Jue 10.02.2011

VERANO12 • SUBNOTA

El cuento por su autor

El lugar donde sucede este cuento es muy parecido a Highland Park, el country que se precia de haber sido el territorio de Las viudas de los jueves, la novela de Claudia Piñeiro. Mi mamá tenía en Highland una casa grande y linda, en la zona de las quintas, con una maravillosa pileta siempre celeste, siempre impecable, mantenida por un piletero invisible y perfecto, que si en algo se parecía al Barrefondos de Bruzzone sabía disimularlo con elegancia. En invierno la cubríamos con una red para proteger a mis hijas y al tío Paul, el yorkshire terrier al que mi mamá cuidaba como si fuera un hijito de la vejez. A la casa de Highland mi marido la llamaba El Destacamento, por dos buenas razones. En primer lugar, era obligatoria (había que ir, lloviera o tronara, todos los fines de semana del año). En segundo lugar, una vez allí se obedecían sin chistar las órdenes de su suegra. Sin embargo, también la disfrutamos mucho, fuimos muy felices (sobre todo en verano), no-sotros y nuestras hijas y nos dio mucha pena cuando se vendió. Higland Park queda en la zona de Del Viso. Los sábados a la noche la murga de Del Viso ensayaba haciendo sonar los bombos y nosotros nos encogíamos en la cama pensando qué pasaría si se decidían a avanzar de una vez por todas sobre el country esos hombres y mujeres que veíamos al llegar, antes de la garita de seguridad, bajo el sol de la media mañana, ofreciéndose para trabajar por el día como en un mercado de esclavos.

La familia que se describe en el cuento nada tiene que ver con mi familia real, en la que hay muy pocos varones y ninguna de las mujeres es sumisa. Mi único pariente es, por supuesto, el protagonista. Ese viejo testarudo es un personaje que me persigue a través de buena parte de mis libros de ficción. A veces como una presencia tan sutil que resulta casi imposible percibirlo: para el lector es como una brisa, oye apenas sus leves pisadas a lo lejos. Pero yo sé que está allí. Otras veces es parte de la escenografía, del paisaje y su presencia constante, nunca en primer plano, determina los límites y los movimientos de los otros personajes. A veces no está allí, pero en cambio es posible deducirlo, imaginarlo, a través de los deseos y los actos de los demás. Es un viejo terrible, malo, atractivo, tiránico, feroz. Puede ser increíblemente simpático si se lo propone, y es también desdeñoso, bromista, sarcástico. Es mujeriego, mentiroso y sumamente desconfiado. Es un hombre sin principios, sin escrúpulos, sin ética de ningún tipo, un viejo que siempre hace lo que se le da la gana, pasando por arriba y por abajo de las convenciones sociales, riéndose de las obligaciones morales, incluso de aquellas que impone el amor. Da miedo, odio, mucha envidia. Puede hacer reír o llorar. A veces es simplemente asombroso. Tiene un lugar importante en mi novela El libro de los recuerdos, donde se encarga de arruinar sistemáticamente la vida de cada uno de sus hijos. Y es increíblemente parecido a mi abuelo materno a quien, por otra parte, yo quise muchísimo en la vida real.

Había una sola manera de librarme de él. Tenía que darle el papel principal en una de mis novelas. La muerte como efecto secundario nació de esa decisión y le está dedicada por completo. Desde entonces me siento un poco solitaria, un poco vacía. Como si mi misión en este mundo hubiera terminado. (Escribir es siempre una especie de curiosa misión que nadie nos pide y a nadie le importa, que no cambia nada y que sin embargo se nos impone así, como una especie de obligación suprema que nunca terminamos de cumplir.)

Pero mucho antes de La muerte como efecto secundario escribí este cuento, en el que mi personaje fetiche también tiene su protagónico estelar. Tuve que releerlo para escribir estas líneas y me gustó. Es buen cuento. No le cambiaría nada. Salvo el título, quizás. Vaya a saber por qué, el protagonista ya no me parece tan viejo.

Nota madre

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