o en el pasaje.
–Hoy es el día –volvió a decir Julián sin dejar de mirar el cielo–; esta noche tendrá que ser. ¿Oíste lo que dijeron por radio?
–En Palermo han instalado un telescopio; se puede ver mejor que en el de Corrientes.
–Yo no sé ir hasta Palermo –contestó Julián avergonzado–. Mejor volvemos al de Corrientes. El hombre dijo que se puede ver, si uno quiere verlo...
–¿Y tampoco hoy vamos al colegio? –preguntó ella asustada.
–De esta noche no puede pasar. Te aseguro.
Tomó a Laura de la mano y la obligó a levantarse. Atravesaron silenciosos el pasaje. Siguieron por Paraná hasta Corrientes. Llegaron frente a una galería que estaba protegida por un toldo verde. Un hombre en tiradores, rancho y camisa celeste anunciaba con un altavoz las virtudes del ayunador Urbano.
–El milagro de todos los tiempos. El famoso ayunador mexicano –decía–. Cuarenta días consecutivos de ayuno. ¡El más grande ayunador de este siglo! Pasen a verlo en su urna lacrada. Pero no olviden también que, en el patio interior, hemos levantado un poderoso telescopio. ¡Vean el cometa que anuncia la segunda guerra mundial! ¡El cometa de 1938! El cometa de la corta cabellera. Más corta pero no menos espesa que la del Halley. Sólo veinte centavos. Abierto día y noche.
Julián apretó la mano de Laura y buscó en sus bolsillos los cuarenta centavos. Entraron en la galería.
–¿Crees que será esta noche? –volvió a preguntar ella–. ¿Es cierto que está tan cerca de la Tierra?
–Tenés que creerme –contestó enérgico Julián.
Atravesaron el salón sin mirar al ayunador que fumaba inmóvil en su urna de cristal, y llegaron, siguiendo un pasillo oscuro, hasta el patio donde habían instalado el telescopio. Parecía de cartón; el extremo del aparato atravesaba un vidrio roto de la claraboya del techo.
–Hoy está más cerca, mucho más cerca que ayer –dijo el hombre del telescopio–, lástima que no puedan venir de noche. ¿Por qué no mandan más chicos? ¿No tienen amigos? Han venido pocos. Esta es una ciudad desconfiada, incrédula.
–Dicen que de día no se le puede ver –interrumpió Laura tímidamente–; también lo dicen los diarios.
–Los diarios quieren evitar el pánico. No ven que tienen miedo que choque con la Tierra. Eso no ha sucedido nunca ni sucederá. Solamente que el Señor esté muy enojado con los hombres; este asunto de la segunda guerra mundial no me gusta nada. Un cometa se trae siempre algo. Ustedes no han oído hablar del Halley, en el año diez. –Acercó su silla de esterilla y se sentó a horcajadas–. No siempre choca con la Tierra; a veces desaparece como una estrella fugaz; cae silencioso, a pedazos, en algún lugar de la Tierra. Aquí nomás, cerquita nuestro. Afortunados los que en estos días miran el cielo.
Sacó de su bolsillo un cortaplumas e hizo una señal imperceptible hacia el interior del patio.
–Ya puede mirar, caballerito; los que miran al cielo si no ven un cometa pueden llegar a ver a Dios. Los que miran hacia abajo sólo encontrarán barro, lombrices y hormigas...
Julián no pudo reprimir un grito de admiración.
–Más cerca, mucho más cerca...
El hombre sonrió satisfecho.
–Bienaventurados los que creen –dijo por lo bajo–; de ellos será el reino de los cielos.
Julián acercó la cabeza de Laura. Sólo veían una masa informe que avanzaba velozmente; después desaparecía. A causa de las nubes, según decía el hombre.
–¿Será esta noche? –preguntó Julián exaltado.
–Nunca se puede afirmar nada en esta Tierra. Pero es casi seguro; vuelvan mañana y lo verán más cerca todavía, si es que no ha desaparecido definitivamente.
–¿Puede desaparecer y no volver nunca más? –preguntó Laura preocupada.
–Puede estallar y perderse en infinitas partes... como los hombres; pero ¿qué saben los bárbaros, los incrédulos? –le contestó el hombre, incoherente y profético.
El resto de la tarde lo pasaron mirando siempre hacia el cielo, en un banco de la plaza del Congreso.
Cuando regresaron al pasaje, al final de la tarde, Gonzalo los estaba esperando.
–¿Por qué no fueron a la escuela? –preguntó.
–Hoy cae el cometa –fue la respuesta de ellos.
Gonzalo vivía a la entrada del pasaje, y trabajaba en la santería. Era el más grande de los chicos del callejón. Nadie creía en sus repetidas bromas sin ingenio: el incendio frustrado de la santería, los funambulescos ladrones o las falsas noticias de epidemias; otras veces simulaba una caída y caminaba con bastón durante varios días.
Cuando corrió por la ciudad la historia de la sonámbula, se disfrazaba por las noches con una sábana y vagaba por los pasillos y terrazas, sin lograr asustar a nadie.
–Esta noche verán a la sonámbula –anunciaba desde las primeras horas de la tarde.
Sólo Julián creía en sus falsas historias y dolores. Quizá porque Gonzalo en los meses del verano miraba tristemente a través de los cristales de la santería, mientras ellos jugaban con agua, semidesnudos, en el callejón.
–No existe el cometa –dijo Gonzalo cuando pasaron a su lado–. Apenas se le puede ver. Además son todos cuentos eso de que cae a la Tierra. El día menos pensado desaparece y asunto terminado.
Ellos no contestaron; sin detenerse se encaminaron hacia la terraza de la casa de Laura.
Como hacía mucho calor la gente había sacado los sillones de mimbre a la acera. Las mujeres se abanicaban con pantallas de papel y los chicos encendían luces de bengala, anticipándose a las fiestas. De vez en cuando se escuchaba una voz amenazadora que conminaba a Julián y a Laura a bajar de la terraza. Pero hacía demasiado calor para ir a buscarlos. Ellos, sobre las baldosas aún tibias, no dejaban de mirar el cometa de la corta cabellera.
–¿Viste cómo brilla esta noche? Está cerca, mucho más cerca –dijo Julián.
Lentamente se fueron apagando las voces del pasaje de La Piedad.
–Debe ser muy tarde –lloriqueó Laura.
Julián le acarició una mano y dijo:
–No tengas miedo... tenemos mucho que esperar, todavía.
Laura trataba de no mirar al cometa para no encandilarse. Casi se había olvidado de él cuando de pronto vio cómo se iluminaba el cielo.
–Julián... el cometa –atinó a decir.
El ya se había incorporado.
–Sí –dijo espantado–, ya llega.
De pronto, una veloz llamarada atravesó la terraza en círculo perfecto. Una estrella de cola pequeña fue a caer en uno de los extremos del callejón.
Julián ayudó a Laura a levantarse. Bajaron temblando por la escalera de caracol. Llegaron junto al cometa. Era una brasa del tamaño de un adoquín, con una cola que despedía olor a trapo quemado.
Ellos, abrazados e inmóviles, la vieron apagarse. Después Julián se acercó lentamente al cometa.
–Debe ser una parte, sólo una parte.
Se abrió una ventana, y alguien dijo:
–Te decía que eran los gatos –y volvió a cerrarse.
–Tenemos que llevárselo a él. Ya lo habrá visto caer. Imagínate, ¡lo expondrá junto a Urbano! Y ha caído aquí, en nuestra calle, como una estrella silenciosa; nadie se ha dado cuenta.
Pero había que esperar que el cometa se enfriara... Se sentaron en el cordón de la acera. Cuando dejó de despedir humo –quizá demasiado rápidamente, pensó Julián– tomaron la piedra y la envolvieron en el delantal de Laura.
Sonó la una de la mañana en el campanario de La Piedad.
Recogieron el cometa y salieron a la calle. Al llegar a la “galería” del toldo verde corrieron hasta el telescopio. El hombre dormitaba en su silla.
Julián arrojó la piedra al suelo y gritó:
–¡El cometa! ¡Cayó el cometa!
–¿Se han vuelto locos?... Y a estas horas. Esto es un adoquín –dijo observándolo– y ésta es la cola de un barrilete.
Al regresar al pasaje subieron directamente a la terraza; se acostaron nuevamente sobre las baldosas, con los brazos cruzados debajo de la cabeza.
Laura se echó a llorar. Julián, sin dejar de mirar hacia el cielo, dijo:
–¿Lo ves? Allí está. Mirá cómo brilla la cola. Hay que esperar... ¿No es cierto que vas a esperar toda la noche?
–¿Y si desaparece para siempre como dijo el hombre?
–¡Vendrá otro! ¿No sabés que cada cincuenta años aparece uno? Además si miramos siempre hacia el cielo tal vez veamos caer una estrella o alguna señal de los habitantes de Marte –continuó exaltado–. ¿No sabés que Marte está habitado?... ¿Por qué no me contestás? –preguntó después de un largo silencio. “Se ha dormido”, pensó tristemente.
Y por primera vez se detuvo a escuchar el murmullo incesante de Corrientes y Callao, y también la risa de Gonzalo que venía del único cuarto iluminado del callejón.
(De La mano en la trampa, “El cometa”.)
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