Mié 02.01.2013

VERANO12 • SUBNOTA

Moritat

› Por Luis Gusmán

Era el día de su cumpleaños. Cumplía quince. No era una señorita y sin embargo se lo festejaban. Porque había discos. En esa casa siempre había discos para escuchar. Había más discos que comida. Y si había música se podía bailar.

Los muchachos habían llegado temprano. Chicas, había una sola. La única que en el barrio tenía zapatillas blancas. Blancas de básquet. De básquet para bailar el rock. Y colita de caballo con una cinta violeta para sostenerla. Ella le regaló un pañuelo. Y él sabía: si te regalan un pañuelo hay que devolver una moneda para evitar la mala suerte. En la casa no había una sola moneda. Tenía que esperar hasta la noche, cuando volvía la madre. La abuela había invertido los ahorros en una naranjada amarillenta y en unos pebetes marrones de bondiola. El dijo: “Prefiero otro fiambre, la bondiola es el jamón de los pobres”. Tuvo que pedir una moneda prestada a uno de sus amigos. Se la dieron porque era el día de su cumpleaños y por esa vez pudo evitar la mala suerte.

Con su hermano quitaron los excrementos del patio. Para que luciera. También retiraron la vaca y la llevaron al potrero. Tuvo que convencerlo de que la traerían de vuelta, pero él era desconfiado y se quedó sentado al lado de ella hasta que terminó la fiesta.

Se llamaba Elena pero en sus pensamientos la llamaba Helen, porque pensaba que pronunciar su nombre en otro idioma le confería misterio y delicadeza. El no quería que Elena pasara a las piezas. A las paredes descascaradas, a las colchas de retazos. Al baño, que era una mancha ciega. No había tocador. Tampoco había ducha ni espejo en la pared donde ella pudiera mirarse. Sin embargo, la toalla estaba limpia y había jabón, pero no papel higiénico.

Tocaban “Moritat”, y sus ojos, a pesar de las zapatillas blancas, eran un paisaje desolado. Era enero y no había promesa de lluvia. El lujo estaba en la pieza de la madre. Ahí estaban los perfumes y los libros. El licor de naranja y el anís. Las vitrinas con las copas. Las muñecas y las fotos. Y sobre la cómoda, las cremas y los cisnes. También un espejo con marco dorado en el que la madre había dejado su regalo de cumpleaños: sus labios rojos en uno de los ángulos.

Pero no fue ése el camino que Elena eligió, porque quería seguir escuchando “Moritat”. Caminó hasta esa pieza transformada en cocina. El interpuso su cuerpo delante de la puerta para impedir que ella entrara. Elena le dijo: “Cada vez más alto”. El siempre interponía algo entre los dos. Por las tardes, las frases de los libros que leía de una colección que el padre traía de la imprenta. En ellas se mezclaban la fe y el erotismo. Su Sinfonía pastoral: “Yo hubiese querido llorar pero tenía el corazón más seco que el desierto”. Frases traídas de la eternidad. Las pronunciaba con convicción, como si fueran propias.

Elena quería entrar para saludar a la abuela. La única que en la familia sostenía la decadencia con una prestancia que seguía conservando a través de los años y que no había perdido en empeños y mudanzas. Porque la abuela imponía respeto. Porque había visto el cometa Halley y el avión de Newbery antes de perderse en las montañas. Porque alguna vez había visto un príncipe, un príncipe de Gales.

El tocadiscos repetía “Moritat”. Entonces se acercó y tuvo tan cerca su cabello que sus ojos se perdieron en la cinta violeta. Ella se dio vuelta y lo miró. Tenía los ojos de “Moritat”. El se dio cuenta de que el regalo había abandonado el dorado del espejo, y eran otros los labios que por primera vez se abrían para besarlo. Por ser muy alto, al acercarse su cabeza golpeó contra la bombita de la luz. Apenas la rozó, un aluvión de moscas brotó del cable. Eran muchas, una nube oscura que avanzaba sobre la naranjada amarillenta, sobre la ropa de Moritat. La empujó hacia afuera para evitarle esa tormenta que venía del cielo. La música se dejó oír y él sintió el zumbido de las moscas sobre su cabeza. Interpuso su cuerpo para que nada pudiera alcanzarla. Ella salió. Primero muy lentamente, después apresurando el paso hasta cruzar el patio; atravesó la puerta y él no la vio más, porque se quedó clavado ahí donde el patio se volvía de tierra.

Nunca más se animó a hablarle, y cuando la veía inclinaba la cabeza porque le parecía que desde ese día llevaba las moscas con él y que, cada vez que se le acercara, ella vería revoloteando a su alrededor esa aureola bastarda. Y el ruido de esas alas, podían engendrar desgracia. De esos quince años, sólo recordaba una frase: “Cada vez más alto”. Fueron sus últimas palabras por mucho tiempo. Con los años se hizo cada vez más alto. Tenía la ilusión de que a esa altura nadie podría ver las moscas. Ahora era muy raro encontrarse con Elena, que estaba por casarse. La veía pasar en un auto junto a su novio, un carnicero de muchos anillos en los dedos. Ser cada vez más alto lo llevó a jugar al básquet, deporte que practicó sin entusiasmo pero con cierta obstinación.

Las moscas reaparecían los sábados por la tarde, cuando con el tío cruzaba al Dock en busca de una prostituta. Después, durante la semana, observaba su organismo de manera minuciosa esperando alguna alteración, buscaba en la orina la señal de un mal que nunca llegaba. Tenía la certeza de que si alguna vez contraía una venérea, por esa prueba iba a volver a conocer el amor.

Por ese año, Elena se casó. Fue ese año, lo supo, porque la pared del club estaba pintada con figuras chinas. Cada carnaval, las paredes iban cambiando de paisaje. Ese verano, el carnaval era en Pekín. Las escudillas de arroz, los párpados oblicuos, los ojos reducidos a líneas. Era verano y oscurecía tarde. Era lindo mirar el cielo y arrojar la pelota al aire pensando que subía tan alto que nunca iba a volver. Era lindo regresar caminando a casa con la cabeza despejada, después de haber sido abandonado por el peso de las moscas. Esa noche la recordaba especialmente feliz, porque ya estaba cargada de presagios o porque lo que le contaron le hizo pensar los hechos de manera diferente. Esa noche le dijeron que Elena se había separado. Fue ahí que pensó otra vez en Helen. Era Helen la que se había separado y Elena la que se había casado con el carnicero que cargaba sus manos de oro para disimular el olor de la carne.

Al año siguiente, según su costumbre, se detuvo a mirar el nuevo decorado. Lo aguardaba un carnaval texano. Se imaginó como artista de rodeo, un sombrero de alas anchas, un vaquero salido de las novelas del Oeste. Recordaba haber sido cosaco, gitano, cangaceiro, hasta esquimal. Cada día esperaba ese baile de carnaval porque tenía la secreta esperanza de poder ver a Elena. Frente al espejo, se probaba el sombrero texano, lustraba el níquel de los revólveres, cepillaba las botas y untaba con grasa una soga hasta hacerla brillar. La primera noche del baile se encontró con Elena. Ella no lucía ningún disfraz. Aún conservaba su belleza, pero parecía reponerse de una lenta agonía. El conservó el privilegio que le daba el antifaz para contemplarla a su gusto. Nadie la sacaba a bailar. Quizá todos conocían su secreto. O tal vez era un acto de piedad que los otros le concedían. Pensó que ya no podía esperar. Atravesó la pista y se encaminó hacia ella. La invitó a bailar. Entonces se quitó el antifaz y le sonrió. Elena le dijo: “Te reconocí por la altura”. El permaneció callado, no sabía qué responderle. Pensó que nunca podría decir, como ella, una frase tan simple. Había esperado tantos años que lo único que atinó a decirle fue:

–¿Te acordás de las moscas?

Por primera vez, después de tantos años, le pareció realmente dejar de oír ese zumbido sobre su cabeza. Se sentía otro hombre.

–Sí, me acuerdo –dijo Elena–. De las moscas y de los quince. Pasaron otros quince antes de que volvieras a hablarme. Al principio no me di cuenta de que por eso te alejaste. Cuando lo entendí, era demasiado tarde. Pero yo no corrí por las moscas, sino para que me protegieras. Eras tan alto. Te veía tan alto.

Bailaron durante el resto de la noche y él no pudo decir una palabra. Había papel picado sobre su pelo, ninguna cinta sostenía su cabello, los claritos habían reemplazado a la colita de caballo. Ella estaba con su familia y a cierta hora de la noche se retiró del baile. Después de que Elena se fue, él se sentó a una mesa y comenzó a tomar hasta quedarse dormido. Su hermano lo despertó cuando amanecía. Sostenido por él, regresaron a la casa.

La noche siguiente, Elena no volvió. Ese carnaval texano se fue. El pasó las dos últimas noches de carnaval entre moscas y caballos. En un momento, un poco borracho, pensó en colgarse en la cancha de básquet con la soga de artista de rodeo. Fue un año más triste que los anteriores. Ahora no lo acompañaba ni el zumbido de las moscas, ni tenía sobre su cabeza ese destino marcado por las alas fatídicas.

Cuando al año siguiente, en el cielo del club aparecieron las primeras bombitas, labios y ojos pintados, empezó a esperar el paisaje de ese carnaval. Por los dibujos que insinuaban templos y pagodas, sospechó algo oriental. Se sentía desnudo con su ropa de básquet ante esas figuras voluminosas cubiertas de finas sedas, que empezaban a surgir de las sombras. Valerosos samurais agitando espadas en el aire. Era un paisaje japonés. En la soledad del vestuario se oyó decir: “No, eso sí que no”. Y lo repitió mientras regresaba a su casa: “No, eso sí que no. Nunca me vestiré de japonés”. “No, eso sí que no, aunque las moscas vuelvan a volar sobre mi cabeza.”

En medio de ese paisaje, repetía una y otra vez: “No, eso sí que no”. Sin embargo, la última noche no pudo dejar de ir al baile. Uno de sus amigos le prestó un disfraz de campesino japonés. La secreta esperanza de verla compensaba la humillación. Cuando entró en el baile, tocaban “Moritat”. La buscó a Elena con los ojos, pero no estaba. Creyendo confortarlo, sus amigos le dijeron: “Hasta anoche te estuvo esperando”. Empezó a caminar hacia la salida. Sus pasos eran silenciosos como los de un sacerdote oriental. Casi al llegar a la puerta pudo oír que un chico le decía a una mujer que parecía ser su madre: “Nunca vi un japonés tan alto”.

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