VERANO12 • SUBNOTA › GUILLERMO MARTINEZ
Estoy copiando el examen en el pizarrón; puse en lo alto, con mi hermosa letra: LOGICA EXAMEN FINAL, y ahora, mientras escribo el punto cuarto, sólo hay a mis espaldas ese silencio que conozco bien, un silencio inquieto, cruzado de miradas que piden auxilio y de pequeños suspiros de desánimo; al principio el examen siempre les parece difícil.
Escucho también palabras susurradas, frases dichas a medias, aunque esto no me preocupa: desde el escritorio mi ayudante Petrinski vigila que no se copien. Es cierto que los vigila un tanto distraídamente, porque Petrinski es muy joven, está recién graduado, y en el fondo no quiere dejar de ser un estudiante: usa todavía el pelo largo, borceguíes, camisas de jean; de modo que en realidad sólo finge vigilarlos, pero no importa, yo tuve la precaución de sentarlos fila por medio, suficientemente separados. No culpo demasiado a Petrinski, no hace muchos años yo también era así.
Dibujo un cinco muy elegante.
–¡Y quinto! –digo, alegremente.
–No, por favor, otro más no –gime una vocecita.
Me doy vuelta, sonriente:
–Así pueden lucirse los que estudiaron mucho.
Siempre les hago chistes a mis alumnos. Mi favorito es el de las tautologías. Una tautología, explico muy serio, es una verdad evidente en sí misma, una proposición siempre verdadera. Por ejemplo, les digo, yo tengo un gato muy obediente; yo le ordeno a mi gato: Gato, vení o no vengas; y mi gato viene o no viene.
Los alumnos se sonríen, inseguros, todavía sin comprender del todo. Claro, vení o no vengas, repiten algunos, súbitamente iluminados, mientras empiezan las carcajadas: y el gato viene o no viene, siguen gritando, entre risas y chillidos. Nunca falla. Por supuesto, yo retomo enseguida la explicación con mi seriedad habitual: un buen profesor debe mantener firmes las riendas de la clase. Ahora, por ejemplo, que terminé de copiar el examen, me doy vuelta y me planto frente a ellos con una mirada severa, escrutadora, para que sepan que no dejaré de ver el papelito más pequeño que intenten pasarse.
–El examen termina a las ocho en punto –anuncio con voz inapelable–. Les pido silencio. Les pido silencio, sí, sí, nada de órdenes: la amabilidad es todo un detalle.
Me siento en el escritorio, junto a Petrinski, que se hunde de inmediato en un libro. Es evidente que quiere desentenderse del examen; deberé arreglármelas solo para vigilarlos a todos. Y el aula está repleta, como de costumbre. Ah, pero no será tan aburrido este examen: acabo de descubrir a la chica de las blusas desprendidas. Está en la tercera fila, reclinada en su asiento, con la birome a un costado y la hoja seguramente en blanco: ni siquiera simula escribir. Sólo mira mis manos, con la fijeza devoradora de siempre. Me sorprende un poco que haya logrado aprobar sus parciales: durante todo el curso no apuntó una sola línea ni atendió a ninguna de mis explicaciones. Sólo esto hacía: se sentaba en las primeras filas y me miraba las manos todo el tiempo, con una devoción casi fanática, sin perderse un ademán. En retribución, yo miraba sus pechos con el mismo interés y aprovechaba la altura de la tarima para ver más hondo en aquello que los dos primeros botones de su blusa dejaban generosamente al descubierto, pero que el tercero se resistía siempre a mostrar del todo. Así, lejos de distraerme, a medida que avanzaba en la explicación de algún teorema mi mirada se tornaba cada vez más penetrante mientras mis manos, envanecidas por aquella reconcentrada solicitud, se volvían más y más persuasivas; acariciaban el aire con ademanes soñadores y se posaban con suavidad en el escritorio, o se cerraban súbitamente en un gesto resuelto, al quebrar una tiza o empuñar el borrador.
Sí, verdaderamente, la muchacha ésta me inspira. Pero, por supuesto, comprendo que no pudo haber aprendido nada. Miro de reojo a Petrinski, que es el responsable de corregir los parciales. ¿Será posible que Petrinski? ¿Que Petrinski, con ese aire de muchacho estudioso y esa sonrisa de tímido? Vuelvo a mirar a la muchacha, aún dudando. Ella, por su parte, no ha dejado de seguir los mínimos vaivenes de mis manos, con una fidelidad insospechable, que me inunda de gratitud. Junto ambas palmas, uniendo las puntas de los dedos, y las acerco lentamente al mentón. Las dejo allí en suspenso por un momento y luego las empiezo a mecer, muy levemente, desde los pulgares. Mi muchacha mira casi sin aliento la frágil estructura que apenas oscila, pero que sin embargo se está moviendo para ella. Aproximo la cara un centímetro más; ahora los índices rozan al pasar mis labios. Ella se remueve en el asiento, sin poder despegar los ojos; la respiración se le agita y en una suave onda le inflama los pechos. Apoyo los pulgares en mi boca y ella, con una fascinación hipnótica, empieza a jugar con el tercer botón de su blusa.
Una voz estalla de pronto, una voz que, desgraciadamente, conozco bien. Es el cretinito de anteojos. Está sentado en un rincón, con una bolsa de caramelos sobre el banco. Acaba de hacerme una de sus preguntas y ahora se lleva un caramelo a la boca, mirándome con fingida inocencia desde el fondo en espiral de sus vidrios. Todos los años tengo algún alumno así, un francotirador, pero desde el principio éste me pareció mucho más peligroso. Cada vez que lo veía en una de mis clases sentía una vaga intranquilidad que me impedía disfrutar plenamente de los favores de mi alumna. Durante todo el tiempo, lo sabía, él sólo estaba esperando el más pequeño desliz, la mínima vacilación de mi voz, para asestarme a traición una andanada de preguntas insidiosas, para acorralarme de a poco con ese tono hipócrita de alumno interesado y mostrar delante de los otros, desnudo, inocultable, un error mío. Ponerme en ridículo, sí, ése es su único afán. Me odia. Nunca supe por qué, aunque supongo que mi tentadora alumna no es del todo ajena al asunto. Me odia y espera pacientemente su oportunidad. Ya una vez, en una de las primeras clases, casi lo logra. Parece capaz, y esto es lo que más temo, de oler en el aire la más ligera inquietud entre los demás: aquella vez había puesto a casi todo el curso de su parte.
Sé, por eso, que tengo que tener mucho cuidado. Me incorporo lentamente, tratando de ganar tiempo. La pregunta que me ha hecho suena inofensiva, pero no me engaño. Quiere saber si no hay algún error en el enunciado del primer ejercicio. Me paro frente al pizarrón y releo con detenimiento las fórmulas que yo mismo escribí. No sé cuál es la trampa; peor aún, no sé siquiera si hay una trampa. Sea lo que fuere, el maldito ya consiguió algo. El aula está en vilo y un rumor de fastidio empieza a crecer a mis espaldas: hace mucho que están pensando ese ejercicio y resulta que tal vez ni siquiera está bien planteado. Me doy cuenta de que tengo que dar alguna respuesta, pronto. Pero me demoro, dudo. No encuentro ningún error; sin embargo las fórmulas son largas y sé muy bien que la omisión de un solo paréntesis puede cambiarlo todo. Miro furtivamente a Petrinski en busca de ayuda, pero Petrinski sigue hundido en su libro, ausente a todo. Las voces se alzan, cada vez más envalentonadas. Tengo que decidirme.
–El enunciado parece correcto –aventuro–. ¿Cuál es su duda?
La rata saca otro caramelo de la bolsa.
–Hace casi una hora que lo pienso –dice–, y no me sale.
No puedo evitar una risita de alivio. Seré irónico; sí, lo mejor será el sarcasmo.
–De modo que porque a usted no le sale, porque al señor no le sale... –-empiezo.
–A ninguno le sale –me interrumpe con insolencia. Un coro de voces aprueba de inmediato. La pequeña víbora, con que era esto. Miro de reojo a la primera fila, donde están sentados mis mejores alumnos: un ajedrecista y una chica judía de pelo largo. La cara de la muchacha está afiebrada por un esfuerzo que parece superarla y en cuanto al ajedrecista, puedo ver su hoja desde aquí, llena de borrones y tachaduras. Escucho golpeteos en los bancos. Es difícíl, gritan, es muy difícil. Alguien hizo un bollo con su hoja y lo arrojó a la tarima; miro incrédulamente la esferita de papel que rueda todavía un poco, cerca de mis pies.
–¡Silencio! –grito; la voz se me quiebra en un lamentable falsete–. ¡Silencio! –vuelvo a intentar y logro sobreponerme–. El enunciado es correcto; si el ejercicio les resulta difícil, pasen al segundo.
Mi voz se impone finalmente. De a poco todos vuelven a sus hojas. Retorna el silencio, pero no me fío. Es un silencio rencoroso, de irritación apenas contenida. Me preocupa sobre todo otra cosa: el segundo ejercicio, lo sé, les resultará todavía más difícil; en efecto, los pensé con un orden de dificultad creciente. Vuelvo a mi lugar en el escritorio. No logro tranquilizarme. ¿Cuánto tardarán en darse cuenta? Busco consuelo en los pechos de mi alumna. Querida muchacha, me espera como si nada hubiese ocurrido, dispuesta a continuar con nuestro juego exactamente donde lo interrumpimos. Trato de juntar las manos como antes, pero advierto que están un poco temblorosas. Las aproximo igualmente a mis labios; inútil, es inútil, acabo de escuchar el crujido de un envoltorio, la pequeña rata se lleva otro caramelo a la boca. Me doy cuenta de que no siguió adelante con su examen. Mastica lentamente, con un no sé qué inquietante de precisión. Mastica sin ningún apuro, pero la bolsa se está vaciando. Huele algo seguramente, algo que está por venir, algo que se incuba de banco en banco. Recorro con la vista las filas, tratando en vano de detectar algún signo, un mínimo indicio. Demasiado silencio quizá. Miro las caras de mis alumnos y es como si los viera por primera vez: uno da clases durante años, escribe en el pizarrón siempre lo mismo, y un día se da vuelta y los alumnos son todos extraños. Esos aros que usan los varones en una sola oreja, por ejemplo, antes me parecían solamente ridículos, pero veo ahora que todos lo tienen, como una contraseña. O esos bíceps de gimnasio, esos músculos hechos a máquina que también están de moda, no por grotescos dejan de ser amenazantes. Y en las mujeres, me doy cuenta, tampoco podría confiarme: no se parecen en nada a las chicas suaves que eran mis compañeras de facultad; hasta mi devota alumna, también ella es un poco rara, con esa manera famélica de mirar sólo mis manos.
Me levanto y empiezo a caminar entre las filas de bancos. Por donde paso se alzan miradas secretas, pequeñas sonrisas malévolas que se apagan apenas los miro, pero no del todo, como si ya no les preocupase demasiado disimularlas. Y este silencio. Algo se trama. Algo se trama delante de nosotros; y Petrinski, mientras tanto, sigue hundido en su libro. Otro crujido me sobresalta. Tres caramelos, sólo tres caramelos le quedan a la pequeña rata, tres caramelos y acabará la bolsa. Siento una aguda necesidad de ir al baño, como me ocurre cada vez que me pongo nervioso. Arranco a Petrinski de su libro y le pido que vigile atentamente. Deberé apurarme a volver: el idiota ni siquiera imagina lo que puede ocurrir. Camino a grandes trancos por el pasillo, conteniéndome a duras penas. No lograré llegar al baño de profesores, no tendré más remedio que entrar en el de alumnos. Miro con disimulo entre las letrinas: afortunadamente está vacío. Abro justo a tiempo la bragueta. El chorrito se eleva, cada vez más seguro de sí, en un prolongado arco de alivio. Me voy serenando. Esto haré: les voy a dar una ayuda, una pista que les permita resolver el primer ejercicio, aunque sea. Perder algo, pienso, para no perderlo todo. Pero mis ojos reparan en algo. Acabo de descubrir, entre las inscripciones de la letrina, un dibujito abominable que aparece ante mí con horrible nitidez, como si hubiera sido garabateado allí con el único propósito de que yo lo viera. Es una caricatura, algo increíblemente obsceno, sobre las ventajas sexuales que obtendría yo de la obediencia de mi gato. Me levanto de un tirón el cierre. Infames, mil veces infames. Aunque mejor así: ahora las cosas están claras. Me odian, siempre me han odiado. Y yo que pensaba ayudarlos. Nada. Abro la puerta del baño y escucho, al subir la escalera, un tumulto atroz. Parece provenir de mi aula. La puerta se abre, alguien corre hacia mí: sí, es mi alumna dilecta; qué bellamente se agitan sus pechos al correr. Me agarra del brazo, se atropella al hablar.
–Tiene que escapar... venga... pronto, ¡pronto! –grita, mirando hacia atrás. Dudo sólo un momento: la puerta del aula quedó abierta y escucho el ruido de cristales destrozados, un rugido de festejos, y mi nombre, mi propio nombre, coreado a gritos en una rima que me llena de espanto.
Corro detrás de mi alumna. Bajamos precipitadamente las escaleras, atravesamos el hall de entrada, cruzamos la calle de acceso, rumbo a los colectivos.
–¡El 37! –grita, señalando un ómnibus verde que acaba de arrancar.
Corremos desesperadamente a la par del colectivo y con un esfuerzo supremo logramos saltar al estribo. Me doy cuenta, mientras pago el boleto, de que estoy jadeando de una manera horrible.
–Al fondo –murmura ella–, cerca de la puerta.
La sigo, entre dos filas de estudiantes que, repentinamente silenciosos, me miran por sobre el borde de sus carpetas. Ah, y sé muy bien que ellos se conocen todos entre sí, que están unidos por mil hilos diferentes: las competencias deportivas, el comedor, los bailes...
–Tuteame –me susurra mi alumna y me alarga una de sus carpetas–, tuteame o van a sospechar.
Noto, al agarrar la carpeta, que las manos me tiemblan miserablemente; la dejo sobre mis rodillas y escondo las manos con disimulo en los bolsillos del saco. Mi alumna me mira los bolsillos con un aire de dolorida sorpresa.
–¿A dónde vamos? –le pregunto en voz baja.
–A mi casa: vas a estar seguro conmigo –dice, acentuando las palabras intencionadamente. Trato de sonreírle, pero no puedo: hay una pregunta que me ronda, que no consigo apartar.
–¿Y Petrinski? –noto que la voz me sale en un hilo–. ¿Qué pasó con él?
–¿Petrinski? Ah, sí... el ayudante –le asoma una sonrisita divertida, algo perversa–. El no pudo escapar.
Petrinski, pienso, no puede ser. Petrinski, que era casi uno de ellos, Petrinski, que ni siquiera quería vigilarlos, que no tuvo nada que ver con el examen. Siento que me castañetean los dientes. ¿Qué me espera entonces a mí?
Hago un esfuerzo por tranquilizarme. Después de todo, en el colectivo ya no nos miran. Es cierto, además, que estaré seguro en la casa de mi alumna: ella es una estudiante. Y puede resultar, incluso, muy agradable. Es curioso, trato de pensar de nuevo en Petrinski, pero el colectivo se bambolea al bordear los lagos y en cada curva los pechos de mi alumna se deslizan pesadamente hacia mí, de modo que con maravillosa sincronización, cada vez que me repito pobre Petrinski, pobre Petrinski, los veo rodar bajo mis ojos, apenas sujetos por la débil resistencia de la blusa.
–Nos bajamos en la avenida –me susurra ella inclinándose hacia mí aún más y por un momento me parece que los veré saltar por fin a mis rodillas.
El colectivo frena. Miro hacia atrás al bajar: otro 37, que marchaba detrás del nuestro, se aproxima. Me quedo paralizado en el borde de la vereda: acabo de ver, en el primer asiento, a la rata de anteojos. Y seguramente también él nos vio a nosotros.
–No importa –dice mi alumna–. No sabe dónde vivo.
Una nueva impaciencia parece apurarla. Camino detrás de ella; su trasero, pequeño y apretado, no está tampoco nada mal. Doblamos en una cortada llena de árboles.
–Aquí es –me dice, delante de una casita blanca, recién pintada. Abre la puerta y prende una luz. La sigo adentro de una habitación con alfombras, muy ordenada. La cama asoma prometedoramente a un costado. Me quita la carpeta de las manos con una sonrisa maliciosa y cruza la habitación para acomodarla junto con las demás, en un pequeño escritorio.
Se da vuelta y levanta los brazos detrás de la nuca para soltarse el pelo; los pechos también se le alzan, repentinamente tensos.
–Vení –me dice, y mientras me acerco se desprende la blusa y me ofrece, a duras penas sostenida por su mano, una teta más grande aún de lo que me imaginaba, con el pezón dolorosamente erguido.
–Tocame –me dice, con la voz ronca de ansiedad.
Extiendo de lleno mi mano, tratando de atrapar el pezón. Pero no: ella salta hacia atrás, como si la hubiese quemado.
–Tus manos... ¡parecen de lija! –me dice con indignación. Se me acerca otra vez con recelo y me da vuelta las palmas hacia arriba.
–Un poco ásperas, sí, tal vez –murmuro confundido–. Es la tiza; son doce años ya de dar clases, el polvillo de la tiza...
Pero ella parece no escucharme, como si estuviera descubriendo algo mucho peor.
–¡Te comés las uñas! –exclama con una voz incrédula, llena de desprecio.
–No, no –protesto débilmente–: sólo el pellejo de los costados.
Me acerca con desconfianza las palmas a la luz. Vemos, al mismo tiempo, cómo empiezan a ponerse brillosas.
–¡Y te sudan! ¡Te sudan las manos! –grita y las suelta, temblando de asco.
Oculto mis manos detrás de la espalda y me quedo mirándola, implorante. Mis ojos resbalan con pesar sobre su pecho desnudo, ese redondo paraíso perdido.
–Quiero que te vayas –me dice, cerrándose con violencia la blusa–. Ya mismo.
Voy a suplicarle, pero una sonrisa le ilumina horriblemente la cara.
–O podés quedarte si querés –me dice; los ojos le brillan malignamente, señala el teléfono–. Pero te aviso que voy a llamar a unos compañeros de la facultad. Sabés, me dieron ganas de estudiar Lógica.
–¡No! –Empiezo a sentir unas puntadas intolerables, bien conocidas–. No, por favor, ya me voy –le ruego–, pero, ¿puedo pasar antes al baño?
Me señala con desdén una puerta al costado. El baño está reluciente, todo parece brillar. Levanto la tapa del inodoro y, con algo de culpa, empiezo a colorear el agua cristalina del fondo. Escucho de pronto que se abre la puerta. Es mi alumna, que se queda allí parada, con los brazos cruzados.
–No te preocupes –me dice–, no te estoy mirando. Sólo vigilo que no me salpiques el piso: los varones siempre salpican el piso.
Desgraciadamente, me inhibo por completo: ya no puedo continuar. Me alzo los pantalones y por temor a salpicar omito las tres pequeñas sacudidas finales. No debí hacerlo. Quedaba algo indudablemente, unas gotas que corren con horrible tibieza por la pierna, que traspasan la tela y empiezan a formar en el pantalón una mancha oscura que crece y crece, indisimulable.
Mi alumna abre la puerta de calle. Salgo tapándome como puedo, sin atreverme siquiera a mirarla. Afuera ya es noche cerrada. La calle está a oscuras y apenas se ven, muy lejos, las luces de la avenida. El viento reaviva en el pantalón la vergüenza de mi mancha. Un solo pensamiento me abruma, con la fijeza de una pesadilla: no tengo a dónde ir. Doce años hace que doy clases y en ningún cuatrimestre tuve menos de doscientos alumnos. Son miles y miles. Y yo sólo conozco un puñado, dos o tres de cada curso. En cambio ellos, todos me recuerdan. Me estarán acechando adentro de los bares, a la salida del cine, arriba de los colectivos, en los supermercados. Fui profesor demasiado tiempo: la ciudad entera está contaminada. Me señalarán dondequiera que vaya: ése, ése hizo el examen.
Empiezo a correr hacia la avenida.
–¡Los apruebo! –grito–. ¡Los apruebo a todos!
Silencio.
–¡Están todos aprobados! –vuelvo a gritar, con la voz quebrada.
Y sólo veo, en lo alto de un árbol, los ojos fosforescentes de un gato. Un gato que ¡Dios mío!, ni viene ni no viene.
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