Mié 06.02.2013

VERANO12 • SUBNOTA  › CRISTINA FEIJóO

Guzmán

Me había tomado tres aspirinas con el mate cocido. El dolor de cabeza de la resaca comenzaba a ceder. Trataba de concentrarme en la lectura del diario cuando Marina se paró en el vestíbulo y tras recorrer el living con la mirada se quitó la campera de duvet. Me saludó con un beso de refilón y se encerró con Guzmán en la pieza; diez minutos después reapareció. Eddy ¿tenés uno de esos... peines peludos? La vocecita de Marina sonaba a gárgara suave, a pipa de agua.

–¿Un qué, Marina?, dije. Llevaba ese vestido de lazo, viejo y raído, que era su favorito y que la hacía verse lívida, mal dormida; unas medias de un rosa blanqueado, gastadas y mal adheridas, que hacían ondas en sus piernas. Me miraba con una pose interrogante, igual a un cuadro que yo tenía atrás, en el cerebelo. Uno de ésos, para el pelo. Se pasaba la mano a lo largo del cabello a modo de ejemplo. No, linda, no tengo, dije. Por un lado intentaba retener en la memoria la última frase que había leído y por otro, el fondo del ojo había quedado cautivo de la imagen del cuadro, tan Velázquez ese torso.

Ella guardó silencio un rato. Le costaba volver a la carga. Pappa, mira sus pelos. Se ven mycket raros. Plegué el diario. ¿Vad då, raros? Me levanté de la silla y me estiré con un bostezo, mirando al gato. Sí, están un poco parados. Probá peinarlo, concedí. Traje del botiquín el peine gigante que Katia me había regalado.

Marina pasaba el peine por el lomo de Guzmán. De la cabeza a la cola, una y otra vez. El gato se había achatado contra el piso con los ojos cerrados y oblicuos. A pesar del peinado seguía con los pelos de punta. Te digo, Marina: a ese gato habría que pegarle un baño, aconsejé. Había desistido de leer el diario; en cambio podía preparar las hamburguesas mientras esperaba la llegada de Federico. Con esa intención fui a la cocina, aunque en vez de abrir la heladera y sacar la carne abrí la puerta del balcón.

Hay unos bichos que, atraídos por la luz, mueren quemados. A mí me atrae la negrura de las noches de invierno en Suecia, y si no he muerto congelado es porque San Pedro prefiere en el paraíso a los bichos que son atraídos por la luz. Luz y paraíso son conceptos análogos; nadie podría negar eso. Salí y una ráfaga helada se coló por el puño derecho del pulóver y me recorrió el torso. Era rápida, salvaje, casi humana. Me apreté el tejido contra las costillas y aparté con un pie los trastos viejos para asomarme por la barandilla, a ver si veía a Federico. La nieve derretida en el gård se había convertido en barro con salpicaduras blancas. No había ni rastros de Federico, así que entré y le ordené a Marina que fuera a buscar a su hermano. Sin una palabra se alisó el vestido y salió.

Estaba lavando los platos amontonados del día anterior y tomándome una cerveza, cuando llegaron los dos. Desde la cocina los oía cuchichear. Hola, Eddy, ¿y el equipo? Federico había entrado pasando revista. Señaló el lugar vacío al lado de la cama, donde había estado el Pioneer de Escalante.

–¿Y ahora? No vas a tener... för att lyssna, la música. Federico, pobre santo, se preocupa. No de la forma centrada y neura del Felipito de Mafalda, sino a lo San Francisco de Asís. Ya te dije, Federico, que más adelante me voy a comprar un minicomponente con todos los chiches, con reproductores en todos los formatos. Lo miré por el rabillo del ojo; estaba durito de ilusión. Le gusta más la tecnología que las historietas y a veces nos pasamos ratos larguísimos divagando sobre aparatos, inventando nuevos avances de la ciencia, imaginando cómo sería el mundo con carreteras aéreas. Mientras hablábamos había cambiado la luz y ya no nos veíamos las caras, hasta que vino Marina y encendió la lámpara.

–Es perfectamente posible comprarlo. Si trabajo cinco horas por día, cinco nada más, durante cinco días a la semana, pagando... digamos lo mínimo de comida...

–Ufff –cortó Federico, que no tolera mis cálculos, aunque sean la base de todo. Es lo que no entiende. Son la base del equipo de música, de todo. De allí saco el cálculo de cuánto tengo que trabajar.

Federico me despertó al día siguiente. Les preparé el desayuno y cuando salieron para la escuela me puse a dar vueltas por la casa. Leí el diario, le puse la comida a Guzmán y me recosté. Pensé descansar un rato y después ir a trabajar pero desperté pasadas las once. Si me vestía y salía podría trabajar unas cinco horas. Hice el cálculo; ganaría unas doscientas coronas. Nada, si pensaba que debía ya tres meses de alquiler y casi diez mil coronas aquí y allá. Me volví a dormir y abrí los ojos después de la una de la tarde. Lo bueno fue que ya tenía una melodía en la cabeza, algo que practicaba en el piano electrónico de Federico desde hacía dos semanas, aunque sin grandes avances.

Después de cepillarme los dientes fui a ver a Guzmán. La caja estaba vacía, la comida casi intacta y al lado del cartón había un vómito blanco y espeso. Lo busqué por todos lados hasta que lo encontré debajo de la bañadera. Se empecinó en quedarse arrinconado, y tuve que empujarlo con un palo de escoba. Me lo puse en la falda y le hablé mucho tiempo. Pasándole la mano por el cuerpo desganado me di cuenta de que estaba temblando. Tenía la debilidad típica del hambre. A mí el hambre me hace temblequear. Con el estómago muy vacío puedo parecer palúdico. Acosté el gato en el sofá y fui a la heladera por un par de hamburguesas.

Guzmán era un chirrido en el fondo en mi cabeza. Un mal sonido el Guzmán. A eso de las cuatro y media me puse las botas y salí. Por supuesto ya era de noche y los quinientos mil milímetros de nieve que me separaban de la casa de mi ex mujer, Estela, los recorrí resoplando como un caballo.

Estela llegó al ratito, besó ligeramente a Gustavo, su nuevo marido, con el que habíamos estado departiendo, y se sentó en una silla. Respiraba como una asmática, aunque no es asmática. Cómo andás, me dijo. Para hacerla breve, contesté: Mirá, Guzmán está enfermo, hay que llevarlo a un veterinario y yo no tengo una corona. Gustavo, sin que nadie le preguntase, dijo que él andaba corto de divisas.

Estela se quitó el gorro y se pasó la palma de la mano por la frente, estirando el flequillo para atrás. Tenía los ojos rojos. Es una pena no haber sacado el seguro de enfermedad para el gato. En fin, yo tengo unos ahorros, dijo.

Ya en mi habitación me senté al piano, esta vez sin recordar para nada la melodía que había estado tocando. Me acerqué a la ventana, un poco desalentado. Desde allí observé a dos hombres que volvían del trabajo. Caminaban uno detrás del otro y bajo las luces frías parecían esquiadores sin esquíes, en la pesadez lunar de la nieve. Me pregunté quiénes de nosotros habrían ido al taller ese día. Desde que me cortaron el teléfono la realidad era una nebulosa, pero tenía la ventaja de que ahora era una realidad más rica, más llena de conjeturas.

Cuando volvimos del veterinario, Marina le dijo a su madre que quería dormir en mi casa. Ese no era mi día y aunque Estela no hacía problemas, en un país hiperplanificado como Suecia cualquier cambio puede provocar un tsunami. Está bien, dijo Estela. No me preguntó si yo llevaría a los chicos a la escuela. No me ofrecí. Los días que no me tocan no me ofrezco. Por ahí no pasaba nada con Guzmán. Por ahí sí pasaba y al día siguiente había que andar corriendo como un chino de rickshaw. Reconozco que abusamos de Estela. La verdad como es. Marina sabía que estaba cambiando la rutina, y mientras subíamos a mi departamento, repetía en el ascensor el Guzmán es en tu casa. El quiere ser en tu casa.

Encontré la luz del comedor encendida y a Federico acodado en la mesa, copiando un dibujo de Batman. Las palabras que me salieron de la boca: no le avisaste a Estela, las mascullé para mí. No le avisaba. Le dejaba notas imantadas en la heladera: estoy en lo de Eddy. En una esquina de la mesa había un grabador muy familiar a mis ojos y no era el de Escalante. La bondad de este chico no hacía más que traerme problemas. Era el grabador de Estela. Podría reconocerlo entre miles. Ese aparato había ido y venido de su casa a la mía doscientas veces. Te traje para que puedas escuchar. Federico hablaba con una falsa tranquilidad. No pasa nada, Eddy. Se encogió de hombros y alzó las palmas de las manos. Marina puede prestar a mamá. Puedes preguntar a Marina. Desde la pieza Marina dijo que podía prestar a mamá el grabador.

Esa noche me quedé alerta, en guardia, esperando que algo sucediera. Marina apareció en el marco de la puerta, mirándome sin decir palabra. Le hice un gesto para que se acercara. Envuelta en ese camisón que huele casi siempre a manzanilla se sentó en el hueco de flejes hundidos del sillón, al lado mío, modosita, y me preguntó si Guzmán se iba a morir. Yo le dije que no sabía pero que a lo mejor sí, a lo mejor se moría. Que tenía un defecto en el corazón. Era una mentira blanca. Entonces Marina me preguntó por qué y yo respiré hondo. Empujé fuerte la ira al fondo del vientre. Por qué, qué. Estuve a punto de preguntar. Por qué qué, Marina, cuando la imagen subió. Enseguida la ahuyenté, la expulsé de los párpados como quien espanta a una avispa. Vade retro. Pero la avispa ya había clavado su aguijón, que era lo importante, y la roncha ardía, dolía y me dictaba al oído que en momentos así uno pregunta por preguntar, por escuchar una voz. Lo que importa no es lo que dice la voz sino el tono y el calor que irradia el cuerpo vecino mientras habla, mientras forma sílabas y sonidos que salen de la garganta y van al oído, y llegan de esa manera al fondo de la mente y del ánimo. Nació así, le decía yo, pero los remedios a lo mejor lo sanan. Hablaba también yo por hablar, por la compañía, y le palmeaba las rodillas. Después la llevé a la cama y la tapé hasta el cuello.

Al día siguiente Guzmán estaba peor; yo no quería que los chicos se dieran cuenta. Los despaché rápido, con la excusa de que nos habíamos quedado dormidos; una débil excusa porque siempre nos quedamos dormidos y no por eso los sacaba como a bólidos a la calle. A decir verdad, ellos también se sumaron a mi lógica del apuro y después de unos minutos de enloquecidas vueltas se lanzaron escaleras abajo, sin esperar siquiera el ascensor.

Yo no me resolvía a ir a trabajar. En realidad no tenía ganas de nada. Me puse a tocar el piano, seguro de que la música me despejaría. Las manos solas parecían crear acordes que daban profundidad a la melodía. Los grabé pensando en armonizarlos con el resto.

No sé el tiempo que pasó hasta que me levanté para ir al baño, pero había una nota de alarma en el silencio. Me acerqué a la caja donde dormía Guzmán. Comprendí que estaba muerto porque tenía la pata de atrás estirada y recién en ese instante supe por qué, cuando alguien se moría, la gente decía “estiró la pata”. No se me ocurrió ninguna idea práctica. Me senté en el piso, junto a la caja, y enrollé un cigarrillo con el poco tabaco que me quedaba.

Anduve caminando cerca del bosque. Compré tabaco en el quiosco; más que nada deambulaba, y sin darme cuenta terminé en el cementerio de Medborgarplatsen, una situación muy a propósito de esa giornata particolare, sentado en mi banco bajo el abedul, al que no había vuelto desde la tarde de lluvia en que Adriana y yo discurríamos sobre cómo sería morir en el exilio.

Era un día de semana y no había un alma. Un festín de soledad esos bosques con su ejército de coníferas agobiadas de nieve, a lo lejos, en semicírculo al este y en una línea dura al oeste, paralela a la carretera. Yo estaba rodeado de hileras de tumbas muy arregladitas, encerradas por una cerca de ligustros bajos, el cielo gris plomo y esa quietud que, antes de nevar, crece dentro del aire, dentro de un universo ínfimo, interior, insustancial, como si habitara en él una violencia que los árboles conocen y esperan, sumisos. Después nieva. Llega el momento y nieva. No tenía que preocuparme por mi falta de ideas prácticas. Algo pasaba siempre, y desembrollaba la madeja.

Me calentaba las manos en el fuego, en la cocina de casa, cuando llegó Marina. En dos zancadas me paré delante de ella para cerrarle el paso. Ella, en esa época, me llegaba a la cintura. No levantó la cabeza y se ve que le costaba escalar con la mirada. Respeté ese tiempo, el esfuerzo de preguntarme por Guzmán. Le dije simplemente “se murió, Marina”. No hay otra forma de decirlo. Lo sabía en carne propia, de la otra vida. ¡Ah...! Y dónde estuvo él. Desplazó la cabeza a un costado de mi cadera derecha, los ojos grandes como platos, buscando una presencia grande como un ropero. Creía que iba a encontrar afuera la enormidad que estaba adentro. Afuera ya no estaba Guzmán, sino un cuerpito encogido, más pequeño y desaguado. Señalé con un gesto la habitación.

Se inclinó despacio, lo levantó y lo tuvo abrazado; después me dijo que quería enterrarlo al principio de la colina. A él le gusta allí, dijo. Pero no podemos, linda. Ahí está lleno de rocas y arbustos y es donde más nieve hay. ¿No querés que lo enterremos aquí abajo, en el jardín? Para que lo visites cuando quieras.

Atrás se escuchaba el ploc ploc de las botas de Federico.

¿Qué es “arbustos”?, dijo.

Federico había entrado detrás de Marina. Se sacudía la nieve de las botas en el felpudo antes de quitárselas y alinearlas contra la pared, bajo el perchero. Con parsimonia. Venía con esa rutina de la casa de su madre. Allá, un príncipe; acá, un edecán extraviado. Se asomó, miró al gato y espió con atención la cara de su hermana. Marina se dio vuelta bruscamente. ¿Se murió? Federico, duro en el lugar, sin más palabras en su lengua.

Decidí tomar cartas en el asunto. Les pedí que se quedaran allí, mientras iba a enterrar al gato. Al cuerpo lo puse en una bolsa grande de papel madera. Revolví en la baulera hasta que apareció la pala de sacar nieve; me encasqueté el gorro de piel que apareció junto a la pala y el par de zuecos marrones. Mientras cavaba pensé que Marina lo había tomado muy bien, que tenía una actitud bastante madura ante la muerte.

Marina no volvió a hablar de Guzmán, pero días después Estela me mostró una cartita que estaba en su cómoda, al lado de una foto que le había tomado su madre con el gato el año antes. Como título, con letras grandes, se leía: GUZMAN y abajo: “Te quiero muco. Eres como un flor. La mejor gato del cielo. No deves pensar que te olvido. En primavera, berás que voy a hacer. No voy a contar ahora. Es sorpresa. La semana que vendra será otra carta. No estes triste”. Ni Estela ni yo le dijimos nada. Con Fede tratamos de suplir la falta de Guzmán. Yo había conversado con él de hombre a hombre y los dos estuvimos de acuerdo en ser pacientes con Marina, por un tiempo al menos.

Para volver del taller a casa tomaba el camino que bordea la escuela a un lado y el bosque al otro. Por ese sendero atravesaba el lugar donde había enterrado a Guzmán. Esa tarde traía una bolsa de Konsum con zanahorias, papas, salchichas y una carta que había retirado del correo, y me palpaba el bolsillo buscando la llave, cuando descubrí el hoyo y las salpicaduras de tierra negra, recién removida. Miré para todos lados. Cabeza, me dije, violaste una ordenanza comunal y un sueco te botoneó. Enfilé para la casa de la señora Svenqvist para pedirle prestado el teléfono. Quería putear al burócrata que había mandado desenterrar al gato, decirle que no tenía sentimientos y ni un puto baipás en su corazón helado, cuando vi a Federico lejos, chiquito, agitando los brazos como un ahogado desde el otro extremo del parque.

Me esperaba sentado sobre una piedra plana junto a Lasse, su amigo de fechorías; los puños de los pulóveres por los codos, los brazos llenos de tierra. Dos palas embarradas, paralelas, junto a las rocas. Me paré con los brazos en jarra y lo interrogué con la barbilla. Como la cosa venía de gestos, Federico, que respiraba como si se hubiera tragado un silbato, me hizo señas de que lo siguiera, a él y a su cómplice.

Caminamos hasta el pie de la colina, donde habían cavado la nueva tumba después de remover una cantidad considerable de rocas y arbustos. Una laja desigual hacía de lápida. En cada una de sus cuatro puntas, cuatro estrellas federales de plástico resaltaban como manchas rojas. Falta la cruz. Mañana viene. Acá es donde Marina gustaba tener a Guzmán, me explicó, como un padre orgulloso.

Al día siguiente vino Estela a mi casa con aire de reptil. Nunca la escuché gritar, ni cuando tuvo a los chicos. Tiene la naturaleza más dulce del mundo. Lo más lejos que llega es a ponerse sibilina, ladear la cabeza y hablar con un tonito sobrador y enojado, como ahora, que me comunicaba que Federico había vomitado ayer, que hoy amaneció con fiebre; que anoche no había probado bocado por “el olor a podrido” que le encontró al pollo asado. No le dije que el olor a podrido venía del gato muerto. El olor a muerto queda pegado a la nariz mucho tiempo. No iba a contarle a Estela la saga de las tumbas. La simple idea de entrar en ese tema me parecía francamente masoquista. El médico dijo que tiene una bronquitis, decía Estela, y me advertía que aun enfermo el pibe estaba castigado. Por haberse pasado afuera la tarde en pleno invierno. Pero no era por eso que lo castigaba. Lo castigaba porque compartíamos un secreto y por imprudente. En el fondo ella sabía que le ahorrábamos un trago amargo. Pero alguien tenía que poner disciplina y ésa era tarea suya. Se dirigía a la puerta cuando frenó en seco junto al felpudo y, como si recordara algo, se acercó a mi cuarto. Parada en el umbral, con la cabeza adentro, husmeaba. Le veía las caderas y las piernas y después, cuando me miró, el cuello tenso como una cacatúa. Preguntó si ese equipo que estaba al lado de mi cama, por casualidad, no era el suyo. Esperaba mi respuesta por pura fórmula. Lo menos que yo podía hacer por Federico era asegurar que se lo había pedido y aguantarme como un duque la mirada de desprecio de Estela. Una mancha más qué le hace al tigre, pensé. Faltaba más, Federico. Nobleza obliga.

Nota madre

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