Jue 31.01.2013

VERANO12 • SUBNOTA  › MEMPO GIARDINELLI

La Madriguera

A la memoria
de Buby Leonelli

Guillermo Woodsonbridge y Neneko Munizaguirre eran dos paraguayos amigos que solían visitarnos a fines de los años cincuenta. Yo era chico, entonces, pero los recuerdo como lo que se decía que eran: dos tipos la mar de divertidos, pero también ignorantes, toscos y vulgares, y que siempre andaban con mucho dinero encima. Se decía que eran propietarios de una enorme estancia en la provincia de Formosa que desde principios de siglo era conocida como “La Madriguera”, nombre que llegó incluso a designar a una extensa región fronteriza al Sur del río Pilcomayo.

Eran decenas de miles de hectáreas que nadie podía explicar fehacientemente cómo habían llegado a ser propiedad –si es que en verdad lo eran– de estos dos sujetos que aparecían por Resistencia todos los meses, derramaban muchos miles en las mesas de juego y generalmente huían luego de protagonizar grescas que invariablemente terminaban a trompadas y botellazos. También se decía que el casco de la estancia, en medio de tupidos bosques de quebrachos y algarrobos y de muy difícil acceso, sobre todo en temporada de lluvias, solía ser usado como campo de entrenamiento y eventualmente refugio de revolucionarios paraguayos de los que –por centenares– poblaban la frontera huyendo y combatiendo siempre contra alguna dictadura y en particular contra el régimen del ya por entonces temido general Alfredo Stroessner.

Excéntricos e inescrupulosos, siempre andaban armados pero nada les importaba más que divertirse. Ninguno de ellos se había casado, no se le conocían hijos ni tenían fama de ser especialmente mujeriegos, y como andaban siempre juntos y en situaciones de riesgo, o de abierta ilegalidad, eran frecuentes los relatos acerca de cómo se gastaban bromas pesadas.

Mi cuñado solía decir que para Guillermo Woodsonbridge nada tenía valor si no estaba condimentado con whisky y juegos de azar, y eran inexplicables las razones verdaderas por las cuales ayudaba a los revolucionarios dándoles protección y cobijo. Era un hombrón enorme, como de un metro noventa, ojos azules, rubio como el pan francés y de voz estentórea, y una de sus pasiones era cazar patos en avión. Afición para la cual Neneko Munizaguirre era el socio ideal aunque contrastaban en todo, o acaso por eso. Pequeño y delgado, moreno y de mirada esquiva, parecía siempre inseguro y se notaba que no sabía cómo estarse quieto. Bastaba mirarlo para tener la poderosa sensación de que ese hombrecito sólo pensaba en encontrar entretenimientos que aplacaran su ansiedad. A los casi cincuenta años se comportaba como un adolescente, irrefrenable en sus impulsos y caprichoso en sus deseos.

De las muchas historias que conocí de este dúo, ninguna tan impactante como la de aquel final de verano en que fuimos a pasar unos días en Formosa, en casa de mis tíos, y a mi cuñado se le ocurrió visitar “La Madriguera”. El conocía bien a estos dos, porque habían hecho algunos negocios oficialmente de venta de ganado aunque –según inferí del enojo de mi hermana y el fastidio de mi padre– casi seguramente relacionados con algún contrabando, actividad que en la frontera, y sobre todo en aquellos tiempos, no era unánimemente condenada. De hecho los contrabandistas, en mi tierra, aún hoy se consideran a sí mismos “comerciantes de frontera”, eufemismo con el que procuran disimular socialmente sus delitos.

Aquélla fue una mañana radiante y cuando llegamos al casco de la estancia –una casona de estilo colonial, sólida y blanca, de techo a cuatro aguas y un enorme aljibe de hierro forjado en el patio trasero– los dos nos recibieron con sincera alegría, mate amargo y tortas fritas, y luego de las cortesías de rigor y de ordenar que se nos atendiera irreprochablemente se disculparon porque tenían previsto ir a cazar patos en avión. Neneko explicó, de modo casi infantil y mientras se palmeaba la cartuchera que le colgaba del ancho cinturón de cuero de carpincho, con un enorme Colt adentro, que habían llegado bandadas al estero y estaban bien gordos, decía, son unos patos tan grandes que saben leer y escribir, y soltaba una carcajada algo procaz, quizás alcohólica. A su vez Guillermo, mientras ordenaba el alistamiento de la avioneta de la estancia –un monomotor Piper de alas altas– nos aseguraba que estábamos en nuestra casa y podíamos disfrutar del sol y la piscina. No era la primera vez que visitábamos esa estancia y a mí me encantaba particularmente la idea de volver a caminar por las picadas en el monte de la mano de Taí, el fornido y veterano baqueano de esos territorios, experto mariscador y guía de cazadores. Ellos regresarían en unas pocas horas, dijeron, con los mejores patos para la cena.

Partieron cuando el sol ya estaba alto, los dos sonrientes en la carlinga del Piper. Desde el casco vimos cómo se elevaba la avioneta a lo lejos, diestramente piloteada por Guillermo, que hizo un par de pasadas sobre no-sotros, a modo de saludo, y se dirigió luego rumbo al Norte, hacia una gran laguna en la que enseguida empezó a espantar a los patos con vuelos rasantes. Las aves se elevaban en bandadas numerosas, abandonando nidos y comederos y graznando desesperadas mientras Neneko se asomaba a la escotilla, sacaba medio cuerpo afuera y con una ametralladora, y a los gritos, mataba patos por decenas, y gallinetas, charatas y garzas también, y hasta loros extraviados y todo aquello que se atreviera a volar en esos parajes.

Y así una vez, y otra, y otra, en un torbellino enloquecedor que era festejado a los gritos por la peonada, desde la casona, todos excitados por el sonido zumbón del Piper y por la balacera incesantemente renovada de Neneko, mientras los perros corrían hacia el estero en busca de las presas y yo, que era un niño, miraba fascinado aquel espectáculo sabiendo, ya entonces, que no lo olvidaría jamás.

Cuando la avioneta hizo su quinto o sexto pase a la altura de los árboles que nos impedían ver la laguna, se escuchó un desusado, extraño ruido en el motor del aparato, que brincó hacia arriba como pateado por un gigante invisible y después pareció que roncaba desesperadamente en el intento de estabilizarse. Algunos vimos, o creímos ver, cómo Neneko se asomaba nuevamente a la escotilla y gritaba algo y caía al agua, y justo en ese momento la peonada pareció estallar en un grito de horror a la vez que el viejo Taí me pegaba un codazo que todavía me duele recordar mientras decía con voz grave a la puta el Piper.

Entonces sobrevino el silencio y todos corrieron –corrimos– hacia el estero, que distaba unos ochocientos metros de la casa y de la pista de aterrizaje. Llegamos al borde de la laguna, acezantes y angustiados, y yo vi, como todos vieron, el momento en que Neneko emergió del agua como un muñeco de resorte que salta de una caja, y nadó hacia la costa y cuando hizo pie empezó a caminar, magullado y con la cara ennegrecida por el aceite, con la correa en la mano pero sin la metralleta. “El avión, el avión –murmuraba, enloquecido–. El inglés se quedó adentro” y apenas podía controlarse. Alguien intentó serenarlo pero fue inútil. Neneko se quitó al comedido de encima, buscó el avión con la vista, dijo “allá está” y señaló la cola del Piper, aguas adentro, unos doscientos metros hacia la frontera con el Paraguay. Inmediatamente, él y tres peones se dirigieron hacia allá, medio caminando, casi corriendo, con el agua arriba de la cintura y sacudiendo malezas, camalotes, patos muertos, y luego se echaron a nadar, braceando frenéticos hasta que llegaron a la avioneta.

Neneko fue el primero y desde la orilla vimos cómo, con una fuerza desconocida en alguien tan menudo, prácticamente arrancó las telas del costado de la máquina, y se metió adentro. Muchos, larguísimos segundos más tarde, asomó la cabeza e hizo indicaciones a los peones, que inmediatamente se sumergieron y empezaron a bucear. Taí dijo “es grave” y también se metió en el agua después de asegurarse que otro peón se quedara con nosotros los más chicos.

Fueron varias horas de angustia, esperanza, desconsuelo. No quedó sin bucear un solo centímetro de la laguna en un radio bastante amplio alrededor del avión, cuya cola emergía como los cascos de esos barcos que arrastra el mar hasta las costas y quedan semihundidos en la arena. Eran diez o doce personas buscando el cuerpo de Guillermo, a las que Neneko dirigía por señas o con frases breves, indicaciones evidentemente inútiles que todos obedecían por solidaridad con su dolor. El mismo había rastreado debajo del avión, centímetro a centímetro, y luego caminó la orilla de la laguna pensando que acaso Guillermo, herido, podía estar reponiéndose en algún lugar seco.

Bien pasada la hora de la siesta se tendieron todos en la orilla, junto a los perros que habían recogido decenas de patos muertos pero demostrado ser incapaces de dar con uno de sus amos. Y fue entonces que Neneko nos miró a los más chicos, uno por uno, como pidiéndonos disculpas por el doloroso espectáculo, o acaso esperando una ayuda que no sabíamos proporcionarle, y soltando un gemido que casi fue un grito, se largó a llorar.

A mí me impresionó tanto que todavía recuerdo su rostro desencajado, su hipo incontenible, esa mezcla de rabia y dolor que le desfiguraba la boca. He visto a muchos hombres llorar, a lo largo de mi vida, pero a ninguno le vi un desconsuelo como el que aquella vez definió la cara de Neneko Munizaguirre. Aunque puedo admitir que esta evocación es sólo el recuerdo de una impresión infantil, algo que quedó como sobreimpreso en mis sentimientos, porque hoy sé que ningún llanto desgarrado es comparable a otros y que todos son patéticos.

Al caer la noche, estábamos todos en la galería de la casona, los grandes sentados y bebiendo en silencio y los chicos entre aburridos y atemorizados. Neneko fumaba un cigarrillo tras otro, y no había parado de tomar whisky, dos botellas completas. Ni siquiera se había cambiado de ropas y parecía esperar algo, inquieto y peligroso como esas palometas que hay que agarrar con las dos manos.

Y entonces vimos llegar al hijo de Samaniego, que era puestero de la estancia del otro lado de la laguna, hacia las costas del Pilcomayo. Montaba un tordillo y llevaba de la brida un zaino sin jinete.

El muchacho saludó y, sin desmontar, preguntó desde la tranquera de las casas si estaba don Munizaguirre, a lo que Neneko respondió, sin levantar la mirada ni abandonar el vaso que empuñaba desde hacía horas, que estar estaba pero eran sólo los restos de su persona, y que mejor dijera de una vez qué lo traía desde el otro lado.

Entonces el muchacho dijo, sin apearse y con voz pausada, medio en guaraní y medio en castellano, que ahí está don Guillermo en lah’casa, con mi papá, y dice que vaye a tomá unos güiski con él, que ya se le pasó el susto y mejor si lleva un par de botellas.

Neneko lo miró sin entender, porque realmente no parecía haber entendido, o quizá sí porque de pronto le apareció el leve dibujo de una sonrisa en los labios, y el chico Samaniego dudó un segundo pero enseguida consideró que debía repetir lo dicho: que allá está don Guillermo y que le espera. Y todos vimos cómo Neneko comenzó a reírse, primero leve, suavemente, de modo íntimo y luego en forma más sonora pero con una risa fea, como impropia, que tenía como un trasfondo ominoso, una especie de segundo sonido escalofriante. Una risa que enseguida pareció desencajada, como una risa de extravío. Porque eso era, la recuerdo bien: una risa sin risa, una carcajada oscura y dolorosa, patética como su llanto anterior.

Y entonces, como si otra vez lo expulsara el resorte de una caja, se puso de pie sin dejar de reirse con esa risa rara que no era de alegría, ni de gozo, y que a mí que era un niño me daba miedo porque nunca antes había escuchado algo así, y cruzó la galería sin decir palabra y montó el zaino, murmurando quién sabe qué cosas extrañas, acaso algo en guaraní, y se lanzó al galope seguido del Samaniego.

Para los que allí quedamos fue una noche de tenso alivio. Y seguro que todos, cada uno a su manera, imaginamos la alegría del encuentro de los dos amigos. Sólo Taí puso en duda ese final feliz, cuando todos se relajaban comiendo y bebiendo y él dijo, como al pasar, habrá que ver qué maña se trae el Diablo, lo cual dijo mientras a los chicos nos mandaban a la cama para rezar y dormir.

A la mañana siguiente me despertó el silencio que imperaba en la casona y que era denso, presagioso, y de alguna manera se mezclaba con un olor raro, que enseguida reconocí que era de las velas. Un penetrante olor a cera quemada que a mí se me grabó en las narices para siempre como el olor de la muerte. Porque la muerte, era obvio, andaba dando vueltas por ahí. Ni que lo hubiera convocado Taí la noche anterior, el Diablo había metido nomás su cuña.

En cuanto bajé las escaleras, mi hermana corrió a abrazarme, llorosa y conmovida, y rápidamente me explicó la tragedia: Neneko fue al encuentro de su amigo y apenas llegando, en la entrada misma del rancho de los Samaniego, completamente borracho y desencajado pero sin dejar de reírse con aquella carcajada inexplicable, increpó a Guillermo por traidor y desconsiderado, le echó en cara su llanto y desesperación y mientras le gritaba ahora vas a pagarme lo que sufrí por vos, inglés de mierda, disparó todas las balas de su Colt, todas, una por una, apuntando al piso y alrededor de sus botas, como para curarlo de espanto pero con tanta mala suerte que una rebotó en una pala que alguien había recostado contra el aljibe y se incrustó en el mero corazón de Guillermo Woodsonbridge. El hombrón se desmoronó como barranco en inundación y Neneko supo en el acto que estaba muerto. Soltó el revólver y se agarró la cabeza y empezó a decir que no, que no podía ser, que no había sido su intención y que la reputísima madre y todo lo demás, luego de lo cual dio un par de vueltas en torno al cadáver, todo desesperación, y después corrió a montar nuevamente el zaino y partió al galope para hundirse en el estero sin dejar de reírse con esa horrible, metálica carcajada que hasta entonces nadie le conocía.

–Y ahora lo andan buscando –concluyó mi hermana– y ojo vos cómo te portás que “La Madriguera” está de duelo.

A Guillermo Woodsonbridge lo velaron toda la mañana mientras llegaban los de la Gendarmería para investigar no sé qué. Neneko Munizaguirre, o el cuerpo de Neneko Munizaguirre, nunca fue encontrado, ni tampoco el zaino. Nosotros jamás volvimos a esa casa ni yo a Formosa por muchos años, aunque una vez en Buenos Aires escuché que alguien hablaba de la fea carcajada que sonaba en unos bosques formoseños. Un triste día de lluvia, cuando terminaba la Universidad, me enteré de la muerte de Taí, de viejo nomás. Y muchos años después supe que “La Madriguera” se había loteado y vendido a sojeros cordobeses que empezaron a deforestar las grandes selvas de la región como quien pasa un plumero por los muebles de la sala.

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