Hace tiempo, frecuentaba mi casa de Jujuy un amigo. Llegaba los domingos al mediodía en su bicicleta, se quedaba a almorzar y a largas sobremesas. Había nacido en San Salvador, de chico se había trasladado a la provincia de Buenos Aires y había vivido allí hasta entrados los veinte años. Una tarde, me comentó que cuando era muy joven había trabajado en un taller donde se reparaban los motores de los ferrocarriles. Los empleados eran todos hombres mayores y tenían apodos de animales. Habló de un cuartito, de una lucha singular después del horario de trabajo. Mencionó un estero cercano al que llamaban Cina Cina y que imaginé parecido al río Estigia. Mencionó también ritos, ceremonias oscuras que formaban parte de la vida cotidiana. Tuve la sensación de que a través de sus palabras ingresaba a un lugar mítico. Desde entonces, cada vez que me visitaba, le pedía que me contara más detalles.