Jue 20.01.2011

VERANO12 • SUBNOTA

El cuento por su autor

Cuando me mudé a Córdoba no conocía prácticamente a nadie en la ciudad. Dormía en una pensión de viajantes cerca del Hospital de Clínicas, comía en las pizzerías del Mercado Norte y veía mucho cine en el cineclub El Angel Azul, sobre la calle Colón o en el Cine Teatro Córdoba, en la 27 de abril. Sin saber muy bien cómo, terminé alquilando un departamento de un dormitorio sobre esa misma calle, frente al Paseo Sobremonte. Era en un tercer piso y el ochenta por ciento de las líneas de colectivos de la ciudad pasaban bajo su ventana. El departamento, todo el edificio, vivía lleno de hollín y smog y ruidos. Durante el día siempre había mucha gente en los ascensores, porque la mayoría de los departamentos estaban alquilados por estudios jurídicos, pero a la noche no quedaba nadie. Yo estaba en el tercero. Había viudas o solteronas en el quinto y en el sexto y un señor muy misterioso en el octavo. No recuerdo a nadie más.

Esa es la época, el clima y el edificio donde transcurre “El hombre de los gatos”.

En ese departamento yo tuve un gato. Me lo habían regalado, pero resultó que estaba enfermo. Lo llevé al veterinario y no me dio muchas esperanzas, dijo que era algo congénito, pero supongo que él tampoco sabía qué era lo que pasaba. El gato vivió tres o cuatro días más.

Más o menos por esa época, tal vez un poco antes o un poco después, una noche volvía del cine, tarde, y frente a la Torre Angela vi cómo una banda de perros callejeros corrían a otro gato. El pobre tampoco tuvo mucha suerte y no logró escapar. Los perros lo mordisquearon hasta matarlo y después lo dejaron allí, sin saber muy bien qué hacer con él. Era como si esperaran que llegara algún amo a felicitarlos y recoger la presa. Por supuesto, no llegó nadie.

Creo que ése fue el inicio de la historia, pero no se me ocurrió escribir sobre los gatos y aquel edificio, sino hasta muchos años después. Para entonces, vivía en otro barrio y era el dueño de otro gato, uno totalmente insoportable. Era gordo, malcriado, arañaba a todo el mundo y atacaba por sorpresa, tal vez por aburrimiento, o por pura maldad. El gato no tenía nombre, porque al principio se llamaba Zulema, pero después descubrí que era un macho y hubo que castrarlo y simplemente se llamó “Gato”.

Una noche nos juntamos con unos amigos a comer en casa y uno de ellos dijo que ese gato estaba tan gordo que pronto ya no se iba a poder mover más y lo íbamos a confundir con un puf y lo íbamos a aplastar apoyándole las piernas encima. También dejó bien claro que todo eso iba a ser por mi culpa, por mi desidia e indolencia.

Yo tomé nota y un par de días más tarde me puse a escribir este cuento.

Después me fui de viaje y no tenía quién cuidara el gato. Intenté regalarlo, pero nadie lo quería, así que lo llevé a la casa de mi papá y mi mamá. Allí pudo trotar por entre los yuyos, descubrir lo que era cagar en la tierra y aprender a andar por los techos. Mi familia lo odiaba, por supuesto, pero para cuando regresé a buscarlo ya era evidente que él disfrutaba de la libertad de una casa con patio y que nunca, pero nunca, nunca más podría ser un gato de departamento. Puse eso como excusa, esgrimí que era inhumano alejarlo de su nuevo hábitat y logré sacármelo de encima.

Nota madre

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