Vie 20.01.2012

VERANO12 • SUBNOTA  › MEMPO GIARDINELLI

Como los pájaros

Para Gustavo Sáinz

- Muchas veces, cuando uno se dispone a escribir un cuento, siente un irrefrenable y súbito deseo de hacer otra cosa. Es como una urgencia que impulsa a variar la actividad, aunque todo lo que sucede es que el esfuerzo requerido parece, en ese momento, superior a nuestra capacidad. Días atrás, conversando de este asunto con un joven escritor chicano, Jesús Emilio Galindo Fuentes, me decía que él había desarrollado un método para elevarse sobre sus ideas –ésas fueron sus palabras–, de modo que podía contemplar el cuento como desde una atalaya y, luego, sólo le correspondía la sencilla tarea de escribir lo que había visto.

Le planteé, entonces, una dificultad con la que yo tropezaba desde hacía más o menos un año: la imposibilidad de redactar ciertas ideas en forma de cuento, ideas que me habían asaltado durante la lectura de los originales de la Historia Extraoficial del Sureste del Brasil, erudita crónica que realizó hace unos treinta años un grupo de investigadores de la Universidad de Rio Grande do Sul, con la dirección y coordinación de Agustín Melho Silveyra.

Parte de esa obra, que consta de tres voluminosos tomos mecanografiados, refiere la existencia de un legendario caudillo del estado de Minas Gerais cuyas características, a mi juicio, concuerdan con las de dos personajes clásicos de la literatura sudamericana: Azevedo Bandeira, el astuto contrabandista que tiende una concluyente celada al joven y ambicioso Benjamín Otálora en “El muerto” (cuento incluido en El Aleph, de Jorge Luis Borges), y el Zé Bebelo que coprotagoniza la novela Grande Sertao: Veredas, de Joao Guimaraes-Rosa. Mi hipótesis era –y es– que los tres individuos son uno solo.

La incurable miopía de muchos editores latinoamericanos ha privado a la historiografía y a la literatura de un aporte fundamental, pues la Historia Extraoficial que menciono aún permanece inédita. Como tuve el privilegio de hojearla durante un par de semanas, intentaré ahora resumir esa crónica que me llevó a pensar que Azevedo Bandeira y el carismático jefe de yagunzos1 Zé Bebelo, no son personajes de ficción creados por Borges y Guimaraes-Rosa, sino versiones de la biografía de un mismo caudillo. Sospecho que ambos narradores tuvieron acceso a la investigación que condujo Melho Silveyra y cuya historia es la siguiente:

En 1833, en un pequeño y sórdido caserío llamado Conçeiçao da Virgem (en la actualidad, creo, ya no existe, pero estaría ubicado en el estado de Maranhao), nació Luiz Lima, hijo de un portugués y de una lavandera zamba. Casi nada se sabe de sus primeros años, salvo que aprendió rudimentos de lectura y de grafía, que amaba cabalgar, que desde niño fue un excelente tirador y que, cuando apareció en la Villa del Carmen de la Confusión, en el estado de Minas Gerais, lo obsesionaban dos cosas: pelear y la estrechez de su nombre.

La primera de esas manías determinará su vida –como se verá a lo largo de este relato–, en tanto que la segunda fue fácilmente satisfecha cuando Luiz Lima adoptó el nombre de José Rebelo Adro Antúnes (alias Zé Bebelo) y se inventó una biografía verosímil: decía que su tatarabuelo había sido el capitán de caballos Francisco Vizéu Antúnes y aseguraba ser hijo legitimado de José Ribamar Pacheco Antúnes y de María Deolinda Rebelo, pareja por supuesto inexistente salvo en su imaginación. Asimismo, afirmaba haber nacido en “la abundante villa del Carmen de la Confusión”, como dice Riobaldo, el narrador de la novela de Guimaraes-Rosa que se inicia como yagunzo oficiando de secretario escribiente de Zé Bebelo.

No se sabe con exactitud cómo se interesó por la política, pero hay una cita de puño y letra de Melho Silveyra según la cual hacia 1862 este Zé Bebelo forma su primera banda de yagunzos, al servicio de un hacendero conservador llamado Jorgelinho Neto Dos Reis. Manda una tropa de treinta forajidos y hasta posee un cañón robado a las fuerzas imperiales en un encuentro en la cañada del Paredón. Sus hombres, cariñosamente, lo llaman Papá Melhor. Sus aventuras se comentan, seguramente magnificadas, en todos los campos generales.2

Respecto de su personalidad, la define bien Riobaldo, en la versión de Guimaraes-Rosa: “Quería saberlo todo, disponer de todo, poderlo todo, alterarlo todo. No tropezaba quieto. Seguro que ya nació así, majareta, estirado, criatura de confusión. Presumía ser el más honesto de todos, o el más condenado... Zé Bebelo era inteligente y valiente. Un hombre consigue engatusar en todo; salvo en lo de inteligente y valiente. Y Zé Bebelo las cazaba al vuelo. Llegó un valentón, criollo de la Zagaia, recomendado. ‘Tu sombra me pincha, yuaceiro’, saludó Zé Bebelo con olfato. Y mandó amarrar al sujeto, sentar en él una zurra de correa. Actual, el tipo confesó: que había querido venir adrede para traicionar, en empresa encubiertada. Zé Bebelo le apuntó a los rizos con el máuser: estampido que despedaza, las seseras fueron a pegarse lejos y cerca. La gente empezó a cantar la Moda del Buey”.

Durante más de un decenio es amo militar de Minas Gerais, hasta que es derrotado, en 1874, en las Veredas del Arroyo Hermoso, luego de una batalla en la que se enfrentan más de mil doscientos jinetes. Su vencedor es un autotitulado capitán (en verdad, también yagunzo) Kurt Carbalho Frías. Melho Silveyra sospecha que ese apellido es apócrifo: “Se trataría –glosa al margen– de un mercenario alemán que anteriormente comandó un batallón paraguayo en la guerra de la Triple Alianza y al que el general argentino Bartolomé Mitre pidió que se indultara en 1871, luego de lo cual apareció en Brasil como jefe de yagunzos”.

En la novela de Guimaraes este hombre es identificado por Riobaldo con el nombre de Joca Ramiro –no hay alusión a su origen germánico– y se lo presenta como un individuo de extrema sabiduría. En el transcurso del juicio a que es sometido luego de su derrota, Zé Bebelo se comporta con un valor admirable. Cuenta Riobaldo que éstas fueron sus palabras: “No confieso culpa ni retracto porque mi regla es: todo lo que he hecho vale por bien hecho. Necesité este juicio sólo para ver que no tengo miedo. Si la condena fuese a lo áspero, con mi valor me amparo. Ahora, si recibiese sentencia salva, con mi valor os doy las gracias. Perdón, pedirlo, no lo pido: que me parece que quien lo pide, para escapar con vida, lo que merece es mediavida y doble de muerte”.

A instancias precisamente de Riobaldo, que aboga en su defensa, Lima no es fusilado. Yo presumo que Carbalho Frías habrá recordado, en esos momentos, el indulto gestionado por Mitre. Simplemente, pregunta a su vencido si reconocerá el veredicto y si es hombre de palabra; la respuesta es afirmativa. Entonces, Luiz Lima es condenado al exilio en el estado de Goiás por el término de treinta años. Carbalho Frías ordena que se le entregue un caballo descansado, una carabina, balas y vituallas para una semana.3

Taimado y temerario, el convicto no cumple su condena. Reaparece un par de años después, desconociendo que Kurt Carbalho Frías ha muerto y que lo ha sucedido Riobaldo. Se encuentran en un cruce de caminos, se abrazan, intercambian recuerdos (Zé Bebelo solía llamar a su ex secretario con apelativos como Tatarana, Bala Perdida, Mirada Fuerte y Come Monos, en otros tiempos, cuando gustaban confidenciarse acerca de mujeres, caballos, armas y estrategias guerreras) y hasta comen juntos un capivará que ha cazado un yagunzo. Al cabo de una densa jornada, preñada de anécdotas risueñas y dramáticas, Lima comprende que debe retirarse porque el yaguncismo no admite dos jefes. “Tengo que conducir urubúes4 desde ahora”, se justifica. “No sé ser tercero, ni segundo. Mi fama de yagunzo ha tocado a su fin.”

Como siempre se han querido y respetado, ambos hombres se abrazan en solemne silencio, quizá sospechando que es la única manera de evitar un enfrentamiento que ninguno de los dos desea. En algún momento, Lima redacta una breve carta (el texto consta, con las mismas confusa redacción y pésima gramática, en la Historia extraoficial) en la que jura sumisión a Riobaldo, a quien apoda El Víbora Blanca (“Tú eres más terrible que ellas”, escribe).

La esquela finaliza con estas palabras: “Yo, que fui tu jefe, hoy te digo jefe a ti. Me voy, pues, compensado porque sé que la guerra queda en buenas manos. Una guerra en malas manos es, y fielmente lo garanto, como una guitarra estropeada por la lluvia. Recuerda, amigo Tatarana, lo que ahora afirmo, que me lo afirmó un viejo sabio: que todo lo que tiene subida, tiene bajada”.

Zé Bebelo se encamina hacia el Sur, acaso rememorando su anterior partida, luego del juicio que se ha referido. Va sobre una mula, con la espalda encorvada, como si se hubiera apoderado de él una tristeza infinita, inexplicable. Corre 1879.

Algún tiempo después, reaparece en el estado de Rio Grande do Sul, con el nombre de Adhemir Campos Azevedo. Se ha vinculado a unos cuatreros que operan en las costas del río Uruguay y en la provincia argentina de Co- rrientes. A fines de 1880 se traslada a la frontera, ejerce el contrabando de ganado y lidera su propia banda. En las dos últimas páginas de Grande Sertao: Veredas, Guimaraes-Rosa menciona un reencuentro con Zé Bebelo “cerca, dice, del San Gonzalo del Abaeté, en el Puerto Pajarito”, y lo describe muy cambiado, convertido en próspero y honrado comerciante que gana “oro en polvo” porque “negocia ganados”. Asegura que no quiere saber nada del sertón, que piensa irse a la capital de la república, estudiar para abogado y relatar sus guerras para ser retratado en los periódicos y ganar otras famas. Sin dudas, un final de novela.

Empero, la verdadera historia de Luiz Lima –convertido ya en Adhemir Campos Azevedo, luego de haber sido por años Zé Bebelo– es otra: en la localidad de Alegrete enferma gravemente del corazón, debilitado por sus andanzas y por tantos sobresaltos. Se sabe que luego se instala, rodeado de una quincena de sus hombres, en una finca de las afueras de Uruguayana; además del abigeato, se dedica a reducir todo tipo de contrabandos que provienen del Paso de los Libres, en Argentina, y también a administrar un prostíbulo que ha abierto (se llama “El Oriental”) y que llegará a ser muy famoso. Es presumible que allí haya conocido a la que sería su octava mujer, una uruguaya del departamento de Artigas, de nombre María Juana Bermúdez, treinta años menor que él, pelirroja y espigada, de caderas altas y duras, con la que contrae matrimonio el 14 de octubre de 1883 ante el juez Jacinto Gil de Saravia, según consta en actas que se reproducen en la crónica de Melho Silveyra.

Aunque tiene más de cincuenta años, su vida en absoluto está terminada. En menos de dos años, recuperado de su afección, se convierte en el principal contrabandista del norte del río Cuareim. Gusta vestir a la moda europea (cortan sus trajes, se dice, los mejores sastres de Buenos Aires y de Montevideo) y hasta se permite fundar el Club Social de la ciudad de Salto, al que concurre mensualmente.

En este punto de la biografía de Luiz Lima, conviene recordar un episodio que refiere Melho Silveyra: una noche, en el festejo de una fecha patria uruguaya –acaso el 25 de agosto– un joven teniente del ejército oriental, borracho, se sobrepasa con María Juana. Desde la mesa en la que juega al póquer, Lima hace llamar al oficial. Este, sonriente, melifluo, se para ante él y le pregunta, desa- fiante, qué es lo que quiere. Con calma, Lima le asegura que tiene algo para él pero, como se trata de algo muy desagradable, no se lo dará siempre y cuando deje de molestar a su mujer. El oficial se ríe, con estentórea carcajada. Lima lleva su diestra a la barriga, extrae un revólver de la faja y le dispara un solo balazo, que penetra en la boca del desgraciado y acalla su risa. Mientras el joven militar muere, Lima redobla su apuesta sin ver sus naipes.

Al día siguiente, le aconsejan abandonar Salto. Entonces viaja en una galera, con su mujer, hacia la Colonia del Sacramento, sobre el Río de la Plata. Desde allí dirigirá sus negocios, confiando su ejecución a la habilidad de Ulpiano Suárez, un mulato riograndense de su absoluta confianza que ha residido la mayor parte de su vida en Tacuarembó, quien lo obedece ciegamente y defiende sus intereses con probada eficacia.

Pasan los años y, en 1891, se cruza en su camino otro joven arrogante, simpático, pero éste le salva la vida en una reyerta, en un almacén de segundo orden. Es argentino, de Buenos Aires, y acaba de llegar a Colonia. Se trata del Benjamín Otálora a que se refiere magistralmente Borges en su cuento. Esa parte de la historia es totalmente veraz, salvo en el nombre de Lima, que entonces se llama Adhemir Campos Azevedo, pero al que Borges bautiza en su ficción como Azevedo Bandeira. También omite decir este autor que la recomendación que trae Otálora es de un viejo amigo brasileño del jefe de contrabandistas, y acaso se equivoca al asegurar que el joven rompe esa carta. En realidad, necesariamente debió mostrarla para confirmar que la recomendación era cabal. Costaría creer, si no, que un hombre sagaz y desconfiado como Lima aceptaría la incorporación de un joven impetuoso a su banda, sin tomar precauciones ni hacer preguntas.

El muchacho, típico porteño, es altanero, presuntuoso, y detrás de su aparente humildad esconde inconfesadas ambiciones que no pasan inadvertidas para el astuto contrabandista, quien pronto se da cuenta de que el mozalbete disimula su afán de desplazarlo en sus tres valores –como dice Borges–: la mujer de pelo rojo, un caballo también colorado y sus provechosos negocios.

Pasa otro año y, en 1892, la salud de Lima se resiente. Está canoso, agrietado, le falta vigor y parece que su corazón no resistirá mucho más. Sin embargo, sigue vivo. Y en la última noche de 1894 se desencadena la tragedia que describe magistralmente Borges en “El muerto”: avisado de los afanes de Otálora, permite que éste lo reemplace como amante y como patrón. Le permite disfrutar del amor, el mando y el triunfo. Entonces, lo hace matar por Ulpiano Suárez.

Como se ve, ambas ficciones (la de Guimaraes-Rosa y la de Borges) tienen un asidero histórico incuestionable. No sé por qué ambos desecharon el verdadero final de la biografía de Luiz Lima, que es interesante y consecuente con su vida violenta y extraordinaria. Parecería coherente en el argentino, quien con su formidable estilo y acrimonia habitual siempre toma aspectos parciales para describir la realidad. Pero no sé a qué atribuirlo en el autor brasileño.

Lo cierto es que la vida de Luiz Lima terminó un atardecer de 1901 cuando, ya retirado, vivía de las rentas que le producía una hacienda que había adquirido al sur de la ciudad de Santa María, en Rio Grande do Sul, y se aplicaba al dictado de sus memorias. Entre las seis y las siete de la tarde, el mayordomo del establecimiento anunció la presencia de un viejito que podía tener entre sesenta y ochenta años, desgastado, marchito, de piel apergaminada y pulso temblequeante. Llevado a la sala donde descansaba Lima (todavía se hacía llamar Adhemir Campos Azevedo y exigía el trato de “Señor Campos”), éste creyó reconocerlo al mirar los ojos del viejo. Nadie sabe si ese reconocimiento fue una certeza inmediata o sólo una presunción que se confirmó cuando el anciano manifestó que siempre había tiempo para la venganza, porque la venganza va y viene, como los pájaros, y que en efecto todo lo que tenía subida tenía bajada.

Luego de lo cual sacó un revólver de entre sus ropas, sin dar tiempo a que ni Lima ni sus guardias reaccionaran, y diciendo que lo único que no podía perdonarle era haber muerto a su hijo Benjamín le descerrajó todos los disparos del arma.

No dudo que tanto Borges como Guimaraes-Rosa conocieron este desenlace, aunque ignoro, como dije, las razones por las cuales omitieron que el viejito que dio muerte a Luiz Lima, o Zé Bebelo, o Azevedo Bandeira, o Adhemir Campos Azevedo, no era otro que Riobaldo Otálora Da Silva. Por mi parte, a pesar de mis comprobaciones y de la charla que sostuve con Galindo Fuentes, sospecho que jamás podré escribir un cuento con este material. Por eso quise resumir estos datos: para que alguien, algún día, pueda hacerlo si le gusta la idea.

1 En el glosario de la edición de Seix Barral de Grande Sertao: Veredas, dice el traductor Angel Crespo: YAGUNZO (jagunço): En un principio se dio este nombre a los individuos fanáticos que, a últimos del siglo pasado, se sublevaron, fijando su sede de operaciones en Canudos, en el interior del sertón, constituyendo una aguerrida tropa irregular que exigió grandes sacrificios del gobierno para ser dominada. Por extensión, se llamó así a los componentes de grupos o bandas puestos al servicio de los políticos locales o regionales y a quienes eran opuestos a ellos por los grandes hacenderos del interior.

- Angel Crespo, op cit., dice: GENERALES: Adjetivo usado en expresiones como campos gerais o Minas Gerais. La primera de ellas ... que se refiere a las llanuras de la meseta central brasileña, tiene un valor aproximado al de pampa; la segunda es el nombre del estado brasileño en el que se desarrolia la mayor parte de la acción.

3 Acaso por conveniencia dramática, Guimaraes-Rosa asegura que la sentencia debía tener vigencia mientras viviera Joca Ramiro (Carbalho Frías) o hasta que él mismo diera contraorden.

4 Angel Crespo, op. cit., dice: URUBU: Especie de buitre negro, del tamaño de un cuervo, muy común en el campo y en las ciudades pequeñas.

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